Lennox (14 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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—¿Podría haber sido ese hijoputa Sneddon? —dijo Murphy como si fuera un doble apellido. Los Wilmington-Smythe y los Hijoputa-Sneddon.

—No. Sneddon ni siquiera sabe de la existencia de Bobby. Si yo hubiese querido implicar a Sneddon él habría mandado a Deditos McBride para facilitar la transmisión de información. Pero las cosas no habrían ido más allá de eso. ¿Cómo fue a parar el cadáver a sus manos?

—Sneddon, Cohen y yo vamos a dividirnos los bares de McGahern entre los tres. Como siempre, me han dado por el culo. Sneddon se quedó con el Arabian, el judío con el Imperial y a mí me tocó la mierda del Highlander.

—Un negocio bastante rentable, el Highlander, por lo que sé —dije en tono casual, como si estuviéramos discutiendo sobre los méritos comparativos de distintos modelos de coches y no me llegara el olor de la sangre rancia y de la materia gris derramada en el suelo del cadáver del Teddy Boy.

—En cualquier caso —continuó Murphy—, ese capullo estaba tirado en el piso de arriba del bar.

—¿En el mismo apartamento donde mataron a McGahern?

Murphy asintió.

—No queremos que la policía se entere, así que nuestro amiguito irá directo a la picadora de carne.

«De modo que es cierto», pensé. Murphy poseía una planta procesadora de carne en Rutherglen, no lejos del sitio donde Tam McGahern tenía un garaje. Siempre había habido rumores de que ése era el lugar en el que Murphy se deshacía de cualquier resto embarazoso de los negocios que habían salido mal. Y no sólo los suyos. Se suponía que dirigía una rentable operación lateral procesando carne muerta para Jonny Cohen y Willie Sneddon. Yo me había vuelto muy exquisito respecto de dónde adquiría los típicos pasteles escoceses de carne.

—No lo entiendo —dije—. Bobby no tenía nada que ofrecer. No sabía nada. ¿Por qué lo mataron?

Murphy se encogió de hombros.

—A los mierdas como él los acaban matando otros mierdas iguales. ¿Estás seguro de que no sabes nada de esto?

—Nada. No esperaba volver a verle.

—Pues ya no lo harás. —Murphy hizo un gesto con la cabeza y el matón cubrió la cara de Bobby—. Querías hablar conmigo sobre el asesinato de Tam McGahern. Bueno, él se lo buscó. Tendría que haber sido yo, pero ni lo maté ni ordené que lo hicieran. Es igual que esto… —Dio una patada a Bobby a través de la manta con la punta de su zapato fino hecho a mano—. Todos los sospechosos habituales están descartados. Hay una cosa que quiero contarte sobre McGahern. Algo de lo que me he enterado esta semana.

—Ah, ¿sí?

—Tengo participaciones en una agencia de viajes. Soy algo así como un socio en las sombras, podría decirse.

«Apuesto a que sí», pensé.

—No estoy conectado oficialmente con el negocio —continuó Murphy—, así que McGahern seguramente nunca supo que yo terminaría averiguándolo.

—¿Averiguando qué?

—Tam McGahern realizó tres viajes en dos meses. Al mismo lugar: Ámsterdam. ¿Qué tiene que hacer un mierda como McGahern en la puñetera Holanda?

—¿Contrabando de tulipanes? —Sonreí. Después me detuve. La expresión de McGahern daba a entender que estaba sopesando la idea de detener mi sonrisa para siempre—. No lo sé. ¿Usted tiene alguna idea?

—No. Pero es un dato nuevo y pensé que te sería de utilidad. —Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una hoja de papel—. Aquí tengo las fechas exactas. Hacia y desde Holanda. Pero no tengo reservas de hotel.

—Gracias. —Miré la hoja y me la guardé—. Necesitaba algo nuevo para seguir adelante.

El taxi de Murphy me llevó de regreso a la calle Argyle, sin matones. Sentado en la parte de atrás, mientras el vehículo avanzaba traqueteando hacia el centro de la ciudad, reflexioné sobre la información que me acababan de dar. ¿Por qué McGahern habría realizado tantos viajes a Holanda? En ese momento recordé que Bobby había mencionado el encuentro de McGahern con un tío extranjero en el hotel Central. Tal vez aquel tipo gordo y corpulento era holandés. Después de que el taxi me dejara regresé caminando a mi oficina y telefoneé a Willie Sneddon. Él lanzó un gemido cuando le conté lo de Holanda y me preguntó si necesitaba más dinero para trasladarme a ese país.

—Lo que tengo me alcanza por ahora —dije—. Podría ser que sus viajes no tuvieran nada que ver con su asesinato. Voy a verificar algunas cosas aquí antes de reservar un billete de barco.

—¿Alguna otra cosa?

—Por el momento no.

Sneddon pagaba la factura, pero yo no pensaba contarle nada de la nueva raya al medio que le habían hecho al peinado de Bobby. Hay algunas cosas que sería mejor no haber visto. Me pregunté si debía mencionarle lo que Wilma había dicho respecto a que había sido Frankie el que había estado aquella noche en el apartamento de arriba del Highlander, pero no lo hice.

