Authors: Schätzing Frank
—Gracias, sir Isaac —dijo Julian en tono conciliador—. De eso se trata exactamente. Si observamos la Tierra como un todo, un cohete, en comparación con ella, no nos parece esencialmente más imponente que una manzana, aun cuando éstos, por supuesto, sean más grandes que la fruta. En otras palabras: se requiere un enorme gasto de energía sólo para hacerlos arrancar. Luego se necesita una energía adicional para contrarrestar la segunda fuerza que lo frenaría en su ascenso, es decir, nuestra atmósfera.
Rocky Rocket, agotado por el esfuerzo de alcanzar a su amante celestial, se acercó a un enorme cilindro con el cartel de «Combustible» y lo vació; a raíz de ello, se hinchó hasta deformarse y los ojos se le salieron de las órbitas. Ahora por fin estaba en condiciones de crear una ignición tan potente que despegó, se fue volviendo más pequeño y no se lo vio más.
Julian presentó un cálculo.
—Si dejamos de lado el hecho de que sólo el tamaño del tanque de combustible necesario para naves espaciales interestelares se convierte en un problema a partir de cierto momento, cada despegue que tuvo lugar en el siglo XX costó una fortuna. La energía es cara. De hecho, el gasto energético para acelerar un solo kilogramo, llevarlo hasta la velocidad de fuga y que consiga eludir la fuerza de gravedad de la Tierra oscilaba como media en unos cincuenta mil dólares estadounidenses. ¡Un solo kilogramo! ¡El cohete entero del
Apolo 11,
con el tanque lleno y los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins a bordo, pesaba casi tres mil toneladas! Cualquier cosa que añadieran o llevaran consigo contribuía a disparar los costes a cifras astronómicas. Asegurar de manera suficiente las naves espaciales contra los meteoritos, la basura espacial y las radiaciones cósmicas tuvo que parecer algo ilusorio. ¿Cómo trasladar hasta allí arriba el blindaje, si sólo un trago de agua potable, cualquier centímetro destinado a dar movilidad a las piernas podía estropear el equilibrio? Sí, está bien, compartir durante un par de días una lata de sardinas, pero ¿quién quería viajar hasta Marte en tales condiciones? El hecho de que cada vez más personas pusieran en duda el sentido de la ruinosa empresa, mientras que la mayoría de la población mundial vivía con menos de un dólar al día, era una complicación adicional. Partiendo de todas esas consideraciones, algunos planes como los de la colonización de la Luna y su aprovechamiento económico, así como los vuelos a otros planetas, se estrellaban contra la realidad. —Julian hizo una pausa—. ¡Sin embargo, la solución estuvo todo el tiempo delante de nosotros, encima de la mesa! En forma de un ensayo escrito por un físico ruso llamado Konstantin Ziolkovski en 1895, sesenta y dos años antes del lanzamiento del
Sputnik 1.
Un anciano con pelos de telaraña, barbita deshilachada y gafas niqueladas entró al escenario virtual con la gracia de un cosaco resucitado. Mientras hablaba, empezó a crecer sobre el planeta Tierra una estrafalaria estructura de barrotes.
—Pensé en una torre —les dijo Ziolkovski a los oyentes con manos temblorosas—. Semejante a la torre Eiffel, sólo que mucho más alta. Debía llegar hasta el espacio, sería la caja de un ascensor colosal de cuyo extremo superior colgaba un cable que llegaría hasta la Tierra. Con un dispositivo así, según me parecía, tendría que ser posible trasladar objetos a una órbita terrestre estable sin necesidad de echar mano de esos cohetes ruidosos, pestilentes, poco prácticos y muy costosos. Durante el ascenso, esos objetos, a medida que la gravedad de la Tierra fuera disminuyendo, serían acelerados de manera tangencial, hasta que su energía y su velocidad fueran suficientes para mantenerse de forma duradera en su objetivo, situado a 35.786 kilómetros de altura.
