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Authors: Christopher Paolini

Legado (95 page)

BOOK: Legado
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Ella le mostró una flecha con la punta manchada de sangre, y luego la tiró a un lado.

—Tu cota de malla la detuvo, en parte —dijo, mientras le ayudaba a ponerse en pie.

Apretando los dientes, Roran corrió con ella para volver con su grupo. Le dolía a cada paso, y si flexionaba la cintura demasiado notaba un espasmo en la espalda y se quedaba prácticamente inmovilizado.

No encontró ningún lugar apropiado para tomar posiciones, y los soldados se estaban acercando, así que por fin gritó:

—¡Alto! ¡En formación! ¡Elfos a los lados! ¡Úrgalos delante y al centro!

Roran ocupó su lugar cerca de la primera fila, junto a Darmmen, Albriech, los úrgalos y uno de los enanos de barba roja.

—Así que tú eres ese que llaman «
Martillazos
» —dijo el enano mientras observaban el avance de los soldados—. Yo combatí junto a tu primo en Farthen Dûr. Es un honor para mí luchar también contigo.

Roran asintió con un gruñido. Lo que él esperaba era no desplomarse en cualquier momento.

Entonces los soldados cargaron, echándolos atrás por el propio impacto. Roran apoyó el hombro contra el escudo y empujó con todas sus fuerzas. Las espadas y las lanzas se colaban por entre los huecos en la pared de escudos superpuestos; sintió una hoja rozándole por un lado, pero la cota de malla le protegió.

Los elfos y los úrgalos demostraron su gran valía. Rompieron las filas de los soldados y les dieron espacio a Roran y a los otros guerreros para blandir sus armas. En un extremo de su campo visual, vio al enano clavándole la espada a los soldados en las piernas, los pies y las ingles, provocando así la caída de muchos de ellos.

No obstante, parecía que los soldados no se acababan nunca, y Roran se vio obligado a retroceder paso a paso. Ni siquiera los elfos podían resistirse a la oleada de hombres, por mucho que lo intentaran.

Othíara, la elfa con la que había hablado en el exterior de la muralla, murió de un flechazo en el cuello, y los elfos que resistieron recibieron muchas heridas.

Roran también resultó herido: un corte en la parte alta de la pantorrilla derecha; otro en el muslo de la misma pierna hecho con una espada que se había colado por el borde de su cota de malla; un arañazo de feo aspecto en el cuello que se había procurado él mismo al rascarse con el escudo; una incisión en la parte interna de la pierna derecha que afortunadamente no había alcanzado ninguna arteria importante; y más magulladuras de las que podía contar. Se sentía como si le hubieran dado una paliza por todo el cuerpo con una maza de madera y luego le hubieran usado como blanco un par de lanzadores de cuchillos miopes.

Se retiró de la primera línea un par de veces para descansar los brazos y recuperar el aliento, pero siempre volvía al frente de inmediato.

Entonces los edificios se abrieron a su alrededor. Roran se dio cuenta de que los soldados habían conseguido llevarlos hasta la plaza frente a la puerta en ruinas de Urû’baen, y que allí tenían enemigos tanto detrás como delante.

Echó un vistazo rápido por encima del hombro y vio que los elfos y los vardenos se retiraban ante la presión de Barst y sus soldados.

—¡A la derecha! ¡A la derecha, contra los edificios! —gritó Roran, señalando con su lanza manchada de sangre.

No sin dificultad, los guerreros se concentraron tras él, contra el lateral y la escalinata de un enorme edificio de piedra que en la fachada presentaba una doble hilera de columnas más altas que muchos de los árboles de las Vertebradas. Entre las columnas, Roran entrevió la oscura abertura de un arco en el que fácilmente cabría Saphira, si no ya Shruikan.

—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó Roran, y hombres, enanos, elfos y úrgalos subieron con él escaleras arriba.

Se situaron entre las columnas y repelieron la oleada de soldados que cargaban contra ellos. Desde aquel punto alto, a más de tres metros sobre el nivel de la calle, Roran vio que el Imperio había conseguido empujar a los vardenos y a los elfos casi hasta la abertura de la muralla exterior.

«Vamos a perder», pensó, de pronto, preso de la desesperación.

Los soldados volvieron a cargar escaleras arriba. Roran esquivó una lanza y le asestó una patada en la barriga a quien la llevaba, derribándolo a él y a otros dos hombres, que cayeron escaleras abajo.

Desde una de las balistas situadas en una torre de la muralla, salió disparada una jabalina en dirección a Lord Barst. Cuando aún estaba a unos metros de su objetivo, la jabalina estalló en llamas y luego se convirtió en polvo, como ocurría con cualquier flecha que lanzaran contra el hombre de la armadura.