—Sneddon, no quiero pasarme de listo, pero lo cierto es que usted está más conectado con la clase de asuntos de los que se ocupaba McGahern. ¿Qué podría significar Ámsterdam para usted, desde el punto de vista de los negocios?

—No lo sé. Diamantes, supongo. Pero McGahern no estaba en ese nivel. Hasta yo necesitaría a expertos si quisiera meterme en eso. Pregúntaselo a Cohen.

Dije que así lo haría y colgué. Una vez más, traté de comunicarme con John Andrews, pero volvieron a darme excusas. Sopesé la idea de mandarle las fotografías por correo, pero no había ninguna garantía de que no fuera su esposa quien abriera el sobre. Pensé en mandarlo con las palabras «privado y confidencial» a su oficina, pero sólo hacía falta una secretaria descuidada o extremadamente eficiente para generar un montón de problemas. Unas fotos sórdidas de tu esposa en un sobre marrón común no son de gran ayuda para tu posición empresarial.

«Déjalo ya, Lennox».

Capítulo trece

Llevé a Elsie, la enfermera que tan solícitamente había cuidado mi aporreada cabeza, al Trocadero. Yo por lo general evitaba los salones de baile de Glasgow. Eran un gran negocio, ya que proporcionaban el ámbito de apareamiento de la clase trabajadora de la ciudad, y puesto que Glasgow era una ciudad claramente de clase trabajadora, los salones de baile estaban a reventar todos los viernes y sábados por la noche.

El desagrado que yo sentía por esos lugares se debía al hecho de que, a pesar de la ostentación y de su falso glamour hollywoodense, tenían el encanto de un matadero municipal. Y con frecuencia se convertían precisamente en eso. Era común que los seguratas superaran en número al personal de las barras y empujar a alguien y tirarle la bebida por accidente podía costarte un ojo.

Pero a Elsie, mi bonita enfermera, «le apetecía mucho bailar», de modo que nuestra cuarta cita fue en el Trocadero. Yo, por mi parte, sospechaba que a ella le reconfortaba la idea de que hubiera una multitud a nuestro alrededor que mantuviese a raya mis deshonestas intenciones.

Conseguimos atravesar las puertas a las ocho y media y de inmediato me embistió el calor húmedo y pegajoso generado por un millar de cuerpos que se condensaba contra lo que fuera que viniera del exterior. La banda hacía todo lo que podía para mantener el equilibrio entre el volumen y la afinación aporreando una versión de «Blue Tango», el éxito de la Ray Martin Orchestra. Nos abrimos paso a través de la muchedumbre y dejé a Elsie al borde de la pista de baile mientras iba a buscar las bebidas. Divisé una mesa con dos sillas desocupadas y cuando regresé la guié hacia allí. Ella se puso a charlar, como tienden a hacer los glasgowianos con cualquier desconocido, con las tres chicas que ya estaban sentadas a la mesa. Bailamos y bebimos toda la velada; el alcohol no hizo ningún efecto en el invernadero del salón de baile.

Poco después de las diez la multitud del Trocadero creció por la llegada de una nueva oleada de personas que habían sido expulsadas de los pubs y arrojadas a la calle debido a las presbiterianas leyes de consumo alcohólico de Escocia. Entró un grupo de muchachos, ninguno mayor de diecinueve años, con un odio alegremente asesino ardiéndoles en los ojos. Lo que ocurriría a continuación era deprimentemente previsible y mi instinto me indicó que había llegado la hora de que Elsie y yo nos marchásemos.

—Va a haber problemas —dije cuando ella protestó. Tenía razón. Apenas llegamos a la puerta cuando oímos los sonidos familiares del comienzo de una riña entre pandillas.

Aparqué justo a la vuelta del hospital. Glasgow estaba nuevamente cubierta por la niebla, no tan densa esta vez como la de la noche en que me había topado con Lillian Andrews, pero lo bastante como para darnos la sensación de que estábamos solos.

Después de unos besos y unos manoseos Elsie me apartó de un empujón.

—Ya es suficiente, señor Lennox. —Sonrió con una expresión mezcla de coquetería y reproche pero también había una insinuación de nerviosismo en su voz.

—¿Qué ocurre, Elsie? ¿No te gusto?

—Creo que eres muy agradable. —Me miró en la semioscuridad del coche con expresión examinadora—. De hecho, creo que eres muy atractivo.

—¿Esto no te molesta? —Posé la mano en mi mejilla izquierda.

—No. Para nada. Las cicatrices no son tan desagradables y te hacen parecer fuerte. ¿Cómo te las hiciste?

—Puse la otra mejilla. Por desgracia, lo hice ante una granada alemana. En realidad las cicatrices me las hizo el cirujano que me cosió.

Elsie frunció el ceño y pasó las puntas de sus dedos por la pequeña telaraña de delgadas cicatrices blancas. Yo volví a acercarme a ella, pero se echó hacia atrás.

—Tengo que regresar…

Nos bajamos del coche y la acompañé a las habitaciones de las enfermeras.

