—¿Otra vez tenemos problemas de dinero? —preguntó Chloé—. No me importa dejar de comer pizzas, si de eso se trata.
Stephanie despeinó los rizos negros enredados con hierbas y hojas.
—No, querida, no tenemos problemas de dinero. Solo quería decirte que un amigo vendrá a vernos este fin de semana.
—¿Quién?
—Se llama Pierre. —Stephanie notó que se ruborizaba bajo la mirada escrutadora de Chloé.
—Nunca me has hablado de él.
—No, verás…
—¿Cómo os conocisteis?
—En un foro sobre jardinería…
—¿En Internet? —preguntó Chloé con un tono estridente de voz—. Siempre me has advertido de los peligros de Internet.
—Sí, pero…
—Entonces, ¿no lo has visto nunca?
—No, pero…
—¿Qué clase de amigo es?
—¿A qué te refieres?
Chloé suspiró con impaciencia.
—¿Es un buen amigo? ¿Tu mejor amigo? ¿Tu novio?
Stephanie hizo una pausa, consciente de que aquella era una cuestión de crucial importancia y de que era incapaz de mentir a su hija.
—Espero que llegue a ser todo eso, con el tiempo.
Chloé se puso en pie de un salto, tirando la silla al suelo de baldosas, y descolgó la mochila del gancho que había en la pared.
—¿Adónde vas?
—A ver a Fabian.
—No es buen momento, cariño. Necesito…
—Nunca es buen momento. Nunca estás aquí y yo siempre estoy sola. Por lo menos Fabian es un amigo de carne y hueso.
Y con esas palabras dio un portazo al salir, y Stephanie se quedó a solas para reflexionar sobre todas las verdades que acababan de salir de la boca de su hija, que ya no era una niña pequeña.
—¡La odio! —masculló Chloé entre dientes mientras le daba una patada a una piedra que voló hasta el campo que había frente a ella—. ¿Cómo ha podido hacerme esto?
Caminaba casi pateando la carretera, con los hombros encorvados, la desgracia escrita en la cara, absolutamente harta de tener nueve años y de que todos la ignoraran.
Parecía que todo iba tan bien… Fabian se había enamorado de su madre cuando ella lo besó, todo gracias a Chloé y a
Sarko,
por supuesto. Y durante las últimas semanas, Fabian había estado cerca de ellas continuamente trabajando en el centro de jardinería, e incluso había cenado en casa. Al ver a su madre cubrirle con una manta cuando se quedó dormido en el sofá, posando un dedo en los labios para advertir a su hija de que guardara silencio cuando subiera a acostarse, Chloé estuvo segura de que ella también estaba enamorada de él. Y ahora Fabian vivía en Picarets, así que todo parecía encajar. Era el destino.
Hasta que mencionó a Pierre.
—¡Pieeerrreee! —imitó burlonamente a Stephanie, pateando unas cuantas piedras más por si acaso. ¿Cómo podía alguien enamorarse de un tipo que se llamaba Pierre? Chloé solo había conocido a un Pierre, y ya había tenido bastante. Era un niño de la escuela, un par de años menor que ella, que no paraba de llorar y se limpiaba la nariz en el jersey. Por ello todos le llamaban Mangas Mocosas.
¿Y si ese tal Pierre también era así?
No podía entenderlo. ¿Cómo era posible que su madre no se diera cuenta de lo encantador que era Fabian? De lo amable que era con ella. Siempre le preguntaba cómo le había ido en la escuela y hacía el mejor chocolate caliente. Además había arriesgado su vida por ella. ¿Por qué no podía quererlo, y así tendría por fin un padre?
Aupó la mochila a la espalda, pensando que debía haber cogido la chaqueta porque soplaba una brisa fría procedente de las montañas y, a pesar de sus pocos años de experiencia, sabía que traía lluvia.
—¡Chloé!
La niña alzó la vista y vio a Fabian en la puerta de su casa, en uno de los extremos de la plaza, ataviado con el equipo de ciclismo. Echó a correr hacia él.
—Hola, pequeña —dijo al tiempo que ella saltaba en sus brazos y él la hacía girar, dándole besos en las mejillas—. Tu madre acaba de llamar. Me ha dicho que pasará a buscarte en un minuto, de camino a la ciudad.
Chloé hizo una mueca mientras le seguía hasta su casa. Una vez en su interior, se tiró sobre el viejo sillón con un gesto dramático de abandono.
—¿Qué pasa? —preguntó Fabian mientras se ponía los mitones.
—Mamá tiene un novio nuevo.
Si Chloé hubiera tenido más experiencia en el camino traicionero que deben recorrer los amantes, se habría dado cuenta de que su comentario acababa de salpicar el suelo de enormes espinas puntiagudas justo ante los pies desnudos de Fabian.
—¿Ahora tiene novio? —preguntó creyendo haber dotado a su voz de un tono despreocupado.
—¿No te importa? —le desafió Chloé.
Fabian se quedó paralizado.
—¿Por qué debería importarme?
—Porque la quieres.
—Ah, bueno. Supongo que eso debería implicar que me importa.
—¿No es así?
