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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (32 page)

BOOK: Lennox
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Sonreí.

—¿Le molesta? —le pregunté, mientras sacaba mi pitillera de plata y le ofrecía un cigarrillo a Brodie. Encendí los de ambos—. He de ser honesto, señor Brodie. Sospecho que su cliente, por la razón que sea, busca vender rápido. Nosotros podríamos adaptarnos a esa exigencia si el precio no se aleja de la suma inicial, sujeto a un escrutinio de nuestra parte. Pero necesito saber si es ése el caso.

Mi actuación era hábil. Proyectaba tan poca personalidad que empezaba a convencerme a mí mismo de que era un honesto contable de Edimburgo. Brodie me miró un momento con el ceño fruncido. Estaba reflexionando sobre algo. O contando ovejas en su cabeza. Por fin, dijo:

—Mi cliente está organizando el patrimonio de su cónyuge, recientemente fallecido. Es un momento duro para ella y quiere cerrar todo el asunto lo antes posible.

—Entiendo —dije, echando la cabeza para atrás y lanzando una voluta de humo hacia el techo—. Entonces supongo que podremos hacer negocios. ¿Sería posible hablar con su cliente?

—Me temo que no —dijo Brodie en tono de disculpa—. Me temo que la señora Andrews ha salido del país.

—Entiendo —repetí, en un tono que daba a entender que aquello podía traer dificultades. Él no respondió: estaba claro que le preocupaba que yo me marchara, así que supuse que era cierto que no sabía dónde estaba ella. Dejé que el silencio creciera en el aire y luego dije—: Mi cliente también busca una vivienda para su gerente general. Él, es decir, el gerente general, le había echado el ojo a una propiedad que ustedes tenían en venta en la calle Dowanside. Me pregunto si aún está en venta.

Saqué una hoja de papel de mi bolsillo y le pasé a Brodie la dirección del antiguo prostíbulo.

—Oh, sí… —respondió Brodie arqueando una ceja, lo que, considerando que era tan densa y lanuda como un vellón de oveja, no era un logro desdeñable—. Me temo que en este caso no podré ayudarlo; por desgracia, ya se ha vendido.

—¿Quién era el propietario anterior? —pregunté—. Ése es el motivo por el que el gerente general había elegido esa casa en particular; pensaba que conocía a los dueños.

—La señora McGahern —contestó Brodie.

El escudo Neanderthal de sus pesadas cejas de Ayrshire se deslizó un poco sobre los ojos en una expresión de sospecha. Supuse el motivo: estaría pensando, suponía, que era demasiada coincidencia el hecho de que yo nombrara justo aquellas dos propiedades: una de Lillian Andrews y la otra de una viuda de guerra, la señora McGahern, quien casualmente era la hermana de la señora Andrews. Brodie examinó mi tarjeta de visita desde el alero de sus cejas. Me incorporé.

—Bien, gracias, señor Brodie —dije, y nos estrechamos las manos—. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo respecto de Ardbruach House.

Las densas cejas se levantaron un poco y él sonrió. Le prometí que permanecería en contacto y me marché.

Telefoneé a Sneddon desde una cabina en Great Western Road y lo puse al día. No parecía muy complacido de que todavía estuviera siguiendo el rastro de los McGahern, a pesar de lo que le había contado sobre Arthur Parks, Margot, la hermana de Lillian Andrews y el holandés grandote.

—Tú limítate a averiguar quién mató a Parky —dijo—. No me importa cómo lo hagas.

—Escuche, señor Sneddon. Realmente creo que nos enfrentamos a algo mucho más grande. Y me parece que podría representar una amenaza para usted y los otros dos Reyes.

—¿Estás diciendo que alguien intenta quedarse con todo el negocio?

—No. De hecho, no creo que sea eso. Me parece que ni siquiera están interesados en Glasgow. Pero operan desde aquí y me temo que todo esto va a levantar una enorme tormenta de mierda sobre ustedes tres sólo porque la policía va a empezar a alterarse.