—He averiguado lo que buscabas —me dijo mientras caminábamos—. No todo, pero hablé con una amiga que trabaja en Hairmyres. Allí se especializan en tuberculosis.

—¿Qué has averiguado?

—La policía llevó a Wilma Marshall al hospital Hairmyres. Tuvieron que practicarle un neumotórax y le hicieron un tratamiento con esa nueva droga para la tuberculosis, la estreptomicina. Tuvo una reacción negativa, así que le dieron nicotina para contrarrestar los efectos colaterales. Estuvo dos semanas en Hairmyres y después la transfirieron al sanatorio de Perthshire. Eso es todo lo que he podido averiguar. A mi amiga le molestó bastante darme esa información. ¿Me dijiste que era prima tuya?

Una insinuación de sospecha nubló la bonita cara con forma de corazón de Elsie. Asentí.

—Mi tía está muy preocupada por ella.

Nos acercábamos a las habitaciones de las enfermeras. Empujé con suavidad a Elsie a la entrada de un callejón para salir del charco de luz que derramaba una farola envuelta en niebla. Nos besamos y ella protestó cuando le levanté la falda, aunque no lo suficiente. Más tarde, cuando salimos del callejón, Elsie lloró un poco y tuve que consolarla. Me hizo prometerle que volvería a verla y contesté que nos encontraríamos el fin de semana siguiente. Lo prometí. Era una mentira y los dos lo sabíamos.

Mientras caminaba hacia el sitio donde había dejado el coche, sentí una pesadez en el pecho que me advirtió que la niebla se convertiría en un sofocante
smog
. Tuve que conducir a lo largo de Great Western Road a una velocidad casi igual a la del paso de hombre, usando como guía la cinta del bordillo de la acera. Fiona White seguía despierta cuando llegué a la puerta de mi casa.

—¿Ha tenido una velada agradable, señor Lennox?

El aire se tiñó con un aroma a jerez cuando habló. Ésa era la máxima diversión que una viuda de guerra de clase media podía permitirse un sábado a la noche en Glasgow.

—Ha estado bien, señora White. ¿Y usted qué tal?

Su ligera sonrisa pareció casi sardónica. Buscó algo en el vestíbulo y me dio un sobre.

—Un caballero me ha entregado esto para usted esta tarde.

—¿Ha dejado algún mensaje?

—No. Buenas noches, señor Lennox.

Arrojé el sobre sin abrir sobre la cama, me quité la corbata y colgué la chaqueta. Encendí la radio, prendí un cigarrillo y miré por la ventana hacia la calle. El
smog
apretaba la ciudad aún con más fuerza. Pensé en el rostro surcado de lágrimas de la pequeña Elsie. En otros tiempos no habría usado así a una mujer, cuando consideraba que los hombres como yo eran una mierda. En otros tiempos no habría hecho un montón de las cosas que ahora hacía.

Tenía la radio permanentemente sintonizada en el Servicio Mundial de la BBC, la emisora creada para persuadir a canadienses como yo, así como a australianos y neozelandeses, que era una idea fabulosa seguir siendo parte del Imperio británico. Escuchar el Servicio Mundial se había convertido en una costumbre. Tal vez se debiera a que, irónicamente, me hacía sentir como si estuviera de regreso en New Brunswick. Presté atención a las noticias. Malenkov había sucedido a Stalin como líder soviético. Dos miembros de la retaguardia de Kenia habían sido asesinados en una incursión de la guerrilla de los mau-mau. Kaesong seguía en punto muerto. Más choques entre árabes e israelíes. Hunt y Hillary habían establecido un campamento base en las estribaciones del Everest. Seguían los preparativos para la ceremonia de coronación que tendría lugar en junio.

Abrí el sobre que me había dado Fiona White. La nota decía simplemente: «Conviene investigarlo». Había una llave de la marca Chubb con una etiqueta en la que se leía una dirección de Milngavie. Di la vuelta el sobre y lo sacudí: no había nada más. Nada que me indicara quién lo había mandado. Supuse que habría sido Willie Sneddon, aunque no lo había mencionado antes cuando habíamos hablado por teléfono. Tal vez fuera otra persona, que no quería anunciar su participación por si acaso los muchachos de uniforme azul volvían a visitarme y encontraban la llave. Decidí que telefonearía a Sneddon y le preguntaría de qué se trataba todo esto. Mientras tanto, tenía otra propiedad inmobiliaria que encontrar.

Al día siguiente me dirigí a la calle Byres con la lista de direcciones que había conseguido mediante mis llamadas a abogados y agencias inmobiliarias. Una estaba en esa misma calle; las otras, en las calles laterales que la cruzaban. Eran filas atestadas de pequeñas casas adosadas de estilo Victoriano, con los frontales muy encima de la calle y sólo una franja casi simbólica de jardín en la parte delantera, todas de piedra arenisca roja que se había vuelto negra como el hollín. Algunas de las residencias se habían subdividido en apartamentos, las otras aún estaban intactas. La Universidad de Glasgow estaba justo a la vuelta de la esquina y muchos de los apartamentos y casas estaban ocupados por académicos de ingresos medianos.

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