Ahora parecía increíble, en el silencio que envolvía la plaza como el humo de las chimeneas ya encendidas, que en aquellas colinas resonara el eco de voces infantiles y el murmullo de las conversaciones de los adultos reunidos bajo el tilo. ¿Dónde estaban ahora?
Tal vez los niños con los que había jugado se habían ido del pueblo, al igual que él, y estaban demasiado ocupados para volver.
Aunque eso no era del todo cierto en su caso. Había intentado regresar varias veces desde que empezó a trabajar en el banco. Pero era demasiado complicado. La persona que había creado y tras la que se camuflaba no acabaría de llevar bien la tranquilidad de La Rivière, ni el ritmo lento de la vida en las montañas. Y Fabian temía que su tío Jacques se diera cuenta de ello nada más verlo. Por esa razón le había resultado más fácil irse de vacaciones en compañía de algunos de sus colegas de profesión menos detestables a la playa de Cannes, o a esquiar en Megève, convenciéndose a sí mismo de que la compañía de sus parientes del campo y el placer simple de su Opinel ya no bastaban.
Allí parado, observando los últimos rayos del sol tiñendo el cielo de reflejos rosados por encima de la cima del Mont Valier, se preguntó cómo había conseguido vivir con aquellas mentiras durante tanto tiempo. Empezó a tiritar, así que volvió a ponerse en marcha, consciente de que el valle ya estaría sumido en la oscuridad. Dejó atrás la aldea, adentrándose en el bosque que separaba Picarets de las tierras de cultivo de la familia Estaque y en la noche prematura que la gruesa capa de ramas desnudas producía por encima de su cabeza. La luz del faro luchaba por domeñar las sombras, pero Fabian tuvo que decidir entre mantener el ritmo y arriesgarse a sufrir un accidente, o tomárselo con calma y disponer del tiempo necesario para salvar las curvas sin sufrir ningún percance.
Se sintió aliviado cuando emergió por encima del llano dominado por la granja de la familia Estaque, un lugar que conocía muy bien. Véronique Estaque había sido su compañera de juegos durante los largos veranos que había pasado en Fogas. Tenían la misma edad, por lo que congeniaron de forma natural, pero su amistad se basaba en algo más fundamental que tenían en común: ambos sufrían de acoso en la escuela.
Véronique era la hija natural de una mujer que se negaba a hablar de su padre, por lo que había sufrido el estigma de ser hija ilegítima. Los niños del pueblo preferían hacer uso del epíteto «bastarda».
De modo que ambos se quedaban en el bosque cercano a la cantera, construyendo cabañas y creando clubes con pasaportes y ritos secretos, de los cuales ellos eran los únicos iniciados.
Pasaban los días vagando por los caminos y senderos que se entrecruzaban por las montañas hasta que a Fabian le llegaba la hora de retornar a la tienda, y a Véronique no le quedaba otro remedio que volver a la granja. No tenía hora de regreso, y su madre parecía no prestarle atención mientras se deslomaba a trabajar, rechazando cualquier ayuda y mostrándose arisca con todo el mundo.
Fabian sentía terror de madame Estaque, porque parecía ladrarle en un idioma que no entendía, arrastrando las consonantes en un brusco tono de voz. Hacia el final de las vacaciones sus oídos normalmente ya habían sintonizado con el acento de la Ariège, pero para entonces ya era demasiado tarde. Su miedo había bloqueado la capacidad de su cerebro para la comprensión.
Igual que aquella tarde. Madame Estaque le había lanzado un gruñido y él se había quedado paralizado, viendo cómo se movían sus labios pero incapaz de comprender el significado de los sonidos que producían. Por lo enojada que parecía ante su propuesta de tomar el relevo de la tienda, tal vez era mejor así.
La reacción negativa de los vecinos verdaderamente le había pillado por sorpresa.
Pensó que Josette se alegraría ante la perspectiva de poder jubilarse, y se sentiría aliviada al poder vender su parte a un miembro de la familia. Y había dado por supuesto que la comunidad se complacería al tener a alguien que se hiciera cargo de la tienda, que constituía un servicio indispensable para vecinos como madame Estaque, quien no sabía conducir.
Quizá podría ganárselos con el tiempo. Sobre todo cuando vieran los planes que tenía para reformar aquel establecimiento.
Con aquel pensamiento positivo, se adentró en el último tramo de bosque que le llevaría hasta la carretera principal. Allí, el faro de la bicicleta demostró ser inservible ante la ausencia de farolas que hacía casi imposible vislumbrar el asfalto.
Redujo la velocidad casi al paso, concentrándose en la estrecha franja alquitranada apenas visible que precedía el avance de la rueda delantera, con la esperanza de no equivocarse al pensar que no se encontraba lejos del valle. Tras él, oyó el rugido de un motor y unos faros blancos surcaron la noche. Una forma oscura pasó a toda velocidad, dando un volantazo hacia el lado opuesto de la carretera para esquivarle en el último momento al tomar una curva, y dejándole desorientado y parpadeando mientras sus pupilas se esforzaban por distinguir el camino.