—Una idea estupenda —exclamó Rocky Rocket, ya de vuelta de su viaje de placer lunar, y le dio la vuelta a la torre a medio hacer, que, sin previo aviso, se desplomó.
Ziolkovski tembló, palideció y regresó donde sus antepasados.
—Sí —dijo Julian, encogiéndose de hombros en un gesto compungido—. Ése era precisamente el punto débil del plan de Ziolkovski. Ningún material en el mundo parecía lo suficientemente estable para una obra constructiva de esa magnitud. La torre se hundiría inexorablemente bajo su propio peso, o la harían desmoronarse las fuerzas que incidían sobre ella. La idea únicamente volvió a ganar popularidad en la década de 1950, sólo que en este caso sólo se pensó en lanzar un satélite a una órbita geoestacionaria y luego, desde allí, bajar un cable hasta la Tierra.
—Ejem... Disculpe —dijo Rocky Rocket, carraspeando.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Me resulta embarazoso, jefe, pero... —El pequeño cohete se ruborizó y movió tímidamente sus cortas aletas—. ¿Qué significa exactamente «geoestacionaria»?
Julian rió.
—No hay ningún problema, Rocky. Sir Isaac, una manzana, por favor.
—Ya sé —dijo Newton, y lanzó una segunda manzana al aire.
Esta vez la fruta subió bien alto, sin hacer ademán alguno de caer al suelo de nuevo.
—Si imaginamos que no existen la Tierra ni otros cuerpos similares, la fuerza de gravedad deja de incidir sobre la manzana. Según el impulso que acelera su masa, con la ayuda de la musculatura de nuestro estimado sir Isaac Newton, la manzana volará y volará sin detenerse nunca. A ese efecto lo conocemos con el nombre de fuerza centrífuga o fuerza de fuga. Pero si añadimos de nuevo la Tierra, entra otra vez en juego la gravitación o fuerza de gravedad, la cual, en cierto modo, actúa contra la fuerza de fuga. Si la manzana se ha alejado lo suficiente de la Tierra, su campo gravitacional se habrá debilitado también lo suficiente como para poder capturarla de nuevo, y entonces la manzana desaparecerá en el espacio. Si está demasiado cerca, la fuerza de gravedad la atraerá de nuevo hacia aquí. La órbita geoestacionaria, conocida por su abreviatura GEO, está allí donde la fuerza de atracción terrestre y la fuerza centrífuga se equilibran mutuamente con exactitud, es decir, a 35.786 kilómetros de altura. La manzana no puede escapar de allí ni puede regresar abajo. Más bien se mantendrá por los tiempos de los tiempos en GEO, mientras orbite alrededor de la Tierra de forma sincrónica a la velocidad de su rotación, por lo que un objeto geoestacionario siempre parece estar sobre el mismo punto.
Entonces la Tierra giró delante de los ojos de todos. La manzana de Newton pareció quedarse fija por encima del ecuador, sobre una isla del Pacífico. Por supuesto que no estaba inmóvil, más bien daba la vuelta al planeta con una velocidad de 11.070 kilómetros por hora, mientras que la Tierra giraba por debajo de él a 1.674 kilómetros por hora, medidos a partir del ecuador. El efecto era desconcertante. Del mismo modo que la válvula del neumático de una bicicleta siempre estaba en el mismo punto de la rueda cuando ésta giraba, el satélite permanecía sobre la isla como si lo hubieran clavado allí.
—Por ello, la órbita geoestacionaria se presta de manera ideal para ser usada en un ascensor espacial. En primer lugar, para erigir una especie de planta alta en situación estable, en segundo lugar, sobre la base de la posición fija de esa planta alta. Después de que se determinó, por tanto, que sólo había que dejar caer desde allí arriba un cable de 35.786 kilómetros de longitud y anclarlo luego al suelo, se planteó la cuestión sobre las cargas que tendría que soportar un cable de esa índole. La mayor tensión surgiría en el centro de gravedad, es decir, en la propia GEO, por lo que se requería un cable que fuera incrementando su grosor o su solidez de abajo hacia arriba.