—¿Y esto qué tiene que ver con Parky?

—Aún no lo sé. Pero él estaba metido, de alguna manera. Y tengo la desagradable sensación de que los uniformes policiales robados también tienen algo que ver con todo esto. Aquí ocurre algo más grande que lo que percibimos. Tengo una especie de teoría a medias, pero necesito elaborarla un poco más. Si usted quisiera organizar una operación de chantaje, me refiero a incriminar a personas que pueden pagar mucho dinero, ¿a quién utilizaría?

—Yo no me meto en esa mierda —dijo Sneddon—. Implica a civiles.

—Pero si lo hiciera, ¿a quién utilizaría?

—Ése es el problema. Hablaría con Parky. También está ese capullo de Danny Dumfries, supongo, pero yo no confiaría en él. Está metido con Murphy.

—Oh, sí… No creo que esto fuera del estilo de Dumfries.

—Tal vez, pero él sí se mete en un montón de mierdas muy sórdidas que nosotros no tocaríamos.

«Desde luego —pensé—, la vida debe de ser un gran dilema moral para usted».

—Seguramente son unos cabrones muy duros —dijo Sneddon, cambiando de tema—. Quiero decir, por hacerle eso a Parky.

—¿A qué se refiere? —pregunté—. No es por faltarle al respeto a Parks, pero imagino que un par de sarcasmos hirientes habrían bastado para ponerlo de rodillas.

—En eso te equivocas. He meditado sobre esto, ¿sabes?, sobre el asunto de los McGahern. Es posible que hubiera alguna conexión entre Parky y McGahern. Parky era un tipo duro; no te dejes engañar por el hecho de que fuera mariquita. Era más duro que cualquiera de mi equipo, mucho más. Yo sé qué clase de persona era; eso nunca me importó. Pero en el ejército no aceptaban a los de su clase porque pensaban que corromperían a los otros soldados, esas gilipolleces. De modo que Parky lo disimuló. Fingió ser lo que no era para poder combatir por el Rey y la patria.

—¿Parks combatió en la guerra?

—Más que eso. No lo había pensado antes, pero él estuvo en la séptima división acorazada. Parky era una Rata del Desierto, igual que Tam McGahern.

Capítulo veintiséis

Fui en coche hasta Edimburgo en lugar de volver a tomar el tren. De esa manera podía evitar encontrarme con los asesinos profesionales que viajan en hora punta. Antes de salir llamé para avisar que iría. Aparqué el Atlantic en St. Bernard's Crescent y me hicieron pasar a la misma oficina de la vez anterior.

Helena entró en la habitación y tuve la misma sensación de una patada en las entrañas de la otra vez.

—No te veo durante años y ahora dos veces en el transcurso de un par de semanas. —Sonrió y me ofreció un cigarrillo de una pitillera de plata lisa—. ¿Debo llegar a alguna conclusión respecto a eso?

Sonreí.

—No he venido por negocios, Helena —mentí, y volví a sonreír—, si es a eso a lo que te refieres. Quería volver a verte. ¿Crees que podríamos cenar juntos?

Ella inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás, enarcó una perfecta ceja oscura y me miró de una manera vagamente autoritaria, como si me estuviera evaluando. En ocasiones Helena podía parecer arrogante, y ésos, verdaderamente, eran los momentos en que yo más deseaba follármela.

—De acuerdo —dijo—. Cenaremos aquí. Tengo un apartamento en la planta superior. ¿Por qué no regresas a las siete? Hay una puerta en la parte trasera que te lleva directamente a la cocina. Si tocas el timbre saldré a buscarte. No quiero que entres por la parte delantera…

Dejó la idea sin concluir pero entendí lo que significaba: ella no deseaba recordarme cuál era su oficio.

Me incorporé y recogí el sombrero.

—Tenemos una cita. Podremos hablar de los viejos tiempos. Su sonrisa vaciló.

