Liova corre hacia el poder (32 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Natasha se embarazó nuevamente. El invierno resultó más placentero que los vividos en otras partes. Fueron, además, meses muy productivos. Sólo interrumpía mi pasión por la escritura cuando iba a cortar leña o caminaba hasta el almacén que nos proveía los alimentos. Por desgracia en abril concluía nuestro contrato y debíamos desalojar la casa. Fue penoso, porque empezaban a florecer las violetas del jardín. Antes de irnos, nació mi cuarto hijo, Sergio. Leoncito simulaba sentirse feliz y ayudaba a cambiarle los pañales, pero en una ocasión evitamos que lo estrangulase.

Viena era una ciudad donde el orgullo colectivo se había orientado hacia las artes. Competía con París. Y con buenas razones. La sede de los Habsburgo procuraba ser digna de sus orígenes lejanos, cuando Roma la había fundado para defender la civilización mediterránea de los bárbaros provenientes del norte oscuro y misterioso. También por el Danubio navegaron los nibelungos. En Viena se establecieron los pilares de la música occidental: Gluck, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, Strauss. Había placidez y elegancia en las calles, en los teatros, en los cafés. Edificada en torno a un núcleo central, no perdía contacto con la naturaleza. Las últimas casas llegaban hasta el río, o se escondían en los bosques, o miraban las praderas ondulantes. La ciudad había crecido anillo sobre anillo, con viviendas modestas junto a pomposos palacetes. La mayoría de sus habitantes aprendió a disfrutar los deleites, sean del espíritu o de la carne. Me llamó la atención que los diarios diesen menos importancia a los debates políticos que a las novedades teatrales, musicales, pictóricas o literarias. El entierro de un actor repercutía más que las elecciones. Natasha no perdía una exposición, donde se abrían camino las nuevas tendencias.

Nos mudamos al democrático barrio de Sievering. Los niños hablaban ruso en casa y alemán con sus amiguitos. Cuando nos dirigíamos a ellos en alemán se quedaban perplejos y contestaban en ruso. Les gustaba visitar la casa de unos vecinos que les convidaban
strudel, sachertorte
y golosinas. También se encariñaron con un investigador marxista que los entusiasmaba con sus habilidades gimnásticas.

Al inscribirlos en la escuela tuvimos que enfrentar el tema de la enseñanza religiosa. Según la ley, los niños menores de catorce años debían ser educados en la religión de sus padres. Pero como en nuestros documentos no se indicaba religión alguna, elegimos la protestante, por entender que era la que mejor podía soportar el alma de niños judíos en un clima tan católico e impregnado de un sutil (o a veces nada sutil) antisemitismo. Viena, pese a sus tesoros culturales, cultivaba ese milenario prejuicio. El compositor Gustav Mahler tuvo que convertirse para ser director de la Ópera.

Mis padres decidieron salir de Rusia para conocer algo del mundo. ¡Por fin! En nuestras cartas yo los estimulaba. Se habían pasado la vida encadenados al trabajo y la austeridad. Los conminé a visitarnos en Austria y traer con ellos a Zina, mi hija mayor, que iba por largas temporadas a Iánovka. Ya por entonces se habían resignado a que su amado Liova se dedicase a las dementes tareas de un revolucionario. Los aguardamos en la estación de trenes con Natasha y mis dos muchachos. Al vernos explotamos con lágrimas y risas. Los abrazos, los besos y las caricias prosiguieron mientras el coche más grande que pude conseguir nos llevaba a casa. Zina era toda una mujer, parecida a su madre, y no pude reprimir contarle una y otra vez el viaje que habíamos hecho por la infinita Siberia cuando ella era una beba ahogada en pieles para que no la matase el clima congelado. Le demostré con un canuto cómo la hacíamos respirar a través de su espeso envoltorio. Leoncito me quitó el canuto para probar su efecto.

Entregué uno de mis recientes libros a mamá. Bastó que mirase su tapa para que se le cayese la mandíbula. Sus ojos se nublaron. Su pequeño y querido Lióvushka se había transformado en un autor que desbordaba las fronteras de Rusia. Era un escritor de verdad. Sin soltar el volumen me dio un abrazo tan largo que pudo evolucionar de palabras emotivas a un sollozo con hipo. Noté que estaba enferma y me asustó. Papá nos miraba triste, también impresionado, pero asociaba mi triunfo a la condición de perseguido. Detestaba las persecuciones, era una fobia consolidada por generaciones de masacres.

Durante los siete productivos años de Viena puse atención en la política alemana. Además de frecuentar a Víctor Adler, conocí a Otto Bauer, Kart Kautsky, Max Adler, Karl Renner. Todas eran personas cultas, pero que no simpatizaban con la brillante Rosa Luxemburgo. Nos trenzamos en debates que ellos procuraban mantener en un clima cordial. En lo referente a Rusia estaban dispuestos a respaldar —allí sí— posiciones más radicales. Entonces se daban la mano mi ímpetu con sus alambicadas construcciones teóricas. Me di cuenta de que podían desempeñarse como diputados, escritores, periodistas, pero sin pisar el barro de la acción concreta. Terminaron por parecerme unos buenos señores dedicados a estudiar el marxismo, como podían estudiar el arte helénico o la historia de Bizancio. En la Viena imperial y jerárquica, los marxistas se daban unos a otros el título de “Herr Doktor”. Los obreros, muchas veces, hacían una graciosa amalgama y decían: “Camarada Herr Doktor”.

