Liova corre hacia el poder (17 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Liova corre hacia el poder
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—Para estos obreros el exilio será una escuela.

Faltaba decir que era una escuela sui generis. Las diferencias de opinión llevaban a énfasis que terminaban a los golpes. También los conflictos íntimos y hasta los sentimentales incrementaban su intensidad. A menudo se llegaba a la tentación del crimen. Y los hubo. También algo más triste: los suicidios. No pasaba un mes sin uno o dos cadáveres con las venas cortadas o una horca en la viga del techo.

En Werjolensk decidimos turnarnos para vigilar a un talentoso y desesperado estudiante de Kiev, que demostró ser un erudito en literatura clásica. Un día vi brillar encima de su mesa unos pedazos de metal; luego supe que había estado torneando balas de plomo para su escopeta de caza. No lo pudimos evitar. Al menor descuido de sus devotos guardianes apoyó el cañón contra su pecho y apretó el gatillo con un dedo del pie. Fue sentido como un gran fracaso. Esa muerte nos aplastó. Llevamos el rústico ataúd fabricado con las maderas del bosque local y lo depositamos al borde de la fosa, en lo alto de una colina. Queríamos despedirlo con algún rito o un discurso. No hubo rito, nadie era sacerdote y casi nadie ya confiaba en Dios. Tampoco se adelantó uno solo para pronunciar el discurso de circunstancias, porque los prisioneros habíamos aprendido que en esa ocasión las palabras suelen ser falsas. Todos los discursos ante una tumba abierta derraman elogios que se escamotean en vida y pueden ofender al muerto. Alrededor lloraban las tumbas de otros suicidas. Lo enterramos en silencio. Fue el entierro más agobiante de mis años en Siberia.

Aprendí que para soportar el ostracismo, mejor que el vodka y la queja, es el trabajo intelectual. Tuve que reconocer ante Alexandra que sus amigos marxistas eran los que más trabajaban teóricamente y, por eso, aguardaban con mayor esperanza la llegada del cambio.

—Esperan al Mesías —la agredí.

Ella contestó serena.

—No, al Mesías no: a los
tiempos
mesiánicos.

—¡Ah!

Puedo reconocer que en Werjolensk empecé a levantar vuelo. Mis alas se conectaron con un periódico de Irkutsk llamado
Revista Oriental
. Era una publicación provinciana creada por viejos
narodniki
. Pero de forma subrepticia los marxistas infiltraban sus páginas. No les faltaba osadía a esos muchachos. En mi corazón volvió a encenderse el anhelo de publicar y enviaba cartas conceptuosas hasta que apareció la primera. Animado por el éxito, escribí ensayos breves y algunas críticas literarias. Apenas revisados, los mandaba para su publicación. Los editores tuvieron la cortesía de avisarme que no imprimirían todos mis textos, sino algunas colaboraciones breves. Bailé feliz con mi pequeña en brazos. También me sugerían utilizar un seudónimo para evitar la censura. No se me había ocurrido tomar antes esa precaución. Comenzó entonces mi etapa de sucesivos seudónimos. Para encontrar alguno eficiente abrí al azar un diccionario italiano. Di con la palabra “antídoto”. Me acompañaba la fortuna, porque era el que necesitaba. En el acto había advertido que podía dividirlo en dos palabras: mi apellido “Oto” y mi nombre “Antid”. Fue tan perfecto el hallazgo que durante años firmé incontables artículos con el seudónimo Antid Oto.

Quise provocar la sonrisa de Alexandra y le expliqué mi objetivo de verter sutil contraveneno marxista, para acabar con la ponzoña de sus calumniadores.

—¿Apoyarás al marxismo de una santa vez? —preguntó.

—Sí, pero no de forma directa, sino con metáforas y comparaciones exóticas.

—Exóticas… Podrías agregar un poema bucólico, o algún chiste.

—¿Sabes? No es mala idea.

