—Han traído al Raparee —dijo.
—Herí a Butterfield…
—Ya lo he oído. Pero eso no los detendrá.
—Todavía podemos intentar abrir la puerta.
—Creo que es demasiado tarde, amigo.
—¡No! —gritó Harry, apartando a Valentín de un empellón.
El demonio no había intentado arrastrar el cuerpo de Swann hasta la puerta, y había dispuesto al mago en medio del corredor, con las manos cruzadas sobre el pecho. En un último y misterioso acto de reverencia, le había colocado unos cuencos de papel en la cabeza y en los pies, y le había puesto en los labios una diminuta flor
origami
, a la japonesa. Harry se detuvo lo suficiente como para volver a familiarizarse con la dulzura de la expresión de Swann, y luego corrió hacia la puerta y comenzó a aporrear las cadenas. Sería un largo trabajo. El ataque dañó más al hacha que a los eslabones de acero. Pero no se atrevía a darse por vencido. Era la única salida que tenían, ésa o arrojarse por las ventanas y morir. Decidió que eso haría si ocurría lo peor. Saltar y morir, antes de ser convertido en un juguete.
Se le durmieron los brazos de tanto golpear. Era una causa perdida: la cadena seguía intacta. Aumentó su desesperación al oír un grito de Valentín —una llamada aguda, implorante, a la que debía acudir—. Se apartó de la puerta de incendios y, pasando junto al cuerpo de Swann, fue hasta donde se iniciaba la escalera.
Los demonios habían atrapado a Valentín. Se arremolinaron sobre él como avispas sobre el azúcar y lo destrozaron. Por un instante brevísimo logró zafarse de sus iras, y Harry pudo ver la máscara de humanidad hecha pedazos y la verdad reluciente y ensangrentada que había debajo. Era tan asqueroso como los que lo atacaban, pero Harry acudió en su ayuda de todos modos, para herir a los demonios y salvar a su presa.
El hacha sembró la destrucción a diestra y siniestra; los torturadores de Valentín retrocedieron escalera abajo, con los miembros y las caras destrozados. No todos sangraban. Un vientre abierto derramó huevos a montones, una cabeza herida soltó pequeñas anguilas que huyeron hasta el techo y se colgaron de allí por los labios. En la confusión perdió de vista a Valentín. En realidad, se olvidó de él hasta que volvió a oír el martillo neumático y recordó la expresión descompuesta del rostro de Valentín al nombrar a aquella cosa. La había llamado el Raparee, o algo parecido.
Mientras su memoria formaba la palabra, lo tuvo ante sus ojos. No se parecía en nada a sus compañeros, carecía de alas, de melena y de vanidad. Ni siquiera parecía estar formado de carne, sino forjado, un motor que se abastecía de malicia para mantenerse en marcha.
Al aparecer el Raparee, los demás se retiraron y Harry quedó en el rellano, rodeado de engendros muertos. Avanzaba lentamente; su media docena de miembros se movían en configuraciones aceitadas y complicadas para perforar las paredes del hueco de la escalera, en busca del apoyo que le permitiera subir. Recordaba a un hombre con muletas que primero coloca éstas y luego hace avanzar el cuerpo, pero en el tronar de aquel cuerpo no había nada de inválido, no había dolor en el ojo blanco que ardía en aquella cabeza en forma de hoz.
Harry creía que había conocido la desesperación; cuán equivocado había estado. Sólo en aquel momento saboreó las cenizas de la desesperación. La única salida que le quedaba era la ventana. Y la salvación del asfalto. Se apartó de lo alto de la escalera y soltó el hacha.
