—Escucha, hermana —susurré tan amenazadoramente como pude, al tiempo que la aplastaba contra la pared con la mano con la que ya estaba rodeándole la garganta—. Tú eliges: puedes empezar a gritar y yo te estrangulo aquí mismo en tu vestíbulo, o podemos sentarnos a charlar en tu sofá de una manera agradable y civilizada. Pero tienes que entender algo ahora mismo. Sea cual sea el negocios que tienes con Sally Blane o Lillian Andrews o como demonio se llame ya ha terminado. Ahora estás en un juego diferente que se llama supervivencia. Hablaremos y yo te haré preguntas, luego voy a entregarte a los Tres Reyes. Y créeme, si ellos les regalan una muñeca a sus muchachos, siempre termina rota. Así que el que tú termines esta noche violada, torturada y muerta depende de lo bien que yo pueda convencer a los Tres Reyes de que me has proporcionado todas las respuestas que necesito. ¿Entiendes? —Aflojé la mano lo suficiente como para que ella pudiera respirar y asentir vigorosamente. Volví a apretarla—. No intenten nada raro, ¿de acuerdo?
Ella volvió a asentir. La solté. Me miro con ojos de furia y se frotó la garganta. La agarré del brazo y la hice avanzar hacia la sala. La arrojé sobre el sillón. Sin duda, mi oficio era muy agradable. Cuando me veía empujando a mujeres era cuando más orgulloso me sentía de mi elección profesional.
El apartamento estaba decorado con muebles caros y de un buen gusto sorprendente. Había una mesa y algunas sillas contra una pared. Cogí una de las sillas y me senté delante de ella.
—¿Tú eres Molly? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—No. Me llamo Liz. Molly era Margot… la hermana de Sally. Está muerta.
—Tú trabajabas para esta operación especial, ¿no? Me parece que el nombre del juego era chantaje, ¿verdad?
Liz asintió.
—No sé mucho sobre qué les sacaban a los clientes que extorsionábamos. Yo sólo hacía lo que me decían.
—¿Cómo funcionaba?
—Nos daban un objetivo… algún tío rico o importante. A veces el objetivo sabía que éramos putas, otras no tenían la menor idea de que era una trampa. Pero siempre eran tipos casados, respetables. Después de un tiempo, Tam McGahern entraba de golpe, gritando y lanzando juramentos y amenazando al objetivo. A veces los ablandaba con algunos golpes. Tam se hacía pasar por el novio de quien fuera que estuviera trabajándose al tío. Decía que nos había hecho seguir por un detective y le mostraba las fotos. Entonces amenazaba con mandarlas a la esposa del objetivo o a los periódicos.
—A menos que el objetivo hiciera exactamente lo que Tam quería.
—Más o menos así.
—¿Y John Andrews era el objetivo de Sally Blane?
—Eso fue antes de que yo entrara, y a Sally yo siempre la conocí como Lillian Andrews. Me enteré después de que la chica a la que mataron era la hermana de ella y de que el verdadero nombre de Lillian era Sally.
—¿Entonces es cierto que Margot está muerta?
—Sí. Y a causa de lo que hacíamos. Tam representó su habitual papel del novio enfadado en la calle delante de un club en el que habían estado Margot y su objetivo, y Lillian iba con ellos. Tam tenía las fotos y todo. Empezó a sacar al tío del coche pero a éste le entró pánico y huyó con Margot y Lillian todavía dentro. Dentro del coche, quiero decir. Tam persiguió al objetivo por toda la ciudad y llegó a Paisley Road West. El objetivo perdió el control del coche y se estrelló contra el puente del tren. Margot y él murieron de inmediato. Lillian estaba en la parte de atrás. Quedó un poco magullada, pero bien, aunque se reventó la nariz y la mandíbula. Pensaba que perdería su atractivo, pero Tam hizo que un especialista se ocupara de ello.
—¿Quién te contó todo esto?
—Una de las otras chicas, Wilma.
—¿Wilma Marshall?
—Sí. ¿La conoce?
—Nos hemos visto.
Liz se frotó la garganta y frunció el ceño.
—¿Puedo tomar un vaso de agua?
—De acuerdo. Pero te haré compañía.
Entramos a la pequeña cocina y ella llenó un vaso del grifo. Me apoyé en el marco de la puerta y le sonreí. Me sentía bastante atractivo. Intercambiamos una mirada y en ese segundo ella supo que yo sabía quién era ella en realidad. El temor desapareció de sus ojos, dejando lugar a un odio frío y oscuro.
—Tienes un gran trabajo, Lennox —dijo. Sonreí más ampliamente.
—No recuerdo haberme presentado —dije.
—Sí. Un gran trabajo. Debes de pasarte la mitad de la vida mirando hacia atrás.
—En realidad no. Tiendo a ser de los que piensan en el futuro. Encajo con la nueva era.
—¿En serio? Tal vez sería hora de que empezaras a mirar hacia atrás. —Sonrió. Una sonrisa que me hizo pensar «oh, mierda».
