Libros de Sangre Vol. 4 (36 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—Ya lo sé. En casa de Bernstein he podido ver una muestra.

—¿Qué vio?

—Algo y nada —repuso Harry—. Un tigre. Al menos eso creí. Pero la cuestión es que no era un tigre.

—La parafernalia de siempre —contestó Valentín.

—Algo más acompañaba a Butterfield. Algo que despedía luz: no logré ver qué era.

—El Castrato —murmuró Valentín para sí, visiblemente turbado—. Hemos de tener cuidado.

Se puso de pie; el movimiento le hizo dar un respingo y sugirió:

—Harry, creo que deberíamos emprender la marcha.

—¿Me pagará o lo hago por amor al arte? —preguntó Harry.

—Lo hará por lo que ocurrió en la calle Wyckoff —repuso con voz muy queda—. Porque el Abismo le arrebató a Mimi Lomax, y porque no quiere perder a Swann. Es decir, si no lo ha perdido ya.

En la avenida Madison tomaron un taxi y regresaron al centro, hacia la calle Sesenta y Uno, sin decirse palabra. Harry tenía medio centenar de preguntas para formularle a Valentín. ¿Quién era Butterfield? Eso por un lado. Y, ¿qué crimen había cometido Swann para que lo persiguieran hasta la muerte y más allá aún? Cuántos enigmas. Valentín parecía enfermo y en malas condiciones para contestar preguntas. Además, Harry presentía que cuanto más supiera, menos entusiasmo sentiría por el viaje que acababan de emprender.

—Tal vez tengamos una ventaja —dijo Valentín cuando se acercaban a la calle Sesenta y Uno—. No esperan este ataque frontal. Butterfield supone que he muerto, y probablemente crea que está usted ocultándose, presa de un pánico mortal.

—Estoy pensando en ello.

—No está en peligro, al menos no del modo en que lo está Swann —le indicó Valentín—. Aunque lo descuartizaran, eso no sería nada comparado con los tormentos que le tienen preparados al mago.

—Ilusionista —le corrigió Harry.

Pero Valentín negó con la cabeza.

—Era un mago y siempre lo será.

El taxista los interrumpió antes de que Harry lograra repetir lo que dijera Dorothea al respecto.

—¿A qué número iban ustedes? —preguntó.

—Déjenos aquí, a la derecha —le indicó Valentín—. Y espérenos, ¿entendido?

—Entendido.

—Déle cincuenta dólares —le ordenó Valentín a Harry.

—¿Cincuenta?

— ¿Quiere que espere o no?

Harry contó cuatro billetes de diez y diez de uno y los fue poniendo en la mano del taxista.

—Será mejor que mantenga el motor en marcha —le sugirió.

—Lo que usted mande —sonrió el taxista.

Harry se reunió con Valentín en la acera y cubrieron la distancia que los separaba de la casa. A pesar de la hora, había mucho ruido en la calle: la fiesta cuyos preparativos había presenciado Harry hacía cuatro horas estaba ahora en su punto álgido. Pero en la residencia de los Swann no había señales de vida.

Tal vez no nos esperan, pensó Harry. Sin duda, ese asalto frontal era prácticamente la táctica más arriesgada que pudiera imaginarse, y como tal cogería al enemigo desprevenido. Pero ¿alguna vez estaban desprevenidas semejantes fuerzas? ¿Acaso en sus agusanadas vidas había un minuto en el que se les cayeran los párpados y el sueño los amansara por un momento? No. Por experiencia, Harry sabía que sólo el bien necesitaba dormir; la iniquidad y sus practicantes permanecían vigilantes en todo afanoso momento, para tramar nuevas felonías.

—¿Cómo entramos? —preguntó cuando estuvieron delante de la casa.

—Tengo la llave —repuso Valentín, y se dirigió a la puerta.

