L’épicerie (33 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

BOOK: L’épicerie
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—¿Qué habéis dicho? —Stephanie intervino en un tono de voz estridente.

—He dicho que seguramente…

—No, tú no. Annie, ¿qué has dicho de un tatuaje?

Todos miraban fijamente a Stephanie, que ahora parecía horrorizada, con el rostro lívido y los ojos desorbitados.

—El conductor de la furgoneta. Tenía un tatuaje en el brrrazo de la banderrra de Brrretaña.

Stephanie sintió que la bolsa de la compra se deslizaba de entre sus dedos ahora inertes, y al seguirla con la mirada en su descenso vio la frase completa escrita de forma mágica en el polvo.

DESCONFÍA DE LAS IMITACIONES

—Oh Dios mío —susurró con los ojos clavados en las palabras ya familiares, al llevar colgadas en la pared del cuarto de Chloé durante meses. Ahora la última pieza del rompecabezas parecía encajar.

Él estaba allí. Había dado con ellas. Y sus vidas corrían peligro.

¡MUÉVETE!

Eso fue lo que le gritó su cuerpo, y ella le hizo caso de inmediato: salió trastabillando del bar y corrió hacia su furgoneta. Tal vez todavía tenía tiempo suficiente. Si actuaba con rapidez, quizá podrían salir ilesas de aquel apuro antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Qué demonios…? —Fabian observó boquiabierto cómo Stephanie se precipitaba por la puerta tras dejar la bolsa de la compra tirada en el suelo. Los tomates salieron rodando bajo la mesa y el contenido de la botella de vino rota formó un charco de líquido rojo en medio del polvo acumulado bajo la lona.

—¿Qué le ha hecho ponerse así?

—¡No tengo la menor idea! —respondió Annie con aire preocupado—. ¿Y tú, Josette?

Josette no dijo nada. Durante la última media hora había observado a Jacques soplando laboriosamente el polvo de las esquinas hasta reunir un montoncito justo delante de Stephanie. Después había escrito un mensaje, dibujando con esmero cada una de las letras a cada espiración. El esfuerzo casi había acabado con él. Ahora estaba recostado contra la pared, respirando con dificultad, con las mejillas amoratadas y la cara llena de polvo.

Independientemente del significado de aquellas palabras, la frase había surtido efecto: a Stephanie le había invadido el pánico y había salido despavorida. Josette apenas había alcanzado a leerla antes de que el vino enturbiara las letras, pero no tenía la menor idea de qué quería decir. Ni de por qué Stephanie se había asustado tanto.

—¿Por qué la mención de un tatuaje podría hacerla reaccionar así? —caviló, intentando desesperadamente dilucidar la razón.

—No creo que fuera porque se trata de un tatuaje, tía Josette, sino más bien por lo representado en él: la bandera de Bretaña.

Annie y Josette ahogaron un grito simultáneamente.

—No creerás… —Annie palideció—. Él no habría podido…

—¡Tiene lógica! —exclamó Josette.

—Pero ¿prrrecisamente ahora? Stephanie ha tenido siempre mucho cuidado.

—No estoy segura, pero no se me ocurre ninguna otra explicación para esa reacción de terror. ¿Tú qué piensas?

Fabian se había perdido, había quedado excluido de la conversación debido a su integración relativamente reciente a la vida del municipio.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó en un tono de exigencia.

—El conductor de la Renault viene de Bretaña, ¿no es así? ¿Te fijaste en el departamento?

—Los dos últimos números de la matrícula eran 29, y corresponden a Finistère. Pero qué tiene esto que…

—¡Finistèrrre! Stephanie viene de allí.

—Lo siento pero no…

—Creemos que podría ser el ex marido de Stephanie —explicó Josette.

—¿Y por qué debería suponer eso un problema…?

—Porque es un hombre violento y Stephanie ha pasado los últimos siete años escondiéndose de él.

—Y ahora, quién sabe cómo, ¡la ha encontrrrado!

—¡Dios mío! —Una oleada de angustia invadió a Fabian cuando su memoria le trajo la imagen del forastero que, hacía varias semanas, había hecho tantas preguntas sobre Stephanie y su hija—. Creo que ese hombre estuvo aquí.

—¿Aquí? ¿En el bar?

Fabian asintió débilmente.

—¿Cuándo?

—La noche que fuiste a la reunión del consejo municipal. Entró un hombre vestido de cazador y no paró de hacer preguntas sobre Stephanie. Entonces no le di importancia. Solo me llamó la atención que no tenía pinta de jardinero ecológico. Y luego volví a verlo…

Fabian no pudo acabar la frase, como si tuviera la garganta hueca, al darse cuenta de hasta qué punto podía haber evitado la comprometida situación a la que ahora Stephanie tenía que enfrentarse.

—¿Dónde lo viste? —espetó Josette.

—En su casa.

Annie inhaló aire a través de los dientes, en una señal inequívoca de alarma.

—¿Y no pensaste en avisar? —preguntó su tía con incredulidad.

Fabian negó sacudiendo la cabeza con aire abatido.