Valentín se encontraba en el corredor. No estaba muerto, como había supuesto Harry, sino que se encontraba arrodillado junto al cadáver de Swann; su propio cuerpo babeaba a través de cientos de heridas. Se inclinó sobre el mago. Sin duda para ofrecerle sus disculpas al amo muerto. Pero no. Había algo más. Tenía en la mano el encendedor, y estaba prendiendo un cirio. Murmurando una plegaria para sí, llevó el cirio hasta la boca del mago. La flor origami se encendió y ardió. Su llama era extrañamente brillante y se propagó con una eficacia sobrenatural por la cara y el cuerpo de Swann. Valentín se puso en pie con dificultad; el resplandor del fuego se reflejó en sus escamas. Logró encontrar fuerzas para inclinar la cabeza ante el cuerpo al comenzar su cremación, y luego las heridas lo vencieron. Cayó hacia atrás y quedó inmóvil. Harry observó mientras las llamas cobraban fuerza. Estaba claro que el cuerpo había sido rociado con gasolina o algo parecido, porque el fuego se propagó en instantes, dorado y verde.
De pronto, algo le sujetó por la pierna. Bajó los ojos y vio que un demonio, con la piel como moras maduras, tenía aún apetito. Su lengua se le había enroscado alrededor de la pierna, y con las garras intentaba llegarle hasta la ingle. El ataque hizo que olvidara la cremación y al Raparee. Se inclinó para destrozar la lengua con las manos, pero era tan resbaladiza que no lo logró. Trastabilló cuando el demonio trepó por su cuerpo, abrazándolo con las piernas.
La lucha los hizo caer al suelo; se alejaron rodando de la escalera y avanzaron por un extremo del corredor. Distaba mucho de ser una lucha desigual; la repugnancia de Harry igualaba el ardor del demonio. Con el torso apretado contra el suelo, de repente recordó al Raparee. Su avance reverberaba en cada pared, en cada tabla del suelo.
Apareció en lo alto de la escalera y giró su lerda cabeza hacia la pira funeraria de Swann. Incluso desde esa distancia, Harry comprendió que el desesperado intento de Valentín por destruir el cuerpo de su amo había fallado. El fuego apenas había empezado a devorar al mago. Lograrían apoderarse de él.
Al mirar al Raparee, Harry se olvidó de su enemigo más cercano, y éste le metió un pedazo de carne en la boca. La garganta se le llenó de un fluido acre; sintió que se ahogaba. Abrió la boca y mordió con fuerza el órgano, arrancándolo de cuajo. El demonio no gritó, sino que lanzó torrentes de excremento caliente de los poros que tenía en el lomo y se soltó. Harry escupió mientras el demonio se alejaba a rastras. Entonces volvió a mirar el fuego.
Se olvidó de todo al ver lo que tenía delante.
Swann se había puesto de pie.
Ardía de pies a cabeza. El pelo, las ropas, la piel. No había parte alguna que no fuera una tea ardiente. No obstante, estaba de pie y levantaba las manos ante la audiencia, como dándole la bienvenida.
El Raparee había dejado de avanzar. Se encontraba a unos metros de Swann, con sus miembros absolutamente inmóviles, como embelesado por aquel truco sorprendente.
Harry vio surgir otra figura al final de la escalera. Era Butterfield. Llevaba el muñón atado chapuceramente; un demonio sostenía su cuerpo ladeado.
—Apaga el fuego —ordenó el abogado al Raparee—. No es tan difícil.
La criatura no se movió.
—Vamos —insistió Butterfield—. Es otro de sus trucos. Está muerto, maldita sea. Es un truco de prestidigitación.
—No —dijo Harry.
Butterfield miró en su dirección. El abogado siempre había sido un insípido. Ahora estaba tan pálido que seguramente su existencia estaba en peligro.
—¿Y usted qué sabe?
—No es un truco de prestidigitación —dijo Harry—. Es magia.
Al parecer, Swann oyó aquella palabra. Sus párpados se abrieron y lentamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y con un floreo sacó el pañuelo. También ardía. Pero sin consumirse. Cuando lo sacudió, unos pajarillos brillantes saltaron de sus pliegues y aletearon con sus alas susurrantes. El Raparee quedó encantado por aquel juego de manos. Su mirada fue tras los pájaros ilusorios mientras remontaban el vuelo y se dispersaban. En ese momento, el mago avanzó y se abrazó a la máquina.