Ya no podía echarse atrás. Giró la llave en la cerradura, la puerta se abrió, y abandonaron la relativa seguridad de la calle. Una vez dentro, la casa estaba tan oscura como había aparecido por fuera. En ninguno de los pisos había sonidos de presencias humanas. ¿Acaso era posible que las defensas que Swann había levantado alrededor de su cadáver hubieran repelido a Butterfield, y que él y sus secuaces se hubieran retirado? Valentín desbarató su desencaminado optimismo casi de inmediato; sujetó a Harry por el brazo e, inclinándose hacia él, le susurró:

—Están aquí.

No era momento de preguntarle cómo lo sabía, y mentalmente Harry se limitó a tomar nota del asunto para interrogarlo cuando salieran, o más bien si salían de la casa con las lenguas intactas dentro de la boca.

Valentín se encontraba ya al pie de la escalera. Los ojos de Harry procuraban acostumbrarse al vestigio de la luz que reptaba desde la calle hacia el interior. Cruzó el vestíbulo y fue tras él. El otro hombre se movía confiadamente en la oscuridad; Harry se alegró. Si Valentín no le hubiera tirado de la manga y no lo hubiera guiado hasta el descansillo. con toda probabilidad se habría lastimado.

A pesar de lo manifestado por Valentín, en el piso de arriba no había más sonidos ni señales de presencia alguna que las que habían observado abajo, y al avanzar hacia el dormitorio principal, donde yacía Swann. un diente cariado que Harry tenía en la mandíbula inferior, y que últimamente había estado tranquilo, comenzó a dolerle; además, tenía el vientre lleno de gases. La ansiedad era martirizante. Sentía unas ganas incontenibles de gritar y de obligar al enemigo a mostrar su mano, si es que tenía manos para mostrar.

Valentín había llegado a la puerta. Volvió la cabeza en dirección a Harry, y a pesar de la oscuridad resultaba evidente que el miedo había hecho presa de él. Le brillaba la piel, olía a sudor reciente.

Señaló hacia la puerta. Harry asintió. Estaba tan preparado como podía estarlo en esas circunstancias. Valentín aferró el picaporte. El ruido de la cerradura fue ensordecedor, pero no produjo respuesta en ningún rincón de la casa. La puerta se abrió de par en par, y les salió al encuentro el pesado aroma de las flores. Habían comenzado a marchitarse en el exagerado calor de la casa; debajo del perfume había un cierto hedor. Más acogedora que el perfume fue la luz. Las cortinas del dormitorio no estaban del todo corridas y las farolas silueteaban el interior: las flores apiñadas como nubes alrededor del féretro, la silla donde Harry se había sentado, la botella de Calvados junto a ella, el espejo encima de la chimenea, que mostraba al cuarto su secreta personalidad.

Valentín se dirigía ya hacia el féretro y Harry lo oyó suspirar al posar los ojos en su antiguo amo. No perdió tiempo; de inmediato levantó la parte inferior de la tapa. Pero no logró hacerlo con un solo brazo, y Harry tuvo que prestarle ayuda, impaciente por acabar con el trabajo y marcharse. Al tocar la madera maciza del féretro, la pesadilla volvió con toda su sobrecogedora fuerza: el Abismo que se abría bajo sus pies, el ilusionista que se incorporaba de su lecho cual durmiente al que despertaran en contra de su voluntad. Pero no se produjo de nuevo el espectáculo. En realidad, si el cadáver hubiera gozado de una pizca de vida, les habría facilitado la tarea. Swann era un hombre corpulento y su cuerpo inerte no cooperó en nada. El simple acto de sacarlo del féretro requirió todo su aliento y atención. Finalmente lo lograron, aunque el cadáver respondió de mala gana y sus miembros quedaron colgando.

—Y ahora bajemos —dijo Valentín.