Cuando menos lo esperaba
Revista Oriental
ofreció pagarme tres kopeks por línea. No era mucho, pero ¿qué mejor muestra de reconocimiento? Mis artículos aumentaron en variedad y cantidad. Para seducir al lector hacía frecuentes referencias a los nombres más leídos: Ibsen, Hauptmann, Dostoievski, Nietzsche, Tolstoi, Maupassant, Zola, Andreiev, Flaubert, Gorki. Pasaba las noches puliendo línea por línea con la obsesión de un orfebre. Citar a esos escritores me hacía sentir parte de una familia gloriosa. De vez en cuando introducía una reflexión proveniente del materialismo dialéctico. A pesar de mi obstinada resistencia a ciertos postulados, Marx y Engels estaban ganando mi corazón.

—Reconozco que escriben como científicos —confesé a la suspicaz Alexandra—. Quieren llegar al fondo; su metodología es árida, pero seria.

Había advertido que se podía utilizar el materialismo dialéctico para descifrar muchos jeroglíficos desde un ángulo novedoso, incluidos el amor, la muerte, la amistad, el pesimismo. Porque el hombre ama, odia o espera de distinta forma según la época y las condiciones en que se mueve. Así como el árbol nutre a las hojas por medio de las raíces hundidas en la tierra, la personalidad humana extrae de los fundamentos económicos el alimento de sus ideas y emociones.

Narra Alexandra

4

Testimonio enamorado

Lo contemplaba dormido, con un mechón de pelo cubriéndole la frente. Su respiración apenas movía ese mechón. Se lo corrí hacia el matorral de su cabellera broncínea, como una caricia. Me gustaban sus pómulos fuertes, su insolente nariz, los labios rosados que podían enloquecerme. Seguro que soñaba, era una máquina que jamás se detenía. A veces me contaba sus oníricas peripecias, que incluían debates, nostalgias esteparias y una intensa ternura hacia los animales. En sueños recordaba largos párrafos de sus lecturas, en especial las que serían objeto de un próximo comentario; su memoria era excepcional, incluso dormido. Ciertas noches se agitaba y se refería a los monstruosos profesores del Instituto, a la turba que en Bobrinez quiso matar a la hija de un ladrón de caballos, a una legión de ciegos sobre el horizonte. Cuando lo agitaba una pesadilla, le besaba la boca hasta despertarlo. A veces instalábamos a la beba entre nosotros, para darle más calor, a veces teníamos necesidad de prolongar durante casi toda la noche nuestro abrazo en la cama y la ponía de mi lado, protegiéndola con un alto almohadón para que no resbalase al suelo.

El marxismo se iba convirtiendo en una moda dentro de Rusia. ¿Se trataba de un fenómeno pasajero? También los críticos europeos del marxismo encontraban gran mercado en Rusia. El revisionista Eduard Bernstein fue uno de los más conocidos. Liova lo había elogiado para llevarme la contra. Sostenía que Bernstein tenía razón al afirmar que Marx había errado algunos pronósticos, “porque los obreros empiezan a vivir mejor que antes; avanza una legislación social progresista y más humana; las clases sociales se tornan más complejas y permeables de lo que Marx ha descrito”. Bernstein sostenía que en lugar de una revolución, había que luchar por una evolución sostenida; los grandes cambios son graduales, no súbitos. Los cambios súbitos explotan con gran estruendo, pero no duran. También decía que el sufragio universal aumentaba el poder de las masas sin necesidad de verter sangre. ¡Las masas adquieren protagonismo político!, afirmaba exaltado.

