Por insistencia de Alexandra volví a estudiar las obras de Marx, que habían llegado de contrabando a la aldea y eran escondidas bajo cerrojo, pero con el guiño cómplice de los gendarmes. Ellos mismos las dejaban ingresar a cambio de algún dinero, así como permitían el flujo de alcohol y tabaco. Leía con una máscara de pelos de caballo cubriéndome la cara, una gorra sobre mi cabeza, guantes toscos y trapos que me cubrían todo resquicio corporal.
El aislamiento programado por la autocracia no pudo vencer la necesidad de comunicación entre los núcleos de desterrados. Los contactos crecían bajo sucesivas capas de hielo, las picaduras de los bichos y la vigilancia de los represores. Iban y venían mensajes que, en algunos casos parecían tratados teóricos. Sobraba el tiempo para escribir. Muchas de las encendidas cartas llegaban a destino, otras quedaban enterradas bajo el lodo o la nieve y algunas caían a las aguas del río que se encargaba de borrar las letras y convertir el papel precioso en indiferente materia orgánica.
La
Katorga
, formada por innumerables campos de concentración en apariencia abiertos, acogía criminales comunes y presos políticos, confundiéndolos adrede. Pretendían que se generase una degradación recíproca mediante peleas. Que las víctimas se destruyesen entre sí, como miserables gladiadores. Esa mezcla también garantizaba que no se pudiesen unir para una sublevación, porque los criminales despreciaban a los políticos y los políticos a los criminales. Además, cada punto de ese macabro archipiélago estaba separado del próximo por distancias galácticas. La pena griega del ostracismo, considerada la más hiriente de las sanciones, había sido redescubierta por el zarismo. Denominé a esas aldeas “nidos de los olvidados”, y así lo escribí en una de mis cartas que ignoro si llegó a destino.
Conocí a Félix Dzerchinsky y otros jóvenes revolucionarios que llegaron unos meses después. Algunos, como Félix, harían historia. No me cayó bien desde el primer golpe de vista. Era desconfiado y hosco. Su negro y largo bigote bajaba por los costados de sus labios; semejaba sucios colmillos de morsa y le aumentaba la expresión de repugnancia. A su frente la ampliaban hondas entradas laterales que brillaban con fulgor mortuorio. En las noches de primavera, cuando la lluvia concedía una tregua, solíamos reunirnos en torno a una fogata para cantar y recitar poemas. Félix leyó un poema que había escrito en polaco. Su gesto y su voz sedujeron y hasta trasmitió una tenue dicha que se resistía a manifestar en las conversaciones. Era hijo de un hacendado polaco nacido en Vilna. En su adolescencia decidió sublevarse contra una doble opresión: la del régimen y la de su familia. Yo no podía imaginar entonces que Félix llegaría a ser el creador de la
Chekha
, criminal policía de la flamante república soviética, más dura de lo que hubiéramos podido imaginar entonces. Ya en Siberia intentó matarme, porque le disgustó mi réplica a su deseo de pasar a cuchillo a toda la burguesía rusa. Era tan desmedido su odio que le bastó una ironía para encender su criminalidad. Dije que en lugar de Félix debía llamarse Guillotina Oxidada. Nuestro enfrentamiento se agudizó en la reunión siguiente. Entonces optó por mirarme con sangre en las pupilas y morderse los labios.