No me fue posible hablar de forma sincera con ninguno de ellos. Asistí a encuentros, tomé parte en manifestaciones, escribí en sus periódicos y, de vez en cuando, pronuncié pequeños discursos. Pero las relaciones con los jefes del partido se agriaron cuando, en el año 1909, manifesté mi rechazo al chauvinismo que se había infiltrado en la socialdemocracia de Austria y Alemania. Ese orgullo nacionalista era peligroso y saboteaba la lucha por una creciente fraternidad de los pueblos. Les confié mi decepción, que no entendieron.

Asistí a una polémica formidable entre la maravillosa Rosa Luxemburgo y Karl Kautsky. Kautzky era un viejito simpático, sereno. Rosa lucía joven, bonita y vehemente. Aunque se tuteaban con aparente afecto, no era difícil percibir mucha rabia en las contestaciones de Rosa. En otra oportunidad, Rosa, Kautsky, Natasha y yo fuimos juntos a una manifestación callejera. En el camino Rosa y Karl se sacaron chispas. Él deseaba contemplar la manifestación como un espectador y Rosa quería meterse en sus entrañas. El antagonismo avanzó hacia una abierta ruptura que se produjo más adelante, cuando discutieron la forma de conseguir el sufragio universal en Prusia. Kautsky defendía su “estrategia del agotamiento” y Rosa la “estrategia de la conquista”. Esa polémica desnudó la divergencia de fondo. Kautsky predicaba una contención que Rosa consideraba idiota y funcional al régimen.

Rosa tuvo razón. Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, la elegante estrategia del agotamiento fue arrollada por la locura nacionalista de las trincheras.

3

Diferencias y desgarros

Viajé a Copenhague para asistir a otro congreso. En una estación de trasbordo me encontré por casualidad con Lenin, quien llegaba desde Francia. Teníamos que esperar una hora. Ambos estábamos ansiosos por volver a acercarnos. En un principio hablamos de manera afectuosa en torno a generalidades. Él me apreciaba y yo le tenía admiración y gratitud. Pese a nuestros desencuentros tácticos, siempre me escuchaba con interés. Ambos corríamos hacia el poder y cada uno prefería un camino distinto. Cercanos, es verdad, pero no idénticos.

Le repetí de memoria un artículo que acababa de enviar a la prensa. Ahí criticaba a mencheviques y bolcheviques por sus respectivos errores. Uno de los pasajes se refería a las expropiaciones. Las consideraba peligrosas y hasta contraproducentes. Sostenía que después de una revolución fracasada, las expropiaciones y los asaltos terroristas aumentarían la desorganización, aun del partido más sólido. Ya en el congreso de Londres se había decretado, con los votos unidos de mencheviques, polacos y una parte de los bolcheviques, la prohibición de expropiar con violencia. No era bueno, trastornaba la productividad. Y sin productividad no había progreso ni trabajo, pero sí hambre.

—¿De veras crees eso? —reprochó Lenin—. Estás equivocado. Mejor retiras tus cuartillas cuanto antes, por telégrafo, si hay tiempo.

—No hay tiempo, porque aparecerá mañana. Tampoco retiraría el artículo. Sigo pensando que las expropiaciones son un remedio peor que la enfermedad.

—Disculpa, pero eres un ingenuo —dijo.

Nos despedimos angustiados.

En el congreso Lenin quiso generar una amplia condena a mi artículo. Fueron los instantes de mayor hostilidad. Por otro lado, Lenin padecía un dolor de muelas y aparecía con una venda en la cara. Le costaba hablar, pero su postura fogoneó antipatías contra mi persona. Los mencheviques, contra quienes se dirigían los principales disparos, tampoco andaban satisfechos. Plejánov, que no me podía ver, aprovechó la oportunidad para pedir un juicio que podía terminar con mi expulsión. Pero el efecto resultó paradójico, porque el encendido debate produjo curiosidad por mis ideas, que sonaban diferentes, o más provocativas. Muchos delegados sólo conocían mis artículos de oídas. Zinoviev, pegándose a Lenin, quiso demostrar que no era necesario leer mi último artículo para darse cuenta de que era un riesgoso veneno. Pero fue leído y traducido para quienes no sabían ruso ni alemán. Adquirió más relieve del que pudo haber logrado en circunstancias normales. Por un pasillo se murmuraba que era un texto horrible y en otro que merecía mucha reflexión. Yo insistía que la ignorancia política del aldeano lo lleva a saquear al terrateniente, sin saber qué hacer luego con sus campos; y cuando a ese campesino le ponían un uniforme militar, a menudo disparaba contra los obreros. Esa mentalidad miope —agregué— contribuyó a frustrar la grandiosa revolución de 1905. Había que poner las cosas en su sitio y no caer en la trampa de la violencia.