—¡No te esfuerrrces en ponerrr ese aspecto desamparado! Stephanie está en peligro y tenemos que hacer algo —dijo Annie con un ladrido.

—Tienes razón. Tengo que ir allí.

—¿Cómo? Tu coche está en tu casa y tu bicicleta está hecha trrrizas. Será mejor que llamemos a Chrrristian.

Annie cogió el teléfono y empezó a marcar el número, pero nadie respondió. Colgó con mano temblorosa y expresión sombría.

—Prueba con Paul —la apremió Josette. Annie obedeció de inmediato y Lorna respondió al segundo timbrazo.

—¿Está Paul contigo? ¿No? Vaya. —Annie hizo una seña a Josette para indicarle la negativa—. No, no es nada urrrgente. Ya hablaré con él más tarrrde.

Volvió a colgar.

—Está en St. Girrrons. Volverá en una horrra.

—¡Esto es absurdo! —Fabian golpeó la barra del bar en señal de frustración, con tanta fuerza que hizo dar un brinco a ambas mujeres—. Podría estar allí en veinte minutos. ¡Solo necesito una maldita bicicleta!

Josette se llevó la mano a la boca.

—¡Oh! ¡Pero qué tonta soy! Yo tengo una bicicleta. En el cobertizo. Ve a cambiarte, cariño y…

Pero estaba hablando sola. Fabian ya se había ido y subía las escaleras de dos en dos. Los dolores que aquella mañana le torturaron al despertar de repente se habían esfumado, debido al miedo que ahora le instaba a actuar.

Jacques miraba por la ventana mientras todos se ponían en acción.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos. Y el proceso le había dejado exhausto. ¿Quién habría podido imaginar que soplar polvo fuera tan duro?

Se había angustiado la noche anterior cuando llevaron a Fabian al bar, convencido de que el conductor de la furgoneta era el cazador con las botas Le Chameau. Y después de escuchar la conversación de René y Paul estaba casi seguro de que no había sido un accidente.

De modo que cuando oyó a Annie describir lo que le había sucedido a Chloé, supo que había llegado el momento de avisar a Stephanie.

Y ella aparentemente le había entendido. No podía hacer nada más.

Suspiró con fuerza y se sentó en la repisa de la ventana mientras Josette sacaba su bicicleta Peugeot del cobertizo y la dejaba apoyada en una mesa para quitarle las telarañas y pasar rápidamente un trapo por el sillín. Entre tanto, Annie hinchó los neumáticos.

—¡Guau! —exclamó Fabian al entrar en el bar poniéndose las zapatillas, con los pantalones desgarrados a la altura de la cadera y el jersey manchado de barro—. ¿De dónde has sacado esto?

Pasó la mano por el cuadro de fino metal y se sorprendió al comprobar su peso, acostumbrado a las bicicletas de carbono mucho más ligeras.

—Era la bicicleta de carreras de tu tío Jacques.

—¡No sabía que competía!

Josette sonrió con orgullo.

—Era bueno. Podría haber sido profesional.

—¿Y por qué lo dejó?

—Por el trabajo. Estábamos muy ocupados en aquella época. No tenía tiempo de entrenar. Y con el ciclismo no se ganaba dinero —concluyó Josette encogiéndose de hombros.

—La trataré con cariño. ¡Te lo prometo! —Fabian le dio un beso en la mejilla y montó en la bicicleta pasando una pierna por encima del cuadro.

—Llámanos cuando hayas llegado —le instó Annie—. Para saber que va todo bien.

—Lo haré. A ver si podéis localizar a Christian mientras tanto. Y a Chloé. Decidle que se quede en casa de los Rogalle. Probablemente de momento estará más segura allí, hasta que sepamos qué está pasando.

Empezó a pedalear, pero el sillín estaba demasiado bajo, el cuadro era demasiado pequeño y notaba la bicicleta muy pesada, de modo que cuando inició el ascenso de la cuesta hacia Picarets la cadera empezó a protestar, a lo cual se sumó el terrible dolor en la rodilla. Sabía que no sería fácil. Pero era una emergencia: Stephanie le necesitaba. Y solo por eso estaba dispuesto a todo.

Hizo una mueca de dolor y aceleró el ritmo, esperando desesperadamente que sus esfuerzos no fueran en vano.

—Tal vez estemos exagerando —dijo Josette al ver la figura esquelética de Fabian alejarse pedaleando.

—Tal vez. Pero es mejor asegurrrarse que arrrepentirse.

—Llamaré a los Rogalle. A ver si puedo localizar a Chloé.

Cogió el teléfono mientras Annie empezaba a recoger el desbarajuste dejado por Stephanie. Recogió los tomates y el queso del suelo, y entonces reparó en el montón de polvo, en parte empapado por el vino. Estaba desconcertada observando las letras todavía visibles, pero la voz angustiada de Josette desvió su atención.

—¡Chloé no está! Madame Rogalle ha recibido la llamada desviada a su móvil, está de camino a St. Girons con los chicos, y me ha dicho que Chloé se fue hace rato.