De inmediato, ardió con el fuego de Swann; las llamas se propagaron hasta sus miembros palpitantes. Aunque luchó para liberarse del abrazo del mago, no logró desembarazarse de él. El mago se aferró al demonio como a un hermano largo tiempo perdido, y no lo dejó en paz hasta que la criatura comenzó a marchitarse con el calor. Una vez iniciada la descomposición, el Raparee fue devorado en segundos, pero resultaba difícil estar seguro. El momento —igual que en la mejor de las actuaciones— quedó suspendido. ¿Duró un minuto? ¿Dos minutos? ¿Cinco, quizá? Harry nunca lo sabría. Tampoco tenía intenciones de analizarlo. El escepticismo era para los cobardes, y la duda una moda que baldaba el espíritu. Se contentó con observar, sin saber si Swann vivía o estaba muerto, sin saber si los pájaros, el fuego, el corredor o incluso él mismo, Harry D'Amour, eran reales o ilusorios.
Finalmente, el Raparee desapareció. Harry se incorporó. Swann también estaba de pie, pero su actuación de despedida había acabado.
La derrota del Raparee había superado el coraje de la horda. Huyeron dejando a Butterfield solo.
—No lo olvidaremos, ni lo perdonaremos —le dijo a Harry—. Para usted no habrá descanso. Nunca. Soy su enemigo.
—Eso espero —repuso Harry.
Se volvió a mirar a Swann, dejando a Butterfield que se retirara. El mago se había vuelto a echar en el suelo. Tenía los ojos cerrados, y las manos sobre el pecho. Era como si nunca se hubiera movido. El fuego mostraba sus verdaderos dientes. La carne de Swann comenzó a burbujear, sus ropas se contrajeron emitiendo humo y hollín. Aquello tardó bastante, pero con el tiempo, el fuego redujo el cadáver a cenizas.
Cuando eso ocurrió, ya había amanecido, pero era domingo, y Harry sabía que las visitas no interrumpirían sus labores. Tendría tiempo para recoger los restos, moler los fragmentos de huesos y ponerlos junto con las cenizas en una bolsa. Entonces saldría y buscaría un puente o un muelle y lanzaría a Swann al río.
Cuando el fuego hubo concluido su tarea, quedó bien poco del mago, y nada que se pareciera aunque fuera vagamente al hombre.
Las cosas surgían y desaparecían, en ello había una especie de magia. ¿Y entre tanto, qué? Búsquedas y conjuros; horrores y apariencias. Ocasionalmente, la dicha.
Y que hubiera lugar para la dicha… ¡ Ah! Eso también era magia.
Wyburd miró el libro y el libro le devolvió la mirada. Todo lo que había dicho sobre del muchacho era cierto.
—¿Cómo has entrado? —McNeal quería saberlo. No había ira ni temor en su voz; sólo simple curiosidad.
—Por encima del muro. —le dijo Wyburd.
El libro asintió. —¿Vamos a ver si los rumores eran ciertos?
—Algo así.
Entre los conocedores de lo extraño, la historia de McNeal se contó con temor reverencial. Cómo el niño se había hecho pasar por un medium, inventando historias de parte del difunto en su propio beneficio; y cómo los muertos finalmente se habían cansado de su burla, e irrumpieron en el mundo de los vivos para exigir una venganza perfecta. Escribieron en él, tatuaron su auténtico testamento en su piel, para que nunca más volviera a afligirlos en vano.
Se había convertido su cuerpo en un libro viviente, un libro de sangre, cada centímetro de cual fue grabado minuciosamente con sus historias.
Wyburd no era un hombre crédulo. Nunca se había creído lo bastante la historia hasta ahora. Pero aquí estaba la prueba viviente de su veracidad, de pie ante él. No hubo parte de la piel expuesta de McNeal que no se llenara con palabras pequeñas. A pesar de que pasaron cuatro años y más aún desde que los fantasmas acudieron a él, todavía se veía la carne dolorida, como si las heridas no se curaran por completo.