«Tenemos que matarle», pensó Roran. Si Barst caía, probablemente los soldados se desmoralizarían y perderían toda su confianza. Pero dado que tanto los elfos como los kull habían fracasado en su intento de matarle, parecía improbable que ningún otro, salvo Eragon, pudiera hacerlo.

Sin dejar de luchar, Roran siguió mirando a la enorme figura de la armadura, esperando ver algo que le proporcionara un medio para derrotarlo. Observó que caminaba cojeando levemente, como si en algún momento se hubiera hecho daño en la rodilla o la cadera izquierdas. Y también parecía que iba algo más lento que antes.

«Así que tiene sus límites —pensó Roran—. O, mejor dicho, los tiene el eldunarí.»

Con un grito, esquivó la espada de un soldado que estaba presionándolo. Dio un golpe con el escudo hacia arriba, clavándoselo al hombre bajo la mandíbula, que murió en el acto.

Roran estaba sin aliento y muy débil por sus heridas, así que se retiró tras una de las columnas y se apoyó en ella. Tosió y escupió; el esputo contenía sangre, pero pensó que sería de haberse mordido la boca; no creía que se hubiera perforado un pulmón. Al menos eso esperaba. Las costillas le dolían tanto que perfectamente podía tener alguna rota.

Los vardenos gritaron con fuerza, y Roran se asomó tras la columna para ver a qué se debía: la reina Islanzadí y otros once elfos acudían cabalgando en dirección a Lord Barst. Una vez más, sobre el hombro izquierdo de Islanzadí estaba el cuervo blanco, que graznaba y levantaba las alas para no perder el equilibrio. En la mano, Islanzadí llevaba su espada, y el resto de los elfos llevaban lanzas con estandartes colgando junto a las afiladas hojas lanceoladas.

Roran se apoyó en la columna, esperanzado:

—Matadlo —gruñó, entre dientes.

Barst no hizo ademán de esquivar a los elfos, sino que se quedó esperándolos con las piernas abiertas y la maza y el escudo a los lados del cuerpo, como si no tuviera ninguna necesidad de defenderse.

Por las calles, el combate fue apagándose hasta detenerse: todo el mundo parecía mirar lo que estaba a punto de ocurrir.

Los dos elfos en primera fila bajaron las lanzas, y sus caballos se lanzaron al ataque, con los músculos tensos bajo el brillante manto, mientras cubrían la corta distancia que los separaba de Barst. Por un momento, dio la impresión de que iba a caer; parecía imposible que nadie pudiera resistir aquel impacto en pie.

Sin embargo, las lanzas no llegaron a tocar a Barst. Sus defensas las detuvieron al llegar a un metro de su cuerpo, y se partieron por el mango bajo el brazo de los elfos, que se encontraron con unos palos inútiles entre las manos. Entonces Barst levantó su maza y su escudo, y con ellos golpeó a los caballos en la cabeza, rompiéndoles el cuello y matándolos.

Los caballos cayeron, y los elfos saltaron al suelo, trazando una pirueta en el aire.

Los dos elfos siguientes no tuvieron tiempo de cambiar su trayectoria. Al igual que sus predecesores, se encontraron con que las defensas del comandante les rompieron las lanzas, y también tuvieron que saltar de los caballos, que Barst abatió de sendos golpes.

Para entonces, los otros ocho elfos, incluida Islanzadí, ya habían conseguido dar media vuelta y controlar sus monturas. Al trote, se situaron en círculo alrededor de Barst, con las armas apuntadas hacia él, mientras los cuatro elfos a pie desenvainaban y se acercaban con cautela a Barst.

El hombre se rio y levantó el escudo, preparándose para su ataque.

La luz se coló bajo el casco y le iluminó el rostro, e incluso a distancia Roran pudo ver que era una cara ancha, de cejas pobladas y pómulos prominentes. En cierto sentido, le recordaba la cara de un úrgalo.

Los cuatro elfos corrieron hacia Barst, cada uno desde una dirección diferente, y soltaron las espadas al mismo tiempo. Barst paró una de ellas con el escudo, apartó la otra con la maza y dejó que sus defensas detuvieran el ataque de los dos elfos que tenía detrás.

Volvió a reírse e hizo girar su arma.

Un elfo de pelo plateado se tiró a un lado, y la maza pasó de largo sin impactar.

Dos veces más lanzó Barst su maza, y dos veces más la esquivaron los elfos. El tipo no parecía decepcionado: se agazapó tras el escudo y esperó la ocasión, como un oso esperando a que alguien lo suficientemente incauto se adentre en su refugio.

Tras el círculo de elfos, un bloque de soldados armados con alabardas decidió lanzarse a voz en grito contra la reina Islanzadí y sus compañeros. Al momento, la reina levantó la espada sobre la cabeza y, a su señal, un enjambre de flechas pasó zumbando por encima de las filas vardenas y abatió a los soldados.

Roran