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Authors: Schätzing Frank

Límite (21 page)

BOOK: Límite
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—¿Estás segura de que todavía quieres subir a ese chisme? —preguntó él.

Ella lo examinó burlonamente.

—¿Y tú?

—Claro.

—¡Fanfarrón!

—Alguien tendrá que estar al lado de tu marido cuando empieces a arañar el revestimiento de las paredes.

—Ya veremos quién se caga en los pantalones.

—En caso de que fuera yo —dijo O'Keefe sonriendo—, no olvides tu promesa.

—¿Cuándo te he prometido yo algo?

—Antes. Querías sostenerme la manita.

—Ah, sí. —Las comisuras de los labios de Heidrun se sacudieron en una expresión divertida. Por un momento pareció reflexionar seriamente sobre el asunto—. Lo siento, Finn. ¿Sabes? Soy una mujer aburrida y chapada a la antigua. En mi película, la mujer cae del caballo y el hombre la salva de los indios. Y, por supuesto, mientras tanto chilla a más no poder.

—Qué lástima, jamás he trabajado en películas de ese corte.

—Pues habla con tu agente.

Heidrun alzó la mano en un gesto lleno de gracia, le acarició suavemente la mejilla con el dedo índice y lo dejó plantado. O'Keefe la siguió con la mirada mientras ella se dirigía hacia Walo. Entonces, una voz a sus espaldas dijo:

—Qué lamentable, Finn. Le has entrado y has fracasado.

Él se volvió y vio el rostro hermoso y arrogante de Momoka Omura. Se conocían de aquellas inevitables fiestas que O'Keefe, en realidad, evitaba como a las salas de espera en épocas de resfriado. Pero cuando asistía a alguna, se cruzaba a Momoka con tediosa regularidad, como había sucedido hacía poco, durante la celebración del ochenta y ocho cumpleaños de Jack Nicholson.

—¿No tendrías que estar rodando? —preguntó el actor.

—Todavía no he ido a parar al mercado masivo, como tú, si es que te refieres a eso. —Ella contempló sus uñas. Una sonrisa maliciosa rodeó sus comisuras—. Pero podría darte unas clases extras de flirteo.

—No, gracias —dijo O'Keefe, devolviéndole la sonrisa—. No es bueno liarse con las profesoras.

—Sólo teoría, idiota. ¿Crees en serio que te dejaría entrarme?

—¿Ah, no? —dijo, alejándose—. Pues eso me tranquiliza.

Omura echó la cabeza hacia atrás y resopló. En su condición de segunda mujer que lo dejaba plantado en un espacio de tiempo de pocos minutos, ella caminó muy oronda hacia donde estaba Locatelli, que disertaba frivolamente y a voz en cuello sobre reactores de fusión en compañía de Marc Edwards y Mimi Parker, y se le enganchó del brazo. O'Keefe se encogió de hombros y se unió a Julian, que estaba con Hanna, Rebecca Hsu, Lynn y el matrimonio Rogachov.

—Pero ¿cómo consigue llevar las cabinas hasta ahí arriba? —quiso saber la taiwanesa, que parecía un tanto pasada de rosca y dispersa—. Ese cable apenas podrá hacerlas flotar hacia lo alto.

—¿No la vi a usted antes en la presentación? —preguntó Rogachov con cierto tono irónico.

—Estamos introduciendo una nueva fragancia —dijo Hsu, como si con eso lo explicara todo.

En efecto, se había pasado medio espectáculo mirando el monitor de su ordenador de bolsillo, corrigiendo planes de marketing, mientras presentaban el principio de funcionamiento: durante el despegue, parecía como si las placas en forma de plato situadas en la popa de la cabina emitieran unos rayos luminosos de color rojo, pero en realidad era al revés. La parte inferior de esas placas estaban revestidas con células fotovoltaicas, y los rayos brotaban de enormes láseres situados en el interior de la estación. La energía generada por el disparo ponía en marcha el sistema de arranque, seis pares de ruedas comprimidas unas contra otras en cada cabina, entre las cuales se tensaba la cinta. Cuando se ponía en marcha un lado de las ruedas, la otra giraba automáticamente en dirección contraria, y el ascensor trepaba por la cinta hacia arriba.