—¿Has visto suficiente? —preguntó el muchacho—. Hay más. Está cubierto de pies a cabeza. A veces se pregunta si no escriben por dentro del cuerpo también. —Suspiró—. ¿Quieres un trago?
Wyburd asintió con la cabeza. Tal vez una garganta llena de espíritus detendrían sus manos de temblar.
McNeal se sirvió un vaso de vodka, tomó un trago, después sirvió una segunda copa a su invitado. Mientras lo hacía, Wyburd vió que la nuca del muchacho estaba tan densamente inscrita como su cara y manos, la escritura le llegaba hasta el pelo. Ni siquiera el cuero cabelludo se había escapado de las atenciones de los autores, por lo que parecía.
—¿Por qué hablar de uno mismo en tercera persona ? —le preguntó a McNeal, cuando el muchacho regresó con el vaso.
—¿Cómo si no estuviera aquí…?
—¿El muchacho? —Dijo McNeal—. No está aquí. No ha estado aquí en mucho tiempo.
Se sentó; bebió. Wyburd se empezó a sentir un poco más incómodo. ¿El muchacho estaba simplemente loco, o jugaba a un estúpido juego?
El muchacho tomó otro sorbo de vodka , y luego preguntó, sin rodeos: —¿Qué es lo más valioso para usted?
Wyburd frunció el ceño. —¿Que qué es lo más valioso?
—Su piel, —pidió el muchacho—. Eso es a lo que has venido, ¿no? —Wyburd vació el vaso con dos tragos, sin responder. McNeal se encogió de hombros.
—Todo el mundo tiene derecho a guardar silencio, —dijo—. Excepto por el muchacho por supuesto. No hay silencio por él.
Se miró la mano, dándole la vuelta para apreciar la escritura en palma de su mano.
—Las historias continúan, día y noche. Nunca se detienen. Se dicen a sí mismos, ya ves. Sangran y sangran. Nunca podrás silenciarlos; nunca los curarás.
Está loco, pensó Wyburd, y de alguna manera la comprensión hizo más fácil lo que estaba a punto de hacer. Es mejor matar a un animal enfermo que a uno sano.
—Hay un camino, ya sabes… —dijo el muchacho.
Ni siquiera estaba mirando a su verdugo. —Un camino que los muertos bajan. Él lo vio. Un camino oscuro, extraño, lleno de gente. No es un día pasado cuando no ha… no ha querido volver allí.
—¿Volver? —dijo Wyburd, feliz de mantener al muchacho hablando.
Se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta; al cuchillo. Le consoló en la presencia de esta locura.
—Nada es suficiente, —dijo McNeal—. Sin amor. Sin música. Nada.
A garrando o el cuchillo, Wyburd lo sacó de su bolsillo.
Los ojos del muchacho encontraron la hoja, y se calentaron a la vista.
—Nunca le dije lo mucho que valía la pena, —dijo.
—Doscientos mil —respondió Wyburd.
—¿Alguien lo sabe?
El asesino negó con la cabeza. —Un exilio. —respondió.
—En Río. Un coleccionista.
—¿De pieles?
—De pieles.
El chico dejó la copa. Él murmuró algo que Wyburd no entendió. Luego, en voz muy baja, dijo: —Sé rápido, y hazlo.
El tembró un poco cuando el cuchillo encontró su corazón, pero Wyburd fue eficaz. El momento había llegado y se fué antes de que el muchacho se diera cuenta lo que estaba ocurriendo, y mucho menos lo sintió . Entonces todo había terminado, al menos para él. Para Wyburd su auténtico trabajo acababa de empezar. Tardó dos horas en completar el desollado. Cuando hubo terminado, —la piel plegada como sabanas limpias, y guardada en la maleta que había traído para el propósito— estaba cansado.