Debatimos mucho la puja entre marxismo y revisionismo. Yo consideraba que el revisionismo sólo servía para confundir y demorar la revolución, no era aliado de un cambio real. Liova quizá pensaba lo mismo, pero se divertía apoyando el revisionismo para llevarme la contra, como en la huerta. Por momentos parecía más Bernstein que Bernstein. Era su forma de enojarme y hacer que lo amase con más furia. También le encantaba criticar a Marx, dejando a un lado la admiración creciente que sentía por sus trabajos. Lo criticaba a partir de los más irrelevantes datos que cayesen en su poder. Por ejemplo, no haber visitado una sola fábrica en su vida, ni siquiera la de su amigo Engels. Y yo lo refutaba diciendo que para una cabeza como la de Marx no hacía falta ver una fábrica por dentro, así como un buen médico no necesita despanzurrar a un paciente para diagnosticar qué pasa en su interior. “¡Fue un pequeño-burgués resentido!”, contestaba.

Pasábamos horas para determinar si era mejor la revolución inglesa o la francesa. Yo decía que la francesa, y él me tendía su índice acusador: “¡También eres resentida, te gustan las decapitaciones, el griterío de los fanáticos y la purga de los aristócratas!” “¡Sí, por eso mismo!”, le respondía antes de enredarnos en un beso que terminaba en la cama.

Llegó a Werjolensk un maestro de escuela que habíamos conocido en la cárcel de Moscú. Era solitario y severo. Amaba el anarquismo y sentía una especial predilección por los presos por delitos comunes. Decía que los delincuentes son los mejores revolucionarios, pero a su manera. Coleccionaba historias de robos y crímenes. “¡Purificarán la humanidad!”, exclamaba. En una de las polémicas que se iba a convertir en una batalla a garrotazos, Liova le preguntó cómo el anarquismo, en su más limpia expresión, organizaría y controlaría el sistema de los ferrocarriles, por ejemplo. El maestro dudó un instante y espetó: “¿Para qué diablos necesitaré yo viajar en tren si triunfa el anarquismo?” Todos nos rascamos la cabeza, algunos rieron y el hombre tuvo ganas de romperle la cara a Liova.

En la época de las grandes inundaciones a ese maestro, borracho, se le ocurrió cruzar el Lena en una barca. El río embravecido arrastraba pedazos de árboles. No obstante, Liova se entusiasmó con la aventura: hacerlo con un borracho en esas circunstancias lo devolvía a las peripecias de Iánovka. Entre grandes remolinos flotaban cadáveres de animales. La piel de algunos sería útil, murmuró, como si fuese de caza. Yo me cansé de rogarle que no se arriesgara con semejante locura. Fue inútil. Será un sacrifico absurdo, le insistí al verlo trepar al bote. Yo sostenía a nuestra niña en brazos y me mordía las uñas. La excursión fue una lucha despiadada de los remos contra la corriente. Penosamente llegaron hasta la otra orilla y emprendieron el regreso, que fue más ímprobo, porque las aguas insistían en alejarlo de nuestra costa. Al volver agotados, el maestro ablandó su ceño y rindió un teatral homenaje a Liova: “¡Eres un camarada excepcional!” Mejoraron sus relaciones, pero ninguno volvió a mencionar el tema de los ferrocarriles.

Poco después llegó una orden para que el anarquista fuera desplazado hacia el norte. Lo querían lejos y bien congelado. Supimos que en el trayecto volvió a defender sus ideas y terminó con una puñalada en el hombro. Perdió sangre, pero consiguió recuperarse. Nos llegó la noticia de que aún vendado, disculpó a su agresor. Dijo que el intento de crimen se justificaba porque era una denuncia contra la opresión del Estado. Nadie pudo convencerlo de que ese sujeto no era el Estado. Ni de que la matanza de inocentes jamás liberaría al mundo. No sé cómo terminó, pero lo más probable es que con su carne se hayan indigestado algunos lobos. Miré a Liova dormido y, pese a mi simpatía por ese anarquista, me alivió saber que no regresaría jamás.