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, algo relampagueó delante de mis ojos al tiempo que caía en forma de lazo sobre mi cabeza y alrededor de mi cuello y se apretaba con fuerza. Una banda gruesa que parecía de cuero. De pronto respirar dejó de ser algo que se daba por sentado cuando mi atacante me empujó hacia atrás contra su cuerpo. Giró algo en mi nuca un par de veces y tanto mi cabeza como mi pecho sintieron que estaban a punto de explotar: una por falta de sangre, el otro por falta de aire. Me la iban a jugar igual que a Parks y a Smails.
Traté de agarrar la banda y luego, inútilmente, moví las manos hacia atrás por encima de los hombros. La falta de oxígeno hizo que comenzase un zumbido en mi cabeza y empecé a asustarme. Pero recordé algo que había aprendido durante mi entrenamiento militar y en lugar de tratar de zafarme, aflojé las piernas y me dejé caer como una piedra. Caí tan rápido que desplacé el centro de gravedad de mi atacante. El mantuvo la presión sobre el garrote pero tuvo que separar las piernas para sostenerse y agarrarme como una oveja a la que llevan a esquilar.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y accioné el resorte de la navaja. Puse toda mi fuerza para lanzarla en un veloz arco hacia arriba y apunté, a ciegas, hacia una zona por encima de mi cabeza. Supuse que allí estarían sus testículos. Debí de haber acertado, o al menos anduve cerca, porque él lanzó un alarido de agonía y el garrote se aflojó en torno a mi cuello. Yo no había soltado la navaja, y la retorcí cruelmente, como para aplastarle los huevos. Otro aullido, que me hizo alegrarme ante la idea de que él ya no le pasaría a la generación siguiente su talento para estrangular.
Conseguí incorporarme y giré para enfrentarme a él. Medía un poco más de un metro setenta, era de piel oscura y tenía aspecto de provenir de Oriente Medio.
Saqué la navaja de su ingle, retorciéndola malévolamente un poco más al hacerlo. Él cayó sobre sus rodillas agarrándose los genitales mientras la sangre le caía entre los dedos. Sufría arcadas y tenía grandes espasmos. Ya no representaba ninguna amenaza para mí, pero ese hijo de puta había tratado de matarme. Y había matado a Parks y a Smails.
Me tomé mi tiempo y me aseguré de que la patada le diera justo en la boca y le hiciera volar los dientes. Yo había regresado a un sitio en el que había estado demasiadas veces durante la guerra. Sentí el antiguo cosquilleo, el tiempo que se desaceleraba, la ausencia absoluta de sentimiento alguno por el hombre al que estabas matando. Y sabía que eso era lo que iba a hacer. Lo agarré del pelo y tiré de su cabeza hacia arriba para poder meterle la navaja detrás de la tráquea antes de empujarle hacia delante y sacarla. Así ese cabrón sabría lo que es luchar por respirar.
Lo que no había tenido en cuenta es que, en la guerra, no es común tener a una mujer a tus espaldas con acceso a pesados utensilios de cocina. Había olvidado a Liz, principalmente porque ella no había hecho el número habitual de lanzar histéricos alaridos de fondo. Estaba a punto de acabar con mi amiguito árabe cuando un tren me arrolló la nuca.
Caí pero no me desmayé. Ella volvió a atizarme con algo hecho de hierro forjado y me dio en la sien. Esta vez las luces disminuyeron y pude disfrutar de los fuegos artificiales que estallaron en mi cabeza. Estaba bastante aturdido, pero aún no había perdido el conocimiento y ella sabía que tenía que marcharse rápido. Oí que ayudaba a su moreno camarada a incorporarse y que lo hacía salir rápido del apartamento. Me puse de pie, apoyándome en la encimera. La cabeza me dolía un huevo, sentía un cálido chorro de sangre por la nuca y el mundo seguía un poco torcido sobre su eje. Dirigí la mirada hacia abajo, donde ella había dejado caer la sartén de hierro. Sentí que había tenido suerte de que no hubiera escogido un cuchillo. Los glasgowianos se matan entre sí más en la cocina que en cualquier otra habitación de sus casas. Es cierto que lo hacen cocinando, pero seguía considerándome afortunado de salir entero.
Empapé un trapo y lo sostuve contra mi cabeza, pero de todas maneras decidí que trataría de alcanzarlos. Había manchas de sangre a lo largo del suelo de linóleo que se extendía hasta la escalera comunitaria. Bajé corriendo los escalones, con la cabeza latiéndome a cada paso. Luego corrí por el pasadizo y salí a la calle. Habían desaparecido, al igual que el Baby Austin.
Avancé tambaleándome hasta donde había aparcado el Atlantic y tuve que parar a mitad de camino para vomitar. El vómito me ardió en la garganta aplastada. No había nadie en la calle, pero aunque lo hubiera, la visión de un glasgowiano agarrándose a un poste de luz y lanzando un chorro de vómito en la acera no era algo tan extraordinario. Me sentí un poco mejor, pero cada pulsación hacía sonar un timbal en mi cabeza. Ya me habían dado una paliza en dos ocasiones y sabía que no me encontraba bien; hasta era posible que tuviera el cráneo fracturado. Me dejé caer en el asiento del conductor y me quedé quieto un momento, dejando que el mundo que giraba bajara un poco la velocidad antes de salir.