Stephanie regresaba más tarde de lo normal. Acabó su trabajo en el Auberge y recogió a Chloé del colegio, y ya anochecía mientras conducía por la cuesta que llevaba hasta Picarets, con la mente abrumada por sus problemas económicos.
—¿Te parece buena idea, mamá?
—Perdona, cariño, ¿qué decías? —Stephanie se obligó a hacer caso a su hija.
—¿Podemos comer pizza para cenar? —repitió Chloé con un tono exagerado de paciencia.
Stephanie negó con un movimiento de cabeza.
—No, hoy no. Tal vez el fin de semana, ¿te parece bien?
Chloé giró la cabeza para mirar por la ventana y Stephanie se sintió mezquina. Era una niña tan buena… Nunca le daba problemas, a menos que se considerase como tal su obsesión por convertirse en trapecista, algo que Stephanie no aprobaba por razones que no quería discutir. Y como toda madre bien sabe, el hecho de prohibir a su hija hacer saltos mortales probablemente tenía como consecuencia que Chloé los hiciera a escondidas.
Pero parecía que se avecinaban tiempos difíciles, y el coste de una pizza de la furgoneta-pizzería aparcada en Seix de repente suponía un lujo que no se podían permitir. Probablemente ni siquiera el fin de semana.
Stephanie profirió un suspiro. Si las cosas seguían así, tendría que volver a dar clases de yoga en Toulouse, lo que significaba que tendría que salvar el largo tramo hasta la autopista para dar una clase de cuarenta minutos.
¿Por qué no podían fluir las cosas por una sola vez? De no haber aparecido el tal Fabian Servat, ahora se sentiría un poco más segura respecto a su futuro. Pero ahora volvía a preguntarse cómo iba a pagar los estudios universitarios de Chloé.
O la escuela de circo.
Esbozó una sonrisa irónica mientras cambiaba a una marcha inferior. El viejo furgón policial vibraba por el esfuerzo, y el motor gemía quejumbroso debido a la fuerte pendiente. Estaba llegando a la última curva antes de la granja de la familia Estaque cuando un coche surgió de la nada.
En el carril derecho, el lado de la carretera que no le correspondía.
Los faros la deslumbraron, y Stephanie instintivamente dio un volantazo hacia la izquierda, hacia la ladera de la montaña, consciente de que la alternativa era precipitarse hacia el río y una muerte segura. Extendió velozmente un brazo para proteger a Chloé, a pesar de que esta llevaba abrochado el cinturón de seguridad. Oyó un ruido metálico cuando el otro coche colisionó con la parte trasera del furgón, pero no tuvo tiempo de reaccionar, esforzándose por recuperar el control mientras llegaba al vértice de la curva. Y justo en ese preciso momento vislumbró una luz trémula frente a ella.
Se oyó un fuerte ruido al mismo tiempo que Stephanie pisaba los frenos con fuerza y el furgón se detenía.
—¿Estás bien? —preguntó a Chloé, que la miraba asustada.
—Creo que hemos chocado con algo.
—Ya lo sé. Lo que no sé es de qué se trata —murmuró Stephanie mientras abría la puerta enérgicamente y salía del vehículo de un salto.
Se precipitó hacia el haz de luz amarilla que proyectaban los faros, y cuando se dio cuenta de a quién pertenecía aquel cuerpo sin vida que yacía como un amasijo de ruedas y piernas ante ella pensó que los dioses le estaban gastando una broma.
—¿Quién es, mamá? —Chloé de repente estaba a su lado.
—Este es Fabian Servat. Y por segunda vez hoy, creo que tal vez lo he matado.
—¿
N
o puedes entrar en la tienda? ¿Ni siquiera puedes cruzar el umbral?
—No. Fabian se lo ha tomado muy en serio. —Stephanie hizo una mueca mientras ponía dos tazas de café en la mesa y se sentaba frente a Lorna, agradecida de poder descansar un rato.
El restaurante por fin estaba vacío tras un mediodía de viernes frenético que las había tenido de zarandillo de la cocina al comedor. También había influido el hecho de que Paul había tenido que asistir a un curso de higiene alimentaria en Foix, la capital del departamento, y por tanto eran menos trabajando. Pero se habían alegrado por la gran cantidad de clientes, como si las hubiera sorprendido en su primera semana de funcionamiento. Obviamente, los anuncios de la radio local estaban surtiendo efecto.
Eso y el hecho de que la comida de Lorna era sublime y se estaba corriendo la voz. El plato de aquel día había sido pechuga de pato acompañada por una salsa de hypocrás, un vino especiado de producción local, y había tenido mucho éxito. Stephanie no lo había probado, puesto que era vegetariana, pero se sirvió varias raciones del pastel de ruibarbo hecho por Lorna, que le pareció exquisito. Mucho mejor que cualquier plato de los que ofrecía la propietaria anterior, madame Loubet, a lo que había que sumar que ninguno procedía de una lata.
Algunos de los clientes habían llamado a Stephanie para preguntarle en voz baja si Lorna era realmente inglesa. Cuando Stephanie les confirmaba su origen, los clientes, decepcionados, insistían en que debía de tener ascendencia francesa. ¿Cómo si no podría explicarse su talento para la cocina local?
Ahora que por fin se había acabado la locura del almuerzo, las dos tenían tiempo para hablar sobre la gran noticia del día.
—¿No puedes hacer nada? ¿No podrías apelar?
Stephanie negó con un movimiento de cabeza que sacudió los rizos pelirrojos que enmarcaban su rostro.
—Creo que es mejor que no haga nada. Después de todo, casi lo mato. —Stephanie esbozó una pícara sonrisa—. ¡Dos veces!
—¡Pero no tienes la culpa! Hasta él sabe que hay otro coche implicado.
—Sí, eso es cierto. Pero fui yo quien lo atropelló. Y por eso ha conseguido… ¿cómo se dice?… una
injonction d’éloignement
?
—¿Una orden de alejamiento?
Stephanie centró su atención durante unos instantes en la pequeña taza de expreso que descansaba en su mano. Por alguna extraña razón, al oírlas en otro idioma, aquellas palabras parecían aún más serias. Y mucho más terribles.
Cuando vio a Fabian Servat tirado en el suelo delante de su coche el lunes por la noche, Stephanie se temió lo peor. Pero enseguida pudo comprobar que respiraba. Pocos minutos después llegó Christian, que subía por la carretera en compañía de Véronique y Annie en su Panda 4×4, y fue él quien ayudó a subir al inconsciente parisino en la caja del furgón. A Stephanie le sorprendió comprobar lo poco que pesaba, como si estuviera hecho de huesos huecos recubiertos de muy poca carne. Y mientras cerraba la puerta trasera ante su rostro macilento, sintió una punzada de compasión por el pobre hombre al que solo le habían pasado desgracias desde que había puesto el pie en el municipio de Fogas, y todas a causa de ella.
Sin embargo, aquella brizna de compasión se había esfumado con los últimos acontecimientos.
Resultó que, por suerte, Fabian avanzaba con extrema lentitud, de modo que casi estaba parado cuando Stephanie chocó con él. No obstante, aunque la colisión solo le causó unos cuantos rasguños y un par de moretones, lo primero que hizo Fabian fue dirigirse al juzgado para conseguir una orden de alejamiento.
En virtud de la misma no se permitía a Stephanie la entrada en la tienda o en el bar, y se le prohibía acercarse a Fabian fuera de estos lugares.
Con toda seguridad, las molestias derivadas de dicha orden podían subsanarse pidiéndole a Annie que fuera a la tienda a buscar el pan y otras cosas para ella, mientras Stephanie esperaba fuera, como un perro atado a una reja. Gracias a ella tampoco se perdería los chismes que circulaban en su interior.
Pero la exclusión de aquel lugar, que era el corazón de la comunidad, le hacía sentirse fatal. Sobre todo porque en realidad no se sentía culpable.
Cabe añadir que, por supuesto, aquella orden de alejamiento tenía además otras consecuencias. ¿Cómo iba a pedirle a Fabian que le alquilase la parcela situada delante de la tienda si ni siquiera podía acercarse a él?
De todos modos era poco probable que aceptase, puesto que Fabian la odiaba.
Cuando volvió en sí en la tienda y vio a Stephanie de pie ante él, se estremeció horrorizado por segunda vez aquel día. Y cuando supo que era ella quien conducía el vehículo que lo había atropellado se puso como una fiera.
Entonces vio su bicicleta.
Eso era otro tema. ¿Cómo iba a pagar la reparación?
No parecía haber graves desperfectos, solo la rueda delantera había sufrido el impacto quedando inservible, por lo que Stephanie se había ofrecido a pagar una nueva. Pero Fabian le había presentado una hoja de cálculo en la que aparecían desglosados los costes de reparación, utilizando a su hija Chloé como intermediaria, y Stephanie casi se había desmayado.
No bastaba con ir corriendo al Decathlon y comprar una rueda nueva. Por supuesto, el señorito pijo de París necesitaba el último modelo.
Mil euros. ¡Por una rueda!
En un primer momento, Stephanie creyó que se trataba de un error, así que le envió una nota, esta vez usando a Annie como mediadora, para verificar el importe, a lo cual Fabian respondió con una breve nota en la que le explicaba que el material de las ruedas de su bicicleta era carbono.
Stephanie pensó que, por ese precio, deberían ser de oro.
Tendría que abonar además otros setecientos euros para reemplazar aquel estúpido ciclocomputador que llevaba en el manillar cuando sufrió la colisión, que no había sobrevivido al impacto contra la ladera de la montaña.