—De ese modo, va ganando en velocidad —explicó Julian—. Y al cabo de pocos centenares de metros, alcanza...

Un pitido sonó en su chaqueta. Julian enarcó las cejas y sacó su móvil.

—¿Qué pasa?

—Disculpe la molestia, señor —dijo alguien desde la central telefónica—. Tiene una llamada.

—¿No puede esperar?

—Es Gerald Palstein, señor.

—Oh. Por supuesto. —Julian sonrió a los presentes en gesto de disculpa—. ¿Me permiten abandonarlos por un momento? Rebecca, no se aleje. Le explicaré el principio una vez más en todos sus detalles cada hora, o con más frecuencia, si eso la hace feliz.

Con paso rápido, Julian se dirigió a una pequeña habitación situada detrás del bar, metió el móvil en una consola y proyectó la transmisión sobre una pantalla mayor.

—Hola, Julian —dijo Palstein.

—Gerald. ¿Dónde estás, por el amor de Dios?

—En Anchorage. Hemos tenido que dar sepultura al proyecto de Alaska. ¿No te había hablado de ello?

El directivo de EMCO parecía derrotado. Se habían visto por última vez unas semanas antes del atentado. Por lo visto, Palstein lo llamaba desde la habitación de un hotel. A través de una ventana situada al fondo, se veían las montañas cubiertas de nieve bajo un cielo pálido y frío.

—Sí, claro —dijo Julian—. Pero eso fue antes de que te dispararan. ¿De verdad tienes que hacerte esto?

—No es para tanto —repuso Palstein con un gesto de rechazo—. Tengo un agujero en el hombro, no en la cabeza. Con eso se puede viajar, pero no precisamente a la Luna. Lamentablemente.

—¿Y cómo ha ido todo?

—Digamos que Alaska se prepara con cierta dignidad para un renacimiento del negocio de las pieles. Entre los representantes sindicales presentes, la mayoría habrían terminado con gusto lo que el francotirador de Canadá no acabó.

—¡No te hagas reproches! Nadie ha sido tan crítico con el ramo como tú, y a partir de ahora van a escucharte. ¿Les has hablado de la participación prevista?

—La noticia ya ha salido. Ése fue uno de los temas.

—¿Y? ¿Cómo la acogieron?

—Como un esfuerzo por reorientar el rumbo. En cualquier caso, es vista con buenos ojos por la mayoría.

—¡Eso está bien! En cuanto regrese, firmamos esos acuerdos.

—Otros lo toman por patrañas —dijo Palstein vacilante—. No nos hagamos ilusiones, Julian. Es extremadamente útil para nosotros que nos permitáis subir a ese barco...

—¡Es útil para
nosotros!

—Pero esto no obrará ningún milagro. Hemos estado demasiado tiempo cabalgando sobre nuestras malditas competencias centrales. Pero, bueno, lo principal es que evitemos la quiebra. Prefiero un futuro como empresa media a que el gigante se vaya ahora a la ruina. Las consecuencias serían espantosas. Yo no puedo cambiar nada en relación con la caída, pero a lo mejor puedo evitar la colisión. O por lo menos atenuarla.

—Si alguien puede conseguirlo, ése eres tú. ¡Caramba, Gerald! ¡Qué pena que no puedas estar aquí!

—La próxima vez será. Por cierto, ¿quién ha ocupado mi lugar?

—Un inversionista canadiense llamado Carl Hanna. ¿Has oído hablar de él?

—¿Hanna? —Palstein frunció el ceño—. Sinceramente...

—No pasa nada. Yo tampoco lo conocía hasta hace unos pocos meses. Es uno de esos que se han hecho ricos en silencio.

—¿Está interesado en la navegación espacial?