De inmediato, un cable de esa índole se tensó entre la isla y el satélite en el que, de repente, se había transformado la manzana. Se vieron entonces pequeñas cabinas que subían y bajaban.
—En relación con esto, surgió una nueva reflexión. ¿Por qué no prolongar el cable más allá del centro de gravedad? Recordemos: en la órbita geoestacionaria, la fuerza de gravedad y la fuerza centrífuga se equilibran de manera recíproca. Más allá de ese punto, la relación de ambas fuerzas se desplaza en favor de la fuerza de fuga. Un vehículo que suba por el cable desde la Tierra sólo tendría que gastar para ello una ínfima fracción de la energía que necesitaría para catapultarse a las alturas si se impulsase por medio de una ignición. A mayor altura, la influencia de la fuerza de gravedad disminuye en favor de la fuerza de fuga, con lo que necesitará emplear cada vez menos energía, hasta que, ya en la órbita geoestacionaria, apenas necesitará ninguna. Si nos imaginamos ahora una prolongación del cable hasta una altura de 143.800 kilómetros, el vehículo podría seguir volando más allá de la órbita geoestacionaria, iría ganando cada vez más en aceleración, ¡e incluso en energía! ¡Un trampolín perfecto para viajes interestelares, ya fuera a Marte o a cualquier otro lugar!
Ahora las cabinas transportaban a la órbita piezas de construcción que se iban uniendo para formar una estación espacial. Rocky Rocket cargaba las cabinas y sudaba copiosamente.
—De un modo u otro, las ventajas de un ascensor espacial saltaban claramente a la vista. Para trasladar un kilo de carga útil a una altura de casi treinta y seis mil kilómetros, ya no era necesario gastar más de cincuenta mil dólares, sino sólo doscientos, y además, el ascensor podía usarse los trescientos sesenta y cinco días del año las veinticuatro horas del día. De repente parecía poco problemático construir estaciones espaciales gigantescas y suficientes naves blindadas. La colonización del espacio se ponía a tiro de piedra, lo que dio ocasión al autor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke para escribir su novela
Fuentes del paraíso,
en la que describe la construcción de tales ascensores espaciales.
—Pero ¿por qué es preciso construir ese chisme justamente en el ecuador? —dijo Rocky Rocket, jadeando, al tiempo que se enjugaba el sudor de la punta del cohete—. ¿Por qué no en el polo norte, o en el polo sur, donde se está bien fresquito? ¿Y por qué en medio del maldito océano y no, por ejemplo, en... —los ojos de Rocky centellearon, dio unos pasitos de baile y chasqueó los dedos— Las Vegas?
—No estoy muy seguro de que desees arrancar hacia las estrellas desde el sitio donde viven los pingüinos —respondió Julian con escepticismo—. Pero, de todos modos, tampoco sería posible. Sólo en el ecuador puedes sacar provecho de la rotación de la Tierra a fin de alcanzar un máximo de fuerza centrífuga. Únicamente allí son posibles los objetos geoestacionarios. —Julian reflexionó y, a continuación, dijo—: Presta atención, voy a explicártelo. Imagínate que eres un lanzador de martillo.
Al pequeño cohete pareció gustarle la idea. Se dio unos golpes en el pecho y tensó los músculos.
—¿Dónde está ese martillo? —chilló—. ¡Traédmelo!
—Hace mucho que ya no se usa un martillo propiamente dicho, cabeza de chorlito, sólo se le llama así. Hoy en día, el martillo del atletismo es una bola de metal unida a un cable de acero. —Julian hizo aparecer el aparato de la nada, como por arte de magia, y, con firmeza, le puso a Rocky la empuñadura del martillo entre las manos—. Ahora tendrías que girar sobre tu propio eje con los brazos extendidos.
—¿Para qué?
—Para darle aceleración al martillo. Hazlo girar.
—Cómo pesa este bicho —jadeó Rocky, y tiró del cable de metal.
Entonces empezó a dar vueltas sobre sí mismo, cada vez más y más de prisa. El cable se tensó, la bola se separó del suelo y se puso en posición horizontal.