La condena a mi trabajo y a mi persona fue rechazada. Sentí tanto alivio como si me hubiesen sacado del fondo del mar. Pero me dolió la mirada sombría del derrotado Lenin. Quise acercarme para darle un abrazo y decirle que le perdonaba todo, incluso el mal momento que me había hecho pasar. Pero no ocurrió. Nuestro vínculo se había alterado y no sabíamos qué curso iba a seguir.

De regreso en Viena asistí al lanzamiento de un nuevo periódico ruso llamado
Pravda
(Verdad), destinado al gran público obrero. Sería enviado a Rusia por circuitos ilegales, parte por la frontera de Galitzia y parte por el Mar Negro. Aunque sólo aparecía dos veces al mes, imponía un trabajo agotador. Las comunicaciones con Rusia quitaban mucho tiempo. Mi principal colaborador en
Pravda
fue Adolf Joffe, que luego habría de hacerse célebre como diplomático. De aquella época data nuestra amistad. Joffe era muy sensible y entregado por entero a la causa. Padecía una enfermedad nerviosa y se trataba con Alfred Adler, que había empezado su carrera como discípulo de Sigmund Freud. Joffe me inició en las teorías del psicoanálisis, que me fascinaron a pesar de considerarlo un terreno inseguro. Su vida tuvo un fin trágico. Serias enfermedades hereditarias le minaron la salud. No pudiendo luchar contra ellas, más adelante puso fin a su vida.

La industria rusa, pese al oprobioso régimen, crecía rápido. Ese crecimiento vino acompañado por muchas huelgas. El fusilamiento de varios trabajadores en las minas de oro tuvo una resonancia gigantesca. En 1914 la crisis ya era innegable. San Petersburgo volvió a llenarse de barricadas. El belicoso Raymond Poincaré, flamante presidente de Francia y huésped del Zar en vísperas de la guerra, pudo ser testigo y recordar las desestabilizantes protestas que habían estallado en Francia décadas atrás. Los artículos de
Pravda
le sacaron ronchas al Zar y a su corte de imbéciles.

En Viena seguíamos manteniendo nuestra vida cotidiana con modestia. Los ingresos provenían sólo de mis artículos, porque Natasha no podía competir con la miríada de pintores, dibujantes y copistas que ofrecían sus productos en palacios, palacetes y lujosas avenidas. Desovillaba su tiempo para ayudarme en el recorte de notas y estadísticas; también revisaba mis textos y subrayaba repeticiones innecesarias o porciones oscuras. También era la que hacía el camino hasta la casa de empeños para vender algunos de nuestros volúmenes en una librería y, de esa forma, mejorar los recursos.

El
Kievskaia Mysl
(El Pensamiento de Kiev) me ofreció un puesto de corresponsal en la guerra que acababa de estallar en los Balcanes. La propuesta me cayó bien porque ansiaba regresar a la aventura y desintoxicarme de las aburridas intrigas que mantenían apoltronados a los socialistas de Austria.

Como despedida, salimos a dar largos paseos por los bosques y las riberas del Danubio. A veces llevábamos a nuestros dos hijos, que retozaban como liebres. Un regalo final consistió en degustar el té con una genuina
sachertorte
en un café del centro.

4

La retaguardia y el frente

Mi tiempo en los Balcanes fue una pesadilla. La locura ya se había desatado. Antes de emprender viaje pude ver muchas paredes de Viena ensuciadas con frases que llamaban al asesinato de los serbios. Unas horas después ya era un grito que aullaban hasta los niños en la calle. Sergio, nuestro pequeño, alentado como siempre por el espíritu de la contradicción, tuvo la ocurrencia de exclamar “¡Viva Serbia!” Volvió a casa lleno de moretones y con una buena lección sobre política internacional.

Cuando ya se percibía que la guerra era inevitable y se extendería como un incendio, me dirigí al sudeste. En Belgrado desfilaban entusiastas columnas de reservistas y me convencí de que no había escape. La psicosis bélica había demolido todos los diques. Supe de algunos amigos que habían partido hacia la frontera con el arma en su espalda, obligados a matar y morir. Enteros regimientos de Infantería marchaban inconscientes hacia su propia fosa. Lucían uniformes de paño gris y kepis adornados con ramitas verdes. Me parecieron ofrendas al dios de la muerte: las ramitas verdes confirmaban su consagración a este sacrificio absurdo. Sentía dolor e impotencia. Se producirían millares de víctimas, no hacía falta ser adivino.

Desde fines de 1912 hasta casi el final de 1913 recorrí Serbia, Bulgaria, Turquía, Grecia y Rumania, cuyas poblaciones se habían enredado en una venenosa telaraña de odios sin atenuantes. Pocos sospechaban que sería la escuela más espantosa de la historia, cuyas enseñanzas darían peores frutos pocos años más tarde. Redacté crónicas antimarciales que agrietaban los embustes del nacionalismo, patológico por donde se lo mirase. La dirección del periódico tuvo la valentía de publicar mis columnas sin censuras, porque describían por igual las bestialidades cometidas por los búlgaros contra los turcos heridos o prisioneros, así como las represalias que infligían los turcos.

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