—¡Eso es precisamente lo que lo hace tan interesante! A él no hay que despertarle el gusto por el tema. Quiere invertir como sea en la astronáutica. Por desgracia, pasó su juventud en Nueva Delhi y, debido a esa vieja alianza, siente la responsabilidad de subvencionar el programa lunar de la India. —Julian sonrió—. De modo que tendré que gastar algunas energías para convertir a ese joven misionero.

—¿Y el resto de la banda?

—Oh, en el caso de Locatelli estoy seguro de que participará con una suma de ocho cifras. Ya su delirio de grandezas le recomienda erigirse un monumento en el espacio, además, nuestras instalaciones están equipadas con sus sistemas. Su participación sólo sería una consecuencia lógica. Los Donoghue y Marc Edwards me han prometido bajo cuerda algunas grandes sumas; en estos casos sólo se trata de los ceros detrás de la cifra. Un tipo interesante es Walo Ögi, un suizo. Lynn y yo conocimos a su mujer hace dos años en Zermatt, y ella me fotografió en varias poses. También tenemos a Eva Borelius a bordo, tal vez la conozcas, es una científica alemana, del ramo de las investigaciones con células madre...

—¿No será que has copiado la lista de la revista
Forbes?

—No fue del todo así. La empresa de Borelius, Parma, me fue recomendada por nuestro departamento estratégico, y lo mismo pasa con Bernard Tautou, el zar del agua en el canal de Suez. Otro al que puedes pillar por su ego. O Mukesh Nair...

—Vaya, Mister Tomato —dijo Palstein enarcando las cejas en señal de reconocimiento.

—Sí, un tipo majo. No tiene ningún interés en la astronáutica, así que sirve de poco que sea tan rico; deberíamos poner en juego otros criterios. Por ejemplo, el de pretender garantizarle a la humanidad un futuro más digno de ser vivido. En eso están de acuerdo incluso todos los aguafiestas de la navegación espacial: Nair con la alimentación, Tautou con el agua, Borelius con los medicamentos, y yo con la energía. Eso nos une, y ellos ya están dentro. A todo esto se añaden algunas fortunas privadas como las de Finn O'Keefe, Evelyn Chambers y Miranda Winter...

—¿Miranda Winter? ¡Madre mía!

—¿Qué? ¿Por qué no? Ella, en su simpleza, no sabe qué hacer con todo su dinero, y yo la invito a que lo averigüe. Créeme, la combinación es perfecta. Tipos como O'Keefe, Chambers y Winter relajan a los presentes de buena manera, el asunto se vuelve sexy con ellos, ¡y al final los tendré a todos! Rebecca Hsu, con sus marcas de lujo, tiene poco que ver con la energía, pero en cambio la alucina el tema del turismo espacial, casi como si la idea fuese suya. Está totalmente obsesionada con la idea de que en el futuro podrá beberse Moët & Chandon también en la Luna. ¿Has echado un vistazo a su cartera? Kenzo, Dior, Louis Vuitton, L'Oréal, Dolce & Gabbana, Lacroix, Hennessy..., por no hablar de sus propias marcas, Boom Bang y todas ésas. Entre nosotros encontrará un mercado de prestigio como no lo hallará en ningún otro lugar. Sólo a través de los contratos publicitarios que cerraré con ella, sale rentable la mitad del OSS Grand.

—¿Y no has invitado también a esos rusos? ¿Los Rogachov?

Julian sonrió.

—Ése será un desafío muy personal. Si consigo que él meta sus miles de millones en mis proyectos, me pondré a dar volteretas en la ingravidez.

—Moscú no se lo permitirá.

—¡Te equivocas! Lo estimularán a que lo haga mientras crean que conmigo podrán entrar en el negocio.

—Algo que sólo ocurrirá si tú les construyes un ascensor espacial. Hasta entonces, para Rogachov será como ver fluir su dinero, a través de ti, hacia la aeronáutica estadounidense.

—Tonterías. Le parecerá que su dinero está fluyendo hacia un negocio muy lucrativo, ¡y ése será exactamente el caso! ¡Yo no soy Estados Unidos, Gerald!