Una noche me siguió hasta mi choza. Esperó que me quedase solo y saltó sobre mi espalda. Abrazó mi cuello con el brazo izquierdo. Pude ver el resplandor de un puñal en su mano derecha y, antes de que llegase a mi garganta, se la aferré con desesperación. Rodamos sobre el barro. Toda mi fuerza se concentraba en su muñeca, para impedirle manejar el arma. No pude arrancársela y, entre puñetazos y patadas que tenían poco efecto por el espesor de los abrigos, nos enlodamos escupiendo insultos. Pudo soltarse e intentó clavarme el cuchillo en el abdomen. Lo esquivé y salí corriendo. Se me habían caído las gafas y tropecé con un tronco. Casi me desmayó el golpe. Félix aprovechó para volver a saltar sobre mí. Pude rodar a tiempo y la punta se hundió en el suelo. Divisé la luz de una ventana. Volé en esa dirección sin importarme quiénes estaban allí. Empujé la puerta y me introduje como un bólido. Había un conjunto de hombres y mujeres que quedaron paralizados por el asombro. Yo no podía hablar por la agitación. Corrí a un ángulo de la estancia y alcé un palo que parecía esperarme. La gente se levantó con susto y empezó a acercarse. Entonces les dije que un hombre armado intentaba asesinarme. Se asomaron con cautela. No vieron a nadie. La noche se extendía con una quietud inusual. Me sirvieron té y, cuando pude recuperar el equilibrio, describí apenas a mi agresor, porque lo ocultaba su gorra y bufanda. Evité mencionar su nombre. No estaba seguro de que hubiera sido Félix. Ahora lo estoy.
Narra Liova
Peligrosas migraciones
El gobernador de Irkutsk revelaba súbitos ataques de bondad y autorizaba de vez en cuando el traslado a otra aldea de su vasta región. Tal vez no era bondad, sino la certeza de que era imposible escapar de Siberia y podía entonces dejarnos ir de un sitio a otro, porque al fin y al cabo seguíamos en el mismo lugar. Era una suerte de engaño que lo divertía, porque él también necesitaba alguna diversión en ese maldito destino. Decidí aprovechar su gesto. Me había enterado por varias bocas de que convenía instalarnos a unos doscientas cincuenta kilómetros hacia el este, junto al río Ilim. Aunque me alejaba otro poco de Europa, allí vivían conocidos de Nikolaiev. Se trataba de unos populistas que, pese a haber hecho dinero, fueron igualmente desterrados. Pero su dinero les permitía una mejor comunicación con su ciudad de origen y hasta con San Petersburgo.
Alboreó cierta esperanza. Fuimos con Alexandra en un trineo arrastrado por media docena de perros, siempre vigilados por gendarmes aburridos. Hicimos el abrumador trayecto en cuatro días, envueltos por una montaña de pieles. De noche encendíamos una fogata, calentábamos té, sopa y asábamos pescados y conejos. Una vez cenamos el alce que un oficial derribó de un tiro. Decían que había lobos. Llegamos a la otra aldea, escondida entre las montañas que rodean al hermoso lago Baikal. Allí nos dejaron en una pequeña choza provista de más comodidades que las precarias de Usti-Kut.
—Empezamos bien —sonreí.
Y pudimos entregarnos a los placeres del sexo inmediatamente. En ese lugar, por razones que no logro descubrir, estábamos más excitados que nunca. Soplara el viento, cayese la lluvia, congelase el hielo o nos atacaran piojos y mosquitos, nuestros cuerpos se buscaban ansiosos por lo menos dos veces al día. Bajo una sábana en verano o bajo pieles en invierno, estallaba el placer de sentirnos juntos y cómplices.
Nos contaron que la aldea había crecido en los años recientes por la cantidad de deportados polacos que construían caminos para facilitar el acceso a la ciudad de Irkutsk, sede de la gobernación regional. Ya circulaba un considerable tráfico de mercaderías y funcionaban dos sistemas postales, uno legal y otro clandestino. Habernos ubicado allí había sido una decisión sabia, coincidimos; un auténtico triunfo.