—¿Puedo lanzarlo ya? —preguntó Rocky jadeando.
—Dentro de un momentito. Sólo tienes que imaginarte que no eres Rocky, sino el planeta Tierra. Tu cabeza es el polo norte, tus pies son el polo sur. En medio de ellos discurre el eje alrededor del cual estás girando. ¿Qué sería, por tanto, el centro de tu cuerpo?
—¡Uf! ¿Cómo? ¿Qué? El ecuador, por supuesto.
—¡Bravo!
—Bueno, ¿puedo lanzarlo ahora?
—Espera. Desde el centro de tu cuerpo, es decir, desde el ecuador, el martillo parte en vuelo hacia el exterior, tensado por la fuerza centrífuga, y del mismo modo se tensa el cable del elevador espacial.
—Entiendo. ¿Puedo ahora?
—¡Un momento! Tus manos, en cierta manera, serían nuestra isla del Pacífico, la bola de metal es el satélite o la estación espacial en órbita geoestacionaria. ¿Está claro?
—Muy claro.
—Bien. Pues ahora alza los brazos. —¿Eh?
—Sólo eso: alza los brazos. Sigue girando pero levanta los brazos por encima de tu cabeza.
Rocky siguió las instrucciones. El cable de acero empezó a perder tensión y la bola cayó y se estampó contra el pequeño cohete. Rocky puso los ojos en blanco, se tambaleó y fue a parar al suelo.
—¿Crees que has entendido ahora el principio? —preguntó Julian en tono compasivo.
En silencio, el cohete empezó a agitar una bandera blanca.
—En ese caso, ha quedado aclarado. Prácticamente cualquier punto de la línea ecuatorial es apropiado para la instalación de un ascensor espacial, pero hay que tener en cuenta algunos factores. La estación base, la planta baja, por así decirlo, debería estar en una región en la que no abunden las tormentas, ni los vientos fuertes ni las descargas eléctricas, una región en la que no haya mucho tráfico aéreo y en la que el cielo, normalmente, permanezca despejado. Esos sitios los encontramos sobre todo en el océano Pacífico. Uno de ellos está situado a quinientos cincuenta kilómetros al oeste de Ecuador, y es el lugar en el que ahora nos encontramos: ¡la Isla de las Estrellas!
De pronto, Julian apareció en la terraza del hotel Stellar Island. A lo lejos podían verse la plataforma flotante y los dos cables que se extendían desde el interior de la estación espacial hasta el azul infinito.
—Como ven, no hemos construido un solo ascensor, sino dos. Hay dos cables tensados paralelamente hacia la órbita. Sin embargo, hasta hace pocos años parecía dudoso que algún día pudiéramos disfrutar de esto que ahora vemos. Sin la labor de investigación de Orley Enterprises habríamos tenido que esperar todavía varias décadas para hallar una solución, y nada de lo que ustedes ven aquí —dijo Julian abriendo los brazos— existiría.
La ilusión desapareció. Julian empezó a flotar en medio de una negrura bíblica.
—El problema era encontrar un material con el que se pudiera entretejer un cable de 35.786 kilómetros de largo. Éste debía ser ultraligero y, al mismo tiempo, extremadamente estable. El acero estaba descartado. Sólo debido a su propio peso, aun el cable de acero más resistente se partiría al cabo de treinta o cuarenta kilómetros. Se tomaron en consideración todo tipo de fibras sintéticas, pero también fueron descartadas. Se soñó con la seda que producen las arañas, ya que ésta, en cualquier caso, es cuatro veces más resistente que el propio acero, pero tampoco eso le habría conferido al cable la resistencia de extensión necesaria, por no hablar de la cantidad de arañas que se necesitan para tejer un cable de 35.786 kilómetros. ¡Era frustrante! La estación base, la estación espacial, las cabinas, todo ello parecía factible. Sólo en el caso del cable el concepto parecía fracasar, hasta que, a principios del milenio, se conoció un material nuevo y revolucionario: los nanotubos de carbono.