Cuando se dirigieron a la puerta, en la calle se encendió una cosa, o al menos eso pareció, porque de repente el interior se iluminó. La luz no fue benévola con la carga. Reveló la crudeza de los cosméticos aplicados al rostro de Swann, y la floreciente putrefacción subyacente. Harry gozó de un instante para apreciar esas bienaventuranzas; luego, la luz cobró mayor brillo y notó que no estaba fuera, sino dentro.

Miro a Valentín y le entró la desesperación. La luminosidad fue menos caritativa con el sirviente que con su amo; fue como si le arrancara la carne del rostro. Harry apenas logró captar un atisbo de lo que dejaba entrever —los hechos no tardaron en reclamar su atención—, pero vio lo suficiente como para deducir que si Valentín no hubiera sido su cómplice en la aventura, habría huido de él.

—¡Sáquelo de aquí! —aulló Valentín.

Soltó la piernas de Swann y dejó que Harry se encargara del cadáver. Pero éste se mostró recalcitrante. Blasfemando, Harry apenas había logrado dar dos pasos hacia la salida cuando los hechos tomaron un giro cataclísmico.

Oyó a Valentín soltar un juramento y, al levantar la vista, notó que el espejo había abandonado todo intento de reflejo, y que algo surgía de sus líquidas profundidades, trayendo consigo la luz.

—¿Qué es? —balbució Harry.

—El Castrato —repuso Valentín —. ¿Quiere irse?

No hubo tiempo de obedecer la orden aterrada de Valentín antes de que la cosa oculta rompiera el plano del espejo e invadiera la habitación. Harry se había equivocado. No llevaba la luz consigo, en sus desplazamientos: era la luz. O más bien, el holocausto ardiente de sus vísceras, cuyo fulgor escapaba como podía por el cuerpo de la criatura. Había sido humano; un hombre como una montaña, con el vientre y los pechos de una Venus neolítica. Pero el fuego de su cuerpo la había distorsionado lo indecible, saltando por las palmas de sus manos, por el ombligo quemándole la boca y las fosas nasales para formar un solo agujero sinuoso. Tal como indicaba su nombre, no había tenido sexo; de ese agujero también surgía la luz. Bajo aquella luz, la putrefacción de las flores se aceleró. Los capullos se marchitaron y murieron. En instantes, el cuarto se llenó del hedor de la sustancia vegetal podrida.

Harry oyó que Valentín lo llamaba a gritos una y otra vez. Sólo entonces recordó el cadáver que tenía entre los brazos. Con esfuerzo, apartó la vista del Castrato flotante y avanzó con Swann medio metro más. La puerta se encontraba a sus espaldas; estaba abierta. Arrastró su carga hasta el rellano, al tiempo que el Castrato pateaba el féretro. Oyó el tumulto y luego los gritos de Valentín. Siguió una terrible agitación y la voz estridente del Castrato que hablaba a través del agujero de la cara.

—Muere y sé feliz —dijo.

Una lluvia de muebles cayó sobre la pared con una fuerza tal que las sillas se clavaron en el yeso. No obstante, Valentín había logrado salir ileso del ataque, o eso parecía, porque un instante después, Harry oyó chillar al Castrato. Fue un sonido pasmoso: despreciable y repugnante. Se habría tapado los oídos de no haber tenido las manos ocupadas.

Había logrado llegar casi hasta el principio de la escalera. Arrastró a Swann unos cuantos escalones y depositó el cuerpo en el suelo. La luz del Castrato no se había apagado; a pesar de sus quejas, continuaba oscilando sobre la pared del dormitorio como en una tormenta de verano. Por tercera vez esa noche —la primera en la calle Ochenta y Tres y la segunda en la escalera de la casa de Bernstein —, Harry titubeó. Si regresaba a ayudar a Valentín vería cosas peores que las presenciadas en la calle Wyckoff. Pero no podía echarse atrás. Sin Valentín estaba perdido. A toda carrera volvió al rellano y abrió la puerta de par en par. El ambiente era pesado, las lámparas oscilaban. En el centro del cuarto flotaba el Castrato, desafiando las leyes de la gravedad. Tenía a Valentín agarrado por los pelos. La otra mano estaba dispuesta —el dedo índice y el medio abiertos como un par de cuernos— para arrancarle los ojos a su prisionero.