Lo mejor de todo fue conseguir ganarme el aprecio de un mercader rico y audaz, cuyos almacenes de pieles, tiendas con ropa y muchas tabernas bien provistas de alcohol estaban dispersos por una superficie tan grande como Bélgica y Holanda juntas. Era un señor feudal bruto y codicioso al que le habían volado el ojo izquierdo y la mitad de una oreja. Tenía sometidos a miles de tungusos que llamaba con desprecio “mis tungusitos”. No sabía siquiera escribir su nombre. Pero firmaba con un garabato que tenía la fuerza de un cetro real. En su foja pesaban muchas muertes, a las que nadie mencionaba por el nombre, sino que brillaban como credenciales de su poder imbatible. En el trato personal emitía seguridad, tenía voz grave y solía despedirme con un abrazo que me estremecía. Le gustó que yo fuese rápido para los cálculos, que nunca hubiese cometido un error y jamás le hubiese robado un kopek.
Su paga se tornó generosa. Pude ahorrar dinero y financiar el franqueo de los artículos que empecé a escribir sin cesar. Los mandaba a diversas organizaciones revolucionarias. Sentía que había regresado al campo de batalla. Mi cerebro se volvió más caliente que el agua de las locomotoras a vapor. Pero de vez en cuando evocaba los idílicos tiempos de mi adolescencia. El repaso de antiguas aventuras me inspiraba. Miradas con superficialidad, no tenían relación. Pero esas experiencias nutrían el comienzo, el desarrollo y el fin de casi todos mis textos. Iánovka, Bobrinez, Elizavetgrad, Odesa y Nikolaiev se mantenían rozagantes en mi corazón como las flores de un invernadero.
Hasta que por fin, desgraciadamente, el gobernador fue llamado al orden desde la capital. Exigió que regresáramos al caserío de Usti-Kut después de permanecer más de dos años cerca del lago Baikal. Sufríamos por entonces un invierno terrible. Sasha, el rústico siberiano que nos condujo de vuelta, arrancaba con sus manos enguantadas los carámbanos que colgaban del hocico de los caballos, para que no bloqueasen su respiración. Llevábamos sobre nuestro regazo la niña de diez meses que nos había nacido sanita y rozagante. Alexandra había estudiado obstetricia en Nikolaiev y dirigió su propio parto dando instrucciones a las mujeres que la ayudaban. Yo nunca había asistido a un parto y creo que pocos tienen la oportunidad de asistir a un alumbramiento tan extraño: la futura madre lanzaba gritos de dolor, pujaba con fuerza y, en las pausas, tenía aliento para indicar a sus ayudantes qué debían hacer.
La crianza no presentó dificultades. Alexandra estaba feliz y yo asustado. No creía posible que sobreviviese a las inclemencias siberianas.
—La gente sobrevive —respondió mi valiente mujer mientras amamantaba.
El poderoso mercader nos proveyó comida y abrigos como pago adicional a mis tareas contables. Pese a su brutalidad, era un hombre agradecido. Con Alexandra nos reíamos de nuestra propia hipocresía: había estado al servicio de un explotador artero e infame.
En el traslado a Usti-Kut procuramos que el frío no llegase ni siquiera a las mejillas de nuestra hijita. Alexandra inventó una especie de chimenea mediante un tubo que le instaló encima de la boca, por entre las pieles. Era la única forma de mantenerla aislada del hielo. En ese viaje no nos acompañaron gendarmes, pese a que era un trayecto que cualquier recluso tomaría con placer, puesto que lo acercaba a Europa. Negruzcos y densos bosques de abetos descendían hasta las márgenes de los ríos helados. El viento despojaba a sus copas de los mantos de escarcha y les otorgaban el aspecto de pirámides vivas, amenazantes. En medio de esa desolación Sasha descubría mínimos caseríos, donde rogábamos la hospitalidad que nunca era negada. Esa vida era una escuela de imprescindibles gestos solidarios. Instalábamos a la diminuta Elizabeta en un mueble cercano a la estufa y la desenvolvíamos con extremo cuidado. En esa operación, que Alexandra realizaba con pericia, yo miraba ansioso, temiendo que ya no respirase. Nuestro conductor compraba provisiones y cargaba leña para el resto de la travesía.