Fabian dejó de luchar con el tubo de lycra que había intentado introducir por el brazo, que de pronto se le antojaba como la tarea más difícil del mundo.
—En efecto —dijo mirando a los ojos a la niña con el ceño fruncido—. Sí que me importa. Pero si tu madre ha encontrado a otro, no creo que pueda hacer gran cosa.
Chloé profirió un grito ahogado de exasperación.
—¡Podrías intentarlo con más ganas!
—¿Cómo exactamente?
—¡No lo sé! Tal vez regalándole flores. Unos bombones siempre son una buena idea. O recita poesía a gritos bajo su ventana por las noches. Eso hará que se enamore de ti, seguro. —Hizo una pausa para tomar aliento—. Por cierto, su dormitorio está en la parte delantera de la casa.
—Chloé, eso no funciona así. No en la vida real.
—Entonces, ¿cómo funciona?
—Le preguntas a alguien si quiere salir contigo, y esa persona responde sí o no.
—¿Tú ya se lo has pedido?
—No.
Chloé alzó los brazos al aire en un gesto tan de Stephanie que normalmente el corazón de Fabian habría empezado a latir con fuerza. Pero ahora, después de haber recibido aquella noticia, el dolor le parecía simplemente mucho más insoportable.
—Si no se lo has pedido, ¿cómo esperas que se enamore de ti?
—Me parece que de todos modos ya es demasiado tarde —dijo en tono sombrío mientras acababa de ponerse los mitones—. ¿Cómo se llama?
—¡Pieeerrreee! —se mofó Chloé.
—¿Pierre?
—Vendrá este fin de semana.
—¿Ya está aquí?
—Viene para la inauguración del estúpido centro de jardinería.
—Verás, Chloé, eso no es justo y tú lo sabes. Tu madre ha trabajado muy duro para ponerlo en marcha y deberías estar orgullosa de ella. Yo sí lo estoy.
Chloé bajó la cabeza para ocultar la vergüenza que la había invadido en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras. Miró por debajo de los rizos al tiempo que Fabian descolgaba la bicicleta del gancho en el techo.
—¿Vas a salir? —preguntó malhumorada tras unos minutos de silencio.
—Sí. Me apetece probar mi nueva bicicleta. ¿Por qué?
—Porque va a llover.
—¡No lo creo! ¿Has visto el cielo? —preguntó Fabian con una sonrisa. Chloé solo se encogió de hombros.
Se oyó un claxon y Fabian se puso en pie con desgana, sintiéndose como si hubiera envejecido diez años en los últimos diez minutos.
—Venga, es tu madre. Ya nos veremos.
—¿Puedo venir a verte mañana por la mañana?
—Claro. ¿Por qué no te quedas a comer? Pero pídele permiso primero a tu madre, ¿vale?
Chloé asintió y Fabian la acompañó a la puerta, apoyándose en el quicio mientras la veía subir al coche al lado de Stephanie.
—Gracias, Fabian —dijo Stephanie a través de la ventanilla. Él no pudo evitar fijarse en los destellos que reflejaba la luz del sol en su cabello, y en la suave textura de su piel perfecta.
—¿Vas a dar una vuelta? —preguntó y Fabian asintió.
—¡Pues te vas a mojar! —Y con una sonrisa, Stephanie se fue.
Fabian cerró la puerta y se negó a pensar en lo que acababa de saber. Subiría a la bicicleta y entonces tendría tiempo de reflexionar. Miró por la ventana la vasta extensión de cielo azul y decidió no coger el impermeable. ¿Cómo podían estar tan seguras?
—¿No quieres hablar conmigo? —Stephanie miró a su hija, hecha un ovillo, acurrucada contra la puerta de la furgoneta para mantenerse lo más lejos posible de su madre.
Chloé no respondió.
—Lo siento, cariño, tendría que habértelo dicho antes.
—Lo odio —farfulló Chloé entre dientes.
—¿Cómo es posible? Ni siquiera lo conoces.
—A ti te gusta, y tampoco lo conoces.
Stephanie se quedó callada ante la lógica aplastante de su hija. No podía soportar discutir con ella. Solo faltaban dos días para la inauguración oficial de su negocio, pero ahora toda la ilusión que había puesto durante las últimas semanas parecía vana y sin sentido. Se había esforzado tanto por Chloé, pero ¿valía la pena si su hija se sentía desgraciada?
—¿Quieres que deje el negocio? Porque prefiero dejarlo si te sientes tan infeliz.
Los rizos negros de Chloé se movieron de un lado a otro como respuesta.
—¿Estás segura?
—Sí —respondió Chloé en un tono casi inaudible—. Fabian dice que debería estar orgullosa de ti.
—Fabian es un buen hombre.
—Ya lo sé —fue la respuesta mordaz de Chloé.
—¿Qué quieres que haga con Pierre? ¿Quieres que le llame y le diga que no venga mañana? ¿Que es mejor que se quede en casa y cuide a sus abejas?
Chloé levantó la cara de golpe.
—¿Tiene abejas?
Stephanie asintió.
—¿Abejas de verdad, en colmenas?
—Sí.
—¿Lleva también una de esas máscaras?