Narra Liova

5

Planes de fuga

Ya teníamos dos hijas nacidas en el exilio de Siberia. Alexandra las cuidaba con más atención de la que ponía en los debates políticos; su instinto maternal demostraba más fuerza que su pasión política. No sólo les cosía ropa con trapos y pieles recogidos entre los vecinos de la aldea, sino que las estimulaba durante horas con juegos y canciones. Alexandra tiene una voz muy melodiosa. Es la voz de la nostalgia campesina, de los sentimientos hondos. Su virtud me hacía recordar a mi propia madre, que no desarrolló su talento artístico por unirse a papá. Papá era rudo. Heredé algo de ambos. Yo la miraba de reojo, entusiasmado por la sonrisa que provocaba en nuestras criaturas, y no sabía cómo agradecerle.

No era un padre completamente ausente sólo porque no tenía adónde ir. Pero me alejaba hacia el interior de lecturas o la carrera de mis artículos, que me tenían ocupado desde la mañana a la noche. Estaba junto a tres mujeres mientras mi espíritu navegaba lejos. Desde adolescente quise convertirme en escritor y lo estaba consiguiendo en esa región inhóspita. Como a mi padre, me interesaban mis hijas, desde luego, y no permitiría que sufriesen. Pero mi obsesión era el trabajo. De vez en cuando abandonaba la pluma, atraído por las iniciativas de Alexandra, que bailaba en el pequeño cuarto delante de las criaturas, les hacía morisquetas, imitaba ruidos, las peinaba y besaba.

—No es para mí —decía mi consoladora mala conciencia.

Entonces la ayudaba a cambiarlas, vestirlas y darles de comer. Pero lo hacía con más sentido del deber que de la diversión. Sólo se me ocurría hacerles cosquillas para provocar sus carcajadas.

Mi esposa decía admirar mis escritos, a los que consideraba cada vez más fogosos. Yo la retribuía diciendo que nadie merecía más admiración que ella: me había introducido en el buen camino de la política, me acompañaba en el destierro, me daba ánimo cuando la vida se tornaba insoportable, me ayudaba a convertirme en un ser más sociable, cargó dos embarazos y se dedicaba a la crianza. En mis sucesivas prisiones aprendí a domesticar la soledad, pero con ella aprendí a no soltarle la mano a la esperanza.

Faltaba la sorpresa mayor.

El deterioro del régimen autocrático lo llevaba a tomar medidas cada vez más torpes. Recibimos noticias increíbles. Una informaba que en febrero de 1901 el amado y popular escritor León Tolstoi fue excomulgado por el Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa con la entusiasta venia del Zar. Todos los diarios reprodujeron el absurdo decreto. Se lo acusaba de seis crímenes: “Negar la persona del Dios vivo, entronizado en la Santísima Trinidad”, “Negar a Cristo, Hijo del Hombre, resucitado de entre los muertos”, “Negar la Inmaculada Concepción y la virginidad de María antes y después del parto”, “Negar la resurrección después de la muerte y el juicio final”, “Negar la virtud y la gracia del Espíritu Santo” y “Profanar el misterio de la Santa Eucaristía”. Los metropolitanos brutos y seniles consideraban que el célebre escritor sufría la misma enfermedad que los revolucionarios condenados a perecer en Siberia.

El zarismo crujía. Los estudiantes rompían máscaras y atizaban la hoguera. Acuciados por la impaciencia, pronunciaban sus discursos en las mismas aulas, cosa que poco antes era inconcebible. Aumentaba el número y la intensidad de las huelgas. Muchos intelectuales elevaban su voz para expresar el descontento nacional. Las bombas terroristas parecían un trompetazo de la revolución. Sin embargo, aún no había llegado su hora y por eso rechacé el terrorismo como estérilmente sanguinario y contraproducente. Tras algunas vacilaciones, la mayoría de los marxistas se declararon enemigos de sus métodos. Dije en un artículo que “la acción química de los explosivos no puede suplantar la fuerza de las masas”. Yo empezaba a idolatrar a las masas, sin advertir que a menudo son irracionales. Decía entonces, con buen criterio, que el terrorismo generará una lucha heroica, pero sin beneficios para los campesinos y los obreros.

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