Cuando esto terminara, cobraría muy bien a los Tres Reyes y lo agregaría a los ahorrillos que venía acumulando. Tal vez, cuando esto hubiera terminado y si yo seguía vivo, cogería ese barco de regreso a Canadá. Uno nunca sabe cuándo ha tocado fondo. Pero sin duda, esto se le parecía mucho.
Llamé a Sneddon desde una cabina. Había organizado una reunión para la noche siguiente. Le pregunté si podía ser antes pero él dijo que cada uno de los Reyes debía encontrar la manera de eludir a la policía. Le conté lo que había ocurrido en el apartamento.
—El tipo que trató de estrangularme fue el que mató a Parks y a Smails —le dije. Le expliqué lo que le había hecho al árabe.
—Bien. Por lo que me dices parece que ese cabrón se va a desangrar hasta morir. Pero quiero estar seguro. Encontrémonos mañana a las ocho en Shawfields.
—De acuerdo.
Colgué. No quise contarle a Sneddon que no me encontraba en forma. La religión y una idea mal concebida de la historia habían conspirado para que Sneddon y Murphy se odiaran a muerte, pero en realidad ambos eran caras de una misma moneda. Y no convenía mostrarse débil ante ninguno de los dos. Volví a marcar.
—¿Jonny? —dije—. ¿Puedo ir a verlo? Y… ¿puede conseguirme un médico?
La casa de Jonny Cohen estaba en Newton Mearns, más cerca que la de cualquiera de los otros Reyes, pero había otra razón para ir allí. Mi instinto me decía que en esa casa obtendría la ayuda que necesitaba.
Sin embargo, en este caso sí me pareció necesario advertirle a Jonny de que estaba muy maltrecho y sugerirle que tal vez deberíamos encontrarnos en algún otro sitio en lugar de su casa, pero él insistió, dijo que me recibiría en la puerta y se ocuparía de mí. Me señaló que tendría que aceptar que la pasma me viera llegar: Jonny estaba bajo vigilancia policial, igual que los otros dos Reyes y todos los miembros principales de sus bandas.
Me fue difícil, pero de alguna manera conseguí conducir hacia el sur, rumbo a Newton Mearns, y aparcar el Atlantic a tres manzanas de la casa de Jonny, lo bastante lejos de la vista de los policías que lo vigilaban. Esa caminata de tres manzanas fue lo que más esfuerzo me costó. Me encasqueté el sombrero bien abajo, justo por encima de los ojos, y subí el cuello de mi impermeable. Por dos razones: para ocultar mi rostro lo mejor posible, y para que no se viera que el cuello de la camisa se me había teñido de un color rojo fuerte. Caminé de la manera más recta y decidida que pude, pero empecé a tener calor y me di cuenta de que la transpiración que sentía dentro del sombrero y que me caía por la nuca en realidad era sangre.
Jonny abrió la puerta y me invitó a pasar con gesto casual. Al menos, así parecería desde la distancia a la que estaba el coche patrulla. No me benefició mucho ver la impresión en la cara de Jonny, en especial teniendo en cuenta que él mismo tenía el rostro todavía lleno de magulladuras y un ojo hinchado gracias a su encuentro con el superintendente McNab y sus muchachos.
—Mierda, Lennox… —dijo, después de cerrar la puerta. No respondí: estaba demasiado ocupado cayéndome contra las baldosas italianas de su pasillo.
Recobré el conocimiento al mediodía siguiente. Había una mujer gorda de mediana edad sentada al lado de la cama leyendo un periódico, y tan pronto oyó que me agitaba se puso de pie y se inclinó sobre mí, sujetándome cada hombro para que no me moviera.
—Ahora no, cariño —dije débilmente—. Me duele la cabeza.
—Sí, muy gracioso —respondió ella de una manera que me indicó que no lo consideraba así—. Quédese quieto y no mueva la cabeza. Iré a buscar al señor Cohen.
Me quedé quieto y miré el techo. Me sentía endemoniadamente enfermo y mi cabeza seguía resonando con un dolor constante y agudo. Jonny entró y se acercó.
—¿En qué mierda te has metido, Lennox? Hice que el doctor Banks te revisara. Te cosió la cabeza pero insistió mucho en que fueras a un hospital lo antes posible. Me dijo que podías tener el cráneo fracturado.
—No hay tiempo, Jonny. ¿Sabe lo de la reunión de esta noche?
—¿En Shawfields? Sí. Espero que sepas lo que haces, Lennox, joder. He pasado los últimos cinco años interponiéndome entre Sneddon y Murphy, tratando de mantener separados a esos cabrones. Cada vez que se encuentran, Murphy empieza a hacer chistes sobre la Reina y Sneddon sobre el Papa. Toda esta mierda sectaria me vuelve loco.
—Supongo que usted será neutral. Quiero decir, como es judío…
—No es necesariamente así —sonrió—. En Glasgow no puedes ser solamente judío. Hay que ser un judío protestante o un judío católico. Cuando era niño siempre me preguntaban si era fan de los Rangers o del Celtic.
—¿Qué respondía?