—¡Maldita sea! —Annie sintió que se le encogía el pecho—. ¡Tenemos que avisarla de que no vaya a casa, pero no queda nadie en Picarrrets a quien llamar! ¿Por qué tenía que pasar todo esto en día de merrrcado?

—¿Y el móvil? ¿No tiene Chloé uno?

—¡Sí! Le regalé el que me dio Vérrronique.

—Dime el número —preguntó Josette con los dedos posados en el teclado del teléfono.

Annie arrugó la cara.

—No lo recuerrrdo —susurró, odiándose a sí misma.

—¡Pues llamaremos a Véronique! Ella tiene que saberlo.

—No servirrrá de nada. Está en un funerrral en Massat. Un compañero de la oficina de corrreos de allí. Segurrramente lo tendrrrá apagado.

—Entonces no podemos hacer nada más. Tendremos que esperar aquí sentadas.

—¡Me siento como una anciana inútil!

—No tanto como yo. ¡Acabo de recordar que tenemos un coche nuevo en el garaje y he hecho que Fabian suba la cuesta con una bicicleta que podría ser una pieza de museo!

Annie esbozó una media sonrisa y Josette le dio unas palmaditas en el brazo.

—Así está mejor. Intentaré hablar con Stephanie. Ya debería haber llegado a casa.

Josette marcó el número, pero a medida que sonaban los timbrazos sin respuesta empezó a invadirla una sensación de terror. Y entonces tomó la decisión, allí y en ese momento, de que aprendería a conducir a toda costa.

Él estaba preparado. Había esperado mucho tiempo ese momento. Y por fin había llegado la hora.

Sintió que se le agarrotaban lentamente las piernas por haber estado tanto tiempo agazapado, pero ignoró el dolor, tal como había aprendido a hacerlo cuando estaba de caza.

Y hoy estaba cazando.

Había sido la presa que más se le había resistido en su vida, por lo que había procedido tal como mandaban los cánones. Había dedicado mucho tiempo a reconocer el terreno. Había observado y escuchado, hasta llegar a saber todo lo relativo a sus costumbres, rutinas y su vía de escape más probable.

Estaba seguro de que no había dejado ningún cabo suelto.

Ahora lo único que tenía que hacer era esperar. Ella acudiría a él. De eso estaba seguro.

Capítulo 17

S
tephanie ascendía por la carretera a una velocidad que nunca creyó capaz de alcanzar con su furgoneta, derrapando en las curvas y pisando a fondo el acelerador en los escasos tramos rectos. Por la ventanilla veía desfilar los árboles, sus contornos desenfocados.

Haría las maletas con lo imprescindible, recogería a Chloé de casa de los Rogalle y luego…

Luego volverían a huir.

No había otra alternativa. Él la había advertido de que no se le ocurriera abandonarlo, como si hubiera podido leerle los pensamientos y descubrir los planes que Stephanie tenía en la cabeza. La amenazó con tomar represalias cuando las encontrara y ella le creyó.

Por esa razón, cuando por fin reunió el valor suficiente para escapar, con la cara todavía hinchada por los golpes, se dirigió a los Pirineos, con la esperanza de que las montañas ofrecieran a ambas la posibilidad del anonimato, y confiando en que, al vivir en una pequeña comunidad, siempre se enterarían de la llegada de un forastero.

Pero el plan no había salido según lo previsto. De algún modo había conseguido dar con ellas, y por lo que había dicho Annie, llevaba algún tiempo merodeando. Observándolas. Acechando.

Aparentemente, toda la comunidad había advertido su presencia. Todos menos ella. Su famoso sexto sentido no había servido de nada. Había estado demasiado absorta en sus propios problemas.

¡Y pensar que Chloé había subido a aquella furgoneta!

Sintió un sollozo subiéndole por la garganta y dejó escapar un grito ahogado de ira contra sí misma.

¿Por qué Chloé no le había contado nada? ¿Acaso había estado tan ocupada que su hija había creído que no le haría caso?

Stephanie respiró hondo haciendo un esfuerzo por aplacar la oleada de pánico que empezaba a invadirla.

Como mínimo llevaba un poco de ventaja. Sabía que él iría a buscarlas.

Bruno Madec.

Su marido.

Stephanie había contado a todo el mundo que estaba divorciada, pero nunca llegó a presentar la solicitud de divorcio. No se había atrevido a hacerlo, puesto que de ese modo habría revelado su ubicación. Le pareció mejor seguir viviendo con aquel contrato que legalmente los seguía vinculando que darle la oportunidad de encontrarla y que todo acabase de la única forma que Bruno conocía: con sus puños.

Al principio no había sido así. Stephanie era una joven rebelde, y su fuerte temperamento a menudo le había causado problemas. Él era muy atento e incluso amable. Cuando se hizo el tatuaje, tenía la intención de grabar el nombre de Stephanie sobre la bandera para llevar consigo para siempre las dos pasiones de su vida: Bretaña y Stephanie. Ella le había convencido de que no lo hiciera, quizá porque ya intuía que su futuro era incierto. Ya en el exterior del estudio del tatuador él le enseñó el brazo, adornado con la bandera a rayas horizontales blancas y negras, y once flechas negras en la esquina superior derecha.

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