—No… De los viejos tiempos no. En lo único que quiero pensar es en el futuro.

Llevé el Atlantic de regreso al centro de la ciudad y me detuve en una vinatería esnob de la calle George. El tipo del mostrador tendría como mucho treinta años pero se esforzaba por parecer de mediana edad. Llevaba un par de esos ridículos pantalones de tartán, que en Escocia se conocen como
trews
, y me miró como si yo no pudiera permitirme pagar un vino. La verdad es que era caro. Los escoceses no eran grandes consumidores de vino; en cambio preferían que sus tragos también sirvieran como desatascadores de cloacas. En Edimburgo, cualquier cosa potencialmente exclusiva venía cubierta de una telaraña de esnobismo, y el tipo del mostrador se ocupó de enfatizar lentamente los nombres de los vinos, como si así me ayudara a entender. Como yo me eduqué en New Brunswick hablaba bien francés, así que me divertí humillándolo con una exhibición de mi talento francófono, pidiéndole vinos que no existían y luego poniendo cara de enfado cuando él me contestaba que no los tenía.

Guardé la botella de Fronsac en el maletero y caminé hasta una librería de la calle Princes. Un viento frío agitaba el polvo de la calle y tironeaba de los impermeables de los hoscos viandantes. Me paré y miré el castillo, que se cernía sobre Princes. Sentí que algo se agitaba en mi pecho, la misma vaga inquietud de antes. La había sentido desde que salí de Glasgow y en alguna que otra ocasión antes de eso. Giré rápidamente y alarmé a una joven ama de casa que estaba caminando detrás de mí, agarrando la mano de un niño pequeño. Ella pasó de largo, como muchos otros. Pero no vi lo que mi instinto me decía que tenía que estar allí. Seguí caminando y entré en la librería, tratando de convencerme de que estaba imaginándome cosas. Pero esa sensación permaneció. La de que me seguían muy profesionalmente.

Después de aparcar el Atlantic en la calle Dean, caminé hasta la parte de atrás de St. Bernard's Crescent. Helena debía de estar esperándome en la cocina, puesto que abrió la puerta apenas la golpeé. Llevaba un atuendo menos formal, un vestido rojo oscuro que dejaba al descubierto sus delgados brazos y su largo cuello, y su pelo suelto le llegaba hasta los hombros.

—Sube —dijo. La seguí fuera de la cocina y por una estrecha escalera que evidentemente había sido diseñada en un primer momento para la servidumbre. Estaba claro que Helena intentaba evitar que viera la actividad principal de la casa. Como si pudiera olvidarlo.

Había supuesto que ella llevaría la comida desde la cocina, pero cuando llegamos al ático se hizo claro que se trataba de una residencia autosuficiente. Su espacio, separado de los negocios. Las habitaciones que ella ocupaba habrían sido originalmente de los criados pero, dada la escala georgiana de la casa, seguían siendo bastante impresionantes. Había un pequeño sector abovedado, dividido por una cortina de cuentas detrás de la cual algo burbujeaba en una hornilla y llenaba la habitación de un aroma profundo y apetitoso.

—Lo único que echo de menos aquí es un piano. Hay uno en la sala, pero pocas veces tengo la oportunidad de tocarlo.

Le di el libro que había elegido para ella por la tarde en la calle Princes,
La fuente del deseo
, de John Secondari. Ella cogió el vino de mis manos y sirvió una copa para cada uno.

Mientras cocinaba miré por la ventana. Había una columnata de pilares de piedra en el borde del techo, y alcancé a ver más allá de los árboles en la calle de abajo. Edimburgo estaba muda y gris bajo un cielo veteado de seda roja, crepuscular. Pensé en que había estado antes allí, en otro apartamento, mirando otra ciudad, mientras Helena cocinaba, y habíamos charlado y reído y nos habíamos engañado mutuamente con palabras sobre el futuro. Según mi experiencia, el futuro era como un día de paseo junto al mar en Largs; en principio sonaba maravilloso, pero cuando llegabas allí resultaba ser la misma mierda de siempre.