—No lo sé. Tendremos que preguntárselo. Si es que permites que venga a visitarnos.
Chloé se enderezó en su asiento y posó una de sus pequeñas manos sobre la pierna de su madre.
—Aun así me gusta Fabian —dijo en un tono desafiante.
—A mí también —replicó Stephanie mientras aparcaba al final de la pista que llevaba a casa de Annie—. Pero solo como amigo.
Chloé se inclinó para besar a su madre y luego cruzó la carretera a toda prisa, con la mochila colgada al hombro.
—¡Te recogeré esta noche! —gritó Stephanie, y Chloé agitó una mano como despedida.
Stephanie miró la hora en un reflejo automático antes de arrancar y pensó que le daba tiempo a recoger el letrero antes de ir a trabajar. Tal vez Chloé no se sentiría tan excluida al verlo colgado en su lugar. Puso en marcha la furgoneta justo cuando la primera gota de lluvia caía sobre el parabrisas.
¡Un poco de agua no le haría daño! Fabian se subió la cremallera de la chaqueta de ciclista, aliviado por haber atravesado Fogas sin ser visto. No estaba de humor para charlar sobre cosas intrascendentes, y mucho menos para soportar los consejos sobre ciclismo del conciliábulo de ancianos que normalmente se reunían bajo el tejado del antiguo lavadero ahora en desuso, a la entrada del pueblo. ¡Como si todos ellos se hubieran paseado con el maillot amarillo por los Campos Elíseos!
Normalmente Fabian se detenía allí y les daba gusto, escuchando interesado los relatos de antiguas carreras. Hoy se alegró de que el lavadero comunal estuviera desierto, y de la ausencia de aquellos cuerpos fornidos apoyados en las paredes de piedra, envueltos en el humo de los cigarrillos, que se agitaba a causa de la vibración del aire que provocaban las risas. En su lugar solo se oía el repiqueteo rítmico y constante de las gotas de lluvia al caer sobre el tejado de pizarra.
Empujó con fuerza los pedales al dejar las últimas casas atrás, y sintió una punzada de dolor en la pantorrilla derecha, producto de un antiguo calambre que ahora reaparecía.
¡Bien!
Fabian se sentía un tanto masoquista. Se odiaba a sí mismo por su falta de valor y de carácter.
Eligió deliberadamente la ruta que salía de La Rivière por la pista que rodeaba el pueblo detrás de la oficina de correos quemada y alrededor de la iglesia, para iniciar el difícil ascenso a Fogas, que reseguía la cresta de la montaña. Era como si deseara castigarse a sí mismo, con la esperanza de que el dolor físico aliviara su tortura mental.
Pero la fuerte pendiente que ascendía sinuosamente hasta el Ayuntamiento, y que parecía haber sido ideada para desanimar a cualquiera que no estuviera absolutamente decidido a visitar al alcalde, solo consiguió aumentar su frecuencia cardíaca y producirle una sensación de quemazón en los muslos.
No pudo dejar de pensar en ella.
Echó un vistazo a la derecha al llegar al llano que se extendía más allá del pueblo, y comprobó que las vistas de ordinario asombrosas de las montañas habían quedado ahora ensombrecidas por los nubarrones negros que se precipitaban hacia el pueblo, como si fueran una réplica de su estado anímico.
¡Ni siquiera era capaz de predecir el tiempo! Había caído en la trampa de la estrecha franja de cielo azul y ahora se encontraba en medio de una tormenta. Y eso que se lo habían advertido.
Todos le habían avisado de que Stephanie le rompería el corazón. Y así había sido.
Había encontrado a otro hombre. Mientras Fabian vacilaba y perdía los nervios, alguien había conseguido que Stephanie fuera suya.
Pierre. ¿Qué clase de hombre sería?
Probablemente un tipo musculoso con dientes blancos y perfectos y una melena rubia. La clase de hombre capaz de colocar diez postes para la valla en su sitio antes del desayuno, y sin resoplar siquiera.
Fabian hizo una mueca y volvió a pedalear, intentando aclarar sus ideas. Pero no hubo manera. Era lo único en lo que podía pensar. Y aquellos pensamientos le estaban haciendo muy desgraciado.
Su hasta entonces incolora existencia había sufrido una eclosión de vivos colores en el momento en que los labios de Stephanie habían rozado los suyos, y durante las últimas cuatro semanas, su vida se le había antojado llena de posibilidades, entre ellas la de que Stephanie llenara cada prosaico momento de una luminosa esperanza.
Las palabras de Chloé habían desgarrado su optimismo igual que unas tijeras melladas abriéndose camino por una tela, y solo le quedaba aceptar que sus sueños nunca habían tenido una base sólida.
René tenía razón: Stephanie estaba a otro nivel.
Pero mientras pedaleaba con fuerza, sintiendo las piernas moviéndose vigorosamente y el corazón desbocado, aquella idea apenas le sirvió de consuelo para mitigar su malestar. Después de aquello, ni siquiera sabía si podría seguir viviendo en Fogas. ¿Cómo soportar seguir allí y verla cada día, sabiendo que no tenía la más mínima posibilidad de conquistarla ni tampoco de olvidarla?