—Lo sé, pero Rogachov, en cambio...

—Él también lo sabe. ¡Alguien como él no es en absoluto tonto! Ninguna nación del mundo está actualmente en condiciones de realizar vuelos espaciales serios basándose en los presupuestos estatales. ¿Crees realmente que esa jovial comunidad de naciones que antes daba sus retoques en íntima concordia a la ISS se inspiraba en un fervor por lo multicultural? ¡Una mierda! Nadie tenía el dinero para hacerlo por sí solo. Era el único camino para poder lanzar algo hacia allá arriba sin que E. T. se partiera de la risa. Pero para ello tuvieron que tirar de la misma cuerda, mostrarse mutuamente las cartas, con el resultado de que apenas se pudo echar a andar nada. Carecían de todo, cualquier porquería era presupuestada, no únicamente la navegación espacial. Sólo los empresarios privados consiguieron cambiar ese estado de cosas, desde que Burt Rutan, en el año 2004, consiguió hacer el primer vuelo suborbital privado con SpaceShipOne. ¿Y quién lo financió entonces? ¿Fueron acaso los Estados Unidos de América? ¿La NASA?

—Lo sé —suspiró Palstein—. Fue Paul Alien.

—¡Justamente! Paul Alien, cofundador de Microsoft. Los empresarios privados le mostraron a la política cómo se trabaja de un modo más rápido y eficiente. Como vosotros, cuando el ramo todavía representaba algo. Vosotros habéis creado presidentes y derrocado gobiernos. Ahora son gente como yo los que pagan a ese montón de arruinados estatales, dudosos y nacionalistas. Tenemos más dinero, buen
know-how,
tenemos el mejor personal, un clima más creativo. Sin Orley Enterprises no habría ascensor espacial ni turismo a la Luna, la investigación sobre reactores no habría llegado tan lejos, nada habría llegado tan lejos. La NASA, con sus escasos fondos, seguiría responsabilizando de cada pedo que se le escapa a cualquier comisión de control incompetente. ¡Nosotros, en cambio, no nos dejamos controlar por ningún gobierno del mundo! ¿Y por qué? Porque no estamos comprometidos con ningún gobierno. Créeme, Rogachov también está receptivo
para eso.

—No obstante, no deberías ponerle en la mano de inmediato el manual de instrucciones de la OSS. Podría ocurrírsele la idea de copiarlo.

Julian rió, divertido. Pero luego, de repente, se puso serio.

—¿Hay alguna novedad en relación con el atentado?

—No realmente —dijo Palstein, negando con la cabeza—. Ahora ya están en cierto modo seguros de dónde salió el disparo, pero eso tampoco les sirve de mucha ayuda. A fin de cuentas era un acto público. Había una cantidad enorme de personas.

—Todavía me resulta un enigma quién podría tener interés en matarte. A vuestro ramo se le ha acabado el aliento. Eso nadie podrá cambiarlo asesinando a los ejecutivos de las petroleras.

—Los seres humanos no piensan de modo racional —sonrió Palstein—. De lo contrario te habrían matado a ti. Tú has hecho posible la transportación del helio 3 a gran escala. Tu ascensor se ha llevado a mi ramo económico al sótano.

—A mí podrían asesinarme miles de veces, pero el mundo, a pesar de eso, se adaptaría y usaría el helio 3.

—Exacto. Esos actos no suceden por cálculo, sino por desesperación. Por puro odio.

—No lo entiendo. El odio jamás ha servido para mejorar nada.

—Pero se ha cobrado hasta hoy la mayoría de las víctimas.

—Hum, eso sí. —Julian guardó silencio y se frotó el mentón—. No soy una persona proclive al odio. Es un sentimiento que me resulta ajeno. ¡Puedo enfurecerme! Desear ver a alguien en el infierno y mandarlo allí directamente, pero sólo cuando tiene algún sentido. El odio es algo completamente sin sentido.

BOOK: Límite
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