Harry sacó la 38 del bolsillo, apuntó y disparó. Siempre había sido mal tirador cuando le daban tiempo para apuntar, pero
in extremis
, cuando el instinto gobernaba el pensamiento racional, no era tan malo. Aquélla fue una de esas ocasiones. La bala se alojó en el cuello del Castrato y abrió otra herida. Más por efecto de la sorpresa que por el dolor, soltó a Valentín. Por el agujero del cuello se coló la luz, y la bestia se llevó la mano a la herida.

Valentín se puso rápidamente en pie.

—Otra vez —le gritó a Harry—. ¡Dispare otra vez!

Harry obedeció. La segunda bala perforó el pecho de la criatura; la tercera, el estómago. Esta última herida fue particularmente traumática; el tejido distendido, pronto a estallar, se rompió, y el haz de luz que manó de la herida se convirtió velozmente en un torrente cuando el abdomen se partió en dos.

El Castrato volvió a aullar, esta vez presa del pánico, y perdió el control de su vuelo. Se elevó hacia el techo dando vueltas como un globo pinchado; sus manos regordetas intentaban desesperadamente contener el motín producido en su sustancia. Pero había alcanzado la masa crítica, ya no había manera de arreglar el daño producido. Comenzó a despedir trozos de carne. Valentín, demasiado sorprendido o fascinado, se quedó mirando hacia arriba, mientras la criatura se desintegraba lanzando una lluvia de carne cocida. Harry lo agarró y tiró de él hacia la puerta.

Finalmente, el Castrato hizo honor a su nombre y lanzó una nota que les perforó los tímpanos. Harry no esperó a comprobar su muerte, sino que cerró de un portazo el dormitorio, justo en el instante en que la voz alcanzaba un tono espantoso y las ventanas se hacían añicos.

—¿Sabe lo que hemos hecho? —inquirió Valentín con la mueca de una sonrisa.

—Da igual. Salgamos de este jodido lugar.

Al ver el cuerpo de Swann en lo alto de la escalera, Valentín recuperó la disciplina. Harry le ordenó que lo ayudara, y lo hizo con toda la eficacia que su azoramiento le permitió. Al llegar a la puerta principal, desde arriba les llegó el último grito, cuando el Castrato se desintegró. Y luego, el silencio.

El alboroto no había pasado inadvertido. De la casa de enfrente salieron algunos jaraneros, y en la acera se había reunido una multitud de peatones noctámbulos.

—¡Vaya fiestecita! —exclamó uno de ellos al tiempo que el trío abandonaba la casa.

Harry esperaba que el taxi los hubiera abandonado, pero no había contado con la curiosidad del taxista. El hombre había bajado del coche y miraba hacia la ventana del primer piso.

—¿Necesita ir al hospital? —inquirió mientras colocaban a Swann en el asiento posterior del vehículo.

—No —repuso Harry—. No puede estar peor que ahora.

—¿Quiere ponerse en marcha? —le ordenó Valentín. —Claro. Dígame adónde vamos.

—A cualquier parte —fue la cansada respuesta—. Sáquenos de aquí. —Un momento —dijo el taxista—. No quiero líos.

—Entonces muévase —le sugirió Valentín.

El taxista se topó con la mirada del pasajero. Lo que vio en ella le hizo decir:

—Ya, ya voy.

Y salieron a toda velocidad por la calle Sesenta y Uno Este, como si el taxi se tratara de un murciélago proverbial salido del infierno.

—Lo logramos, Harry —dijo Valentín cuando llevaban viajando unos cuantos minutos—. Lo recuperamos.

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