El aliento se congelaba al salir de los hocicos de los animales y se adhería a las crines. Nuestro trineo constaba de patines largos. En la parte delantera se doblaban hacia arriba. Fuera del ruido del galope, imperaba el silencio. Cuando la luz del día empezaba a desaparecer, se escuchaban gritos lejanos que cortaban el aire.
—Son lobos —maldijo Sasha crujiendo los pocos dientes que le quedaban.
Uno de esos quejidos se dilató por varios minutos, ascendió hasta alcanzar un alto timbre y se mantuvo desafiante. Con Alexandra cruzamos una mirada de terror. Luego vino otro grito, también taladrante. Sasha extrajo el rifle de entre unas mantas enrolladas. No había señal de otra vida que los pinos. Teníamos que detenernos a prender una fogata.
—El fuego nos protegerá —quiso tranquilizarnos. Mientras calentábamos agua en las llamas generosas y crepitantes pude distinguir brillos en la oscuridad.
—No son estrellas —suspiró escupiendo a un costado—. Son lobos.
—¿Atacarán?
—No mientras haya fuego. Y un disparo los ahuyentará enseguida. Pero son varios. Tienen hambre, siempre tienen hambre.
El círculo de ojos encendidos se iba estrechando en torno a la fogata. Pese a la oscuridad, reconocí bultos que se movían. Los caballos estaban más nerviosos que nosotros y se apretaban entre ellos. Confieso que me costó dormir, aunque caí exhausto a las pocas horas. Después le dije a Sasha que yo me haría cargo del rifle mientras él se permitía una cabeceada.
En el perezoso amanecer la fogata había disminuido su fuerza, pese a las ramas de abeto que los tres arrojábamos cada tanto. El círculo de lobos se había acercado demasiado. Entonces el conductor se hizo cargo del rifle, apuntó y estremeció la planicie con un estampido. Oímos el prolongado quejido de la víctima. Sus compañeros emprendieron la fuga.
—Es el momento de ensillar y seguir viaje —dijo.
En unos días terminamos de recorrer los doscientos cincuenta kilómetros que separaban el punto de partida con el de llegada, sin sufrir más accidentes que el temor de un asalto por parte de una legión de colmillos. De vez en cuando se nos volvió a aproximar el aullido famélico de la jauría. Yo entonces empuñaba el látigo, con la esperanza de que fuese un arma tan eficaz como la que había usado Iván en Iánovka, por si no alcanzaba con las balas del rifle.
Al llegar por fin a Usti-Kut fuimos a la misma choza ubicada al término de la aldea, en el límite con la nada. Sus dueños seguían borrachos. Nos reconocieron, sin embargo, y festejaron con gritos a nuestra hijita. Advertimos cuán miserable era esa vivienda en comparación con la que debimos abandonar. Supuse que nos abatiría la estrechez. Pero evitamos conversar sobre esos miedos. Era mejor negarlos y tratar de hallar alguna solución. Me tomé el trabajo de escribir dos veces por semana al gobernador con tenacidad, aunque mis cartas fuesen arrojadas a la estufa sin haber sido abiertas. Le rogaba misericordia por una recién nacida y hasta le mandaba poemas inspirados en los colores de Iánovka. Seguro que también necesitaba algo de tibieza esteparia para escapar del frío asesino de Siberia. Mis poemas contenían tramos cómicos y otros románticos. Deberían mejorarle el humor. Y así fue.
Pasados algunos meses tuvo otro gesto de bondad y autorizó que nos trasladásemos más al sur, a Werjolensk.
En esa localidad la aristocracia del destierro estaba constituida por los viejos
narodniki
. Los marxistas formaban un grupo aparte, nuevo y más reducido. Por aquella época empezaron a llegar los primeros obreros condenados por delito de huelga; habían sido elegidos al azar y muchos no sabían leer ni escribir. Alexandra sentenció: