L’épicerie (25 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

BOOK: L’épicerie
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—¡Pero no fuméis nada raro ahí fuera! —le advirtió—. La última vez se metió en un par de líos.

Christian alzó las manos en un gesto burlón de rendición y luego salió por la puerta de atrás. Pudo ver a Fabian estirado sobre un montón de troncos, con la cabeza echada hacia atrás para sentir el sol en la cara, en la que tenía estampada una sonrisa bobalicona, y con
Tomate
tumbado encima de las piernas. Realmente daba la impresión de que el parisino estaba bajo la influencia de algo más que el oxígeno.


Bonjour,
Fabian.

Fabian abrió los ojos de golpe, movió las extremidades con una sacudida debido a lo inesperado de la visita y depositó el gato en el suelo.

—¡Hola, Christian!

—¿No soy la persona con la que estabas soñando?

Fabian se ruborizó.

—¿Se me nota tanto?

—He pensado que habías confiscado más hierba. —Christian se sentó a su lado—. Cuéntame, ¿quién es la afortunada?

Fabian arrugó la cara como dudando si podía contárselo.

—¿Me prometes que no vas a reírte?

—Prometido.

—Stephanie Morvan.

Christian profirió un berrido que rebotó en el jardín hasta llegar a las copas de los árboles.

—¡Perdón! —Alzó una mano para disculparse al ver la expresión herida de Fabian—. No he podido evitarlo. Stephanie Morvan. ¿Estás loco?

—Absolutamente. —Fabian dejó caer la cabeza en un gesto de desesperación—. Sé que está por encima de mis posibilidades, pero…

—Le servirás de desayuno.

—Lo sé.

—Nunca sabrás cuál es su estado de ánimo, y por mucho que intentes adivinarlo, te equivocarás.

—Ya lo sé.

—Además tiene muy mal genio.

—Ya.

—Bueno, en ese caso, ¡te deseo mucha suerte!

—No es tan sencillo —protestó Fabian—. Ella no me quiere.

—¡Ahhhh! —Christian se reclinó sobre la madera y cerró los ojos—. En eso no voy a poder ayudarte, amigo mío.

—Me besó. Cuando salvé a Chloé. Y eso ha cambiado toda mi vida. Ahora no puedo dejar de pensar en ella.

Christian guardó silencio. Se oían los sonidos típicos de aquella estación, las rapaces chillando muy alto en el cielo y el gato persiguiendo las lagartijas que se escabullían por el patio.

—Sé que estoy perdiendo el tiempo —declaró Fabian en un tono sombrío—. Pero no cambiaría esta sensación por nada del mundo. ¿Sabes a qué me refiero?

—No, la verdad es que no —Christian se rascó la cabeza, molesto por aquella charla sobre el amor, y sacó del bolsillo la contabilidad revisada.

—¿Nunca has estado enamorado? —preguntó Fabian con incredulidad—. ¿Ni una sola vez?

—No —fue su lacónica respuesta.

—¡Guau! Me refiero a que para mí es la primera vez, nunca me he sentido así antes. Pero tú… —se encogió de hombros—. Creía que tú habrías tenido novias a montones.

Christian tamborileó con los dedos en señal de impaciencia. ¿Qué le pasaba a todo el mundo últimamente? Todo Fogas parecía estar flotando en una nube. Todos menos él. No se le había presentado la oportunidad, la granja consumía todo su tiempo, y ahora encima ella se estaba viendo con…

Apartó aquel pensamiento dejándolo fuera de su mente de un portazo y volvió la cabeza hacia Fabian, con los papeles en la mano.

—¿Crees que podrías echar un rápido vistazo a estos números y decirme si he conseguido que mejoren las perspectivas? —preguntó con la voz cortada.

—Si quieres puedo hacerlo ahora mismo.

—¡No hace falta! —El granjero ya estaba de pie, con ganas de irse por si lo que Fabian tenía era contagioso—. Me pasaré más tarde.

Salió del jardín intentando pensar en otras cosas, pero una pequeña parte de su mente fue consciente de que durante toda la conversación con Fabian había estado pensando en Véronique.

Y seguía sin entender qué le pasaba.

Véronique vio llegar el Panda azul y devolvió el saludo a Christian, pero creía que él no le había visto agitar la mano. Resistió la tentación de bajar a la tienda con la excusa de comprar algo, y en lugar de eso decidió arreglar la casa. Estaba a punto de acurrucarse con un libro cuando oyó unos sonoros pasos en la escalera, seguidos de unos fuertes golpes en la puerta.

—¡Christian! —exclamó al verlo en el umbral.


Bonjour,
Véronique! —Le dio sendos besos en las mejillas y ella se apartó para dejarle pasar.

—¿Te apetece tomar un café?

—Me encantaría —dijo, y Véronique advirtió que parecía sentirse incómodo, al verlo retorcer con sus enormes manos la chaqueta que se acababa de quitar.

—Haz como si estuvieras en tu casa —le conminó, al darse cuenta de que era la primera vez que la visitaba. En realidad se conocían desde hacía tan solo seis meses, y su amistad se había forjado durante los enfrentamientos producidos por la venta del Auberge. No era de extrañar que se sintiera un poco nervioso.

—He estado hablando con Fabian —empezó a decir Christian al acomodarse en un sillón—. Se ha enamorado. De Stephanie, entre todas las personas que hay en el mundo.

Véronique se rio al tiempo que le ofrecía una taza de café, y pensó que la taza de expreso parecía diminuta en sus manos.

—Sí, ya lo sé. Josette dice que ha dejado de hablar de pérdidas y beneficios. Ahora solo le interesa encontrar la manera de que Stephanie salga con él.

—¡Ah! —Christian sacudió la cabeza con desdén, frunció el ceño y su cara se ensombreció—. Supongo que tú también has sido arponeada por ese maldito Cupido…

—¿Yo? —Véronique alzó la voz sorprendida y sus mejillas se sonrojaron.

—Bueno, acabas de pasar una semana con el capitán Goatherd.

—Gaillard. Su nombre es capitán Gaillard.

—Da igual. ¿Te lo has pasado bien? —preguntó, infiriendo involuntariamente a su voz un tono brusco.

Véronique se levantó del sofá y se entretuvo ordenando sus abalorios en el tocador mientras pensaba qué debía responder. ¿Podría confiar en que Christian le guardaría el secreto?

—¡A juzgar por tu silencio debió de ser todo un éxito! —murmuró Christian. Se tomó el café de un trago, cuyo sabor acre encajaba bien con su mal humor, y se incorporó para marcharse, maldiciéndose a sí mismo por haber ido a verla. Sabía que su estado mental no era el más adecuado para seguir escuchando romances.

Se encogió de hombros mientras cogía la chaqueta y se dirigió dando grandes zancadas hacia la puerta.

—No fui con él —dijo Véronique en un tono de voz apenas audible.

—¿Qué?

—El capitán Goatherd… Gaillard. No me fui con él.

—Entonces, ¿por qué Annie…? —Christian se interrumpió a sí mismo, confuso.

—No quería que ella supiera adónde iba. Ni por qué.

Christian la observó deambular nerviosa de un lado a otro de la alfombra, intentando ignorar la velocidad con que le latía el corazón. Finalmente, Véronique se detuvo y se volvió hacia Christian con lágrimas en los ojos.

—Fui a buscar a mi padre. —Véronique dejó caer la cabeza y se enjugó las lágrimas con la manga.

—¿Y lo encontraste? —preguntó él en un tono amable, sin saber qué hacer, con las manos que antes retorcían incansablemente la tela de la chaqueta colgando flácidas en los costados.

—No. Ni rastro. —Véronique hizo una mueca—. ¡Pero encontré una buena cava de vinos para el Auberge!

Christian se rio y la atrajo hacia sí para darle un torpe abrazo.

—Vamos —dijo—. Coge tu abrigo y vayamos a probar esas cervezas de St. Girons que Fabian quiere promocionar. Quizá nos sintamos mejor al oírle lamentarse como un alma en pena.

—¿Y a ti qué es lo que te pasa? —preguntó Véronique mientras cogía el bolso de la mesa.

Christian se rascó la cabeza.

—La verdad es que nada —respondió con franqueza—. Ahora ya no.

Mientras caminaban por la carretera, Christian no se permitió dedicar ni un momento a considerar las razones que se ocultaban tras aquella respuesta.

• • •

—¡Te digo que es él! —anunció René muy seguro, y lamió la punta del lápiz antes de volver a mirar fijamente el folio en blanco que tenía delante.

—Pero ¿cómo puedes estar tan convencido? —preguntó Josette al tiempo que le pasaba a Annie la revista que había estado leyendo.

—¡Intuición masculina!

—¿Eso existe?

René frunció el ceño cuando la puerta se abrió. Christian y Véronique entraron en el bar.

—Este hombre os lo confirmará —dijo René mientras le daba la mano al granjero.

—¿Confirmar qué? —Christian se quitó la chaqueta y se sentó a un extremo de la mesa, el único lugar despejado de los artículos de la tienda—. Dos cervezas, por favor, Josette. De aquellas tan raras de la fábrica de cerveza local.

—Rrrené dice crrreer poseer intuición masculina —se mofó Annie mientras le daba un beso a su hija—. Aunque no sabemos a qué se refierrre.

—Bueno, sea lo que sea, seguro que es peor que la versión femenina —bromeó Véronique, sentada ahora al lado de su madre.

René arrebató la revista a Annie y la plantó bruscamente sobre la mesa, bajo las narices de Christian, señalando un párrafo rodeado con un círculo.

—Léelo y dime de quién crees que se trata.

Christian aceptó, sintiéndose obligado.

—«Romeo de Ariège, 45 años, 75 kg, atlético, con casa en propiedad, busca mujer joven para compartir su vida, a la que le gusten los beagles.»

Christian bajó la página y miró a René, con una sonrisa en la cara.

—¿De dónde lo has sacado?

—Se la dejó en el coche. Fuimos a pescar juntos esta mañana.

—¿Quién es? —preguntó Véronique, tomando la revista de manos de Christian y cerrándola para ver su título.

Christian miró a las tres mujeres, todas ellas con expresión desconcertada.

—¿No lo adivináis?

Las tres negaron con la cabeza.

—Conduce un tractor, le encanta salir de caza y siempre lleva un gorro naranja.

—¡No! No puede ser… —empezó a decir Josette.

—¡Y si lo es, está mintiendo sobre su peso! —replicó Annie.

—¿Bernard Mirouze? —preguntó Véronique en un tono agudo, encantada—. ¿Ha puesto un anuncio para encontrar pareja en
Le Chasseur Français
?

René ahora se convulsionaba desternillado.

—No sé cómo has podido deducir que se trata de él con esta descripción —prosiguió Josette—. «Atlético» no es precisamente la palabra que yo hubiera empleado.

—¡Y por lo menos debe de pesar 90 kilos! —dijo Véronique al pasar el anuncio a Annie, que le echó un vistazo y profirió una risotada.

—¡Qué idiota! No me extraña que supierrras de quién se trataba. ¡Al final del anuncio aparece su número de teléfono!

—¡Pero qué sitio más raro para poner este anuncio! Una revista de caza. —Josette hojeó las páginas de la revista, llenas de consejos sobre cómo acechar a los ciervos o seguir la pista a un jabalí.

—Ahí encontró a su perro —dijo Christian.

—¡Y mira cómo le ha salido! —apuntó René riendo.

—Me pregunto si habrá tenido suerte —caviló Véronique en voz alta mientras Josette le servía una cerveza.

—Bueno, en caso contrario, ¡ahora la tendrá! —René lamió el lápiz y empezó a escribir—. «Querido Romeo de Ariège…»

—¡Ni se te ocurra hacer eso! —le reprendió Véronique mientras a Christian le daba la risita tonta.

—Claro que sí. Necesito algo para entretenerme ahora que he dejado de fumar. Además, le hará bien que alguien le conteste. Imagina que no lo hace nadie.

—Yo creo que es una crueldad, ¿no te parece, Fabian? —preguntó Josette a su sobrino al verle entrar cabizbajo en el bar.

—¿Qué es una crueldad?

—Enviar una carta falsa como respuesta a un anuncio para encontrar pareja.

Fabian apoyó los codos en la barra y lanzó una mirada de desaprobación a René.

—No deberías jugar con los sentimientos de la gente.

René arqueó las cejas.


Oh la la!
Mira quién habla.

—Está enamorado —explicó Véronique, y Fabian se sonrojó—. De Stephanie.

René dejó caer el lápiz y miró al joven horrorizado.

—¿Estás loco?

—Ya hemos hablado de eso —intervino Christian.

—Pero… pero… se lo comerá crudo.

—Ya lo sabe.

—Pisoteará su corazón y se lo devolverá destrozado, igual que la bicicleta.

—Lo sabe.

—Y después nunca encontrará a otra mujer que esté a su nivel.

—Ya se lo he dicho, René. Ya lo sabe.

René sacudió la cabeza en señal de desesperación, horrorizado por el futuro que se abría ante el parisino.

—No puedo evitarlo —exclamó Fabian—. Estoy enamorado.


Bonjour!
—La puerta se abrió dejando entrar una ráfaga de aire fresco y Paul entró en el local—. ¿Por qué tenéis todos unas caras tan largas?

—¡Fabian está enamorado! —anunció Josette mientras se levantaba para servirle.

—¿Y eso le hace infeliz? —inquirió—. ¡Y yo que creía que los franceses eran los amantes más expertos!

—¡Claro que sí! —fanfarroneó René—. Pero Fabian es una excepción. Además es parisino, así que no cuenta.

—Entonces, ¿por qué está así?

—Está enamorado de Stephanie.

—¿Stephanie? —La voz de Paul subió una octava—. ¿Nuestra Stephanie? ¿La del Auberge?

Todos los contertulios asintieron con gesto sombrío.

—¡Pero se lo comerá vivo!

—¡Ya lo sabe! —respondieron todos a coro.

—¡Le romperá el corazón!

—¡Lo sabe!

—¡Y lo envenenará con su comida!

—¿Qué? —Fabian alzó la vista.

—No sabe cocinar —le informó Paul, sacudiendo la cabeza con desdén ante el recuerdo de la única vez que probó uno de sus platos—. Es muy mala cocinera.

—Eso no lo sabía.

—Pero nada de eso te importa, ¿verdad?

Fabian negó con un movimiento de cabeza.

—¡Entonces estás realmente enamorado! —Paul le dio una palmada en la espalda, aunque no estaba muy claro si era un gesto de felicitación o de conmiseración.

—¿Cómo puedo hacer que ella me corresponda?

René profirió una carcajada como un ladrido.

—¿Por qué le preguntas a él? ¡Es inglés! ¿Qué saben ellos del amor?

—Hace poco todavía crrreías que no tenían la menor idea de cocinarrr, y ahora estás en el Auberrrge todos los días! —replicó Annie.

—¡Eso es distinto! Todo el mundo sabe que Francia es la nación más romántica del planeta. ¡Está en nuestros genes! —René se peinó el mostacho y sacó pecho, haciendo que Véronique se atragantara con su cerveza—. Vamos, Paul. ¡Di algo romántico!

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