De pronto me sentí cansado y deseé no estar allí. Pero sonreí lo más alegremente que pude cuando ella apareció con dos platos de goulash.

—Es casi imposible encontrar ingredientes más o menos decentes en esta ciudad —dijo ella—. No sé qué tienen los británicos contra la comida que sabe a algo, la que te gustaría saborear.

Se echó a reír y reveló una insinuación de la muchacha que probablemente había sido antes de la guerra. Parecía relajada, y me di cuenta de que su acento se notaba más. Había dejado en la planta baja de la casa a la Helena con la que yo había hablado dos semanas antes, como un abrigo formal que sólo usaba para los negocios.

El goulash estaba delicioso, como siempre. Bebimos el vino que yo había traído y luego una segunda botella que ella tenía. Hablamos y reímos un poco más, luego nos abalanzamos el uno sobre el otro con fiereza casi atemorizadora. Ella me arañó y me mordió salvajemente con algo parecido al odio en los ojos. Después nos quedamos tumbados desnudos sobre la alfombra, bebiendo lo que había quedado del vino y fumando.

—¿Por qué no me dices a qué has venido exactamente? —preguntó ella, con la voz repentinamente fría y dura otra vez.

—He venido a verte, Helena —dije y casi me lo creí yo mismo—. Después de la semana pasada no podía dejar de pensar en ti. En nosotros.

Al menos eso era cierto.

—No hay ningún «nosotros» —respondió ella, pero el frío se había derretido un poco. Se colocó de lado y nos miramos a los ojos—. Nunca existió un «nosotros». Así que, ¿por qué no nos ahorras un montón de tiempo y vas a lo que quieres? A menos que ya lo hayas conseguido.

—No seas así, Helena. No te queda bien.

—¿Qué? ¿Ser amarga y cínica? —Se rio y volvió a ponerse boca arriba. Contempló el techo y fumó mientras yo miraba su perfil finamente cincelado—. Los dos estamos hechos de la misma madera podrida, tú y yo, Lennox. Así que basta de embustes y dime a qué has venido.

—De acuerdo, sí, quería preguntarte algo, pero también es cierto que he venido para verte. Para estar contigo. —Me senté y le di una larga calada a mi cigarrillo—. Escucha, Helena, alguien… una amiga mía… me comentaba el otro día que quería escaparse. Empezar de nuevo. ¿Por qué nosotros no podríamos hacerlo?

Helena se volvió hacia mí. La única luz era el resplandor del fuego y sus tonos dorados y rojizos recortaron los contornos de su cuerpo. Cuando ella habló, fue en susurros.

—Basta. Ya hemos pasado por eso.

—¿Estábamos equivocados? ¿Por qué no resultó? —Me di cuenta de que, en ese momento, yo estaba hablando en serio—. Mis padres tienen dinero, yo tengo un poco de pasta ahorrada y Dios sabe que tú también debes de tener una buena suma guardada en alguna parte. La última vez que estuve aquí tú misma dijiste que soñabas con venderlo todo y empezar una vida nueva. Podríamos marcharnos a Canadá, lejos de todos y de todo lo que ha salido mal en nuestra vida.

Helena se incorporó y volvió a ponerse el vestido sobre el cuerpo. El hielo había regresado a su voz.

—Lo principal que está mal en nuestra vida somos nosotros mismos. Como he dicho, Lennox, tú y yo estamos podridos. Echamos la culpa a todo lo que nos ha ocurrido, pero la verdad es que siempre ha estado en nosotros. Sólo hizo falta un poco de historia para sacarlo a la superficie. Olvídate de lo que he dicho antes… A veces digo tonterías para mantenerme cuerda. ¿Por qué no me dices a qué has venido?

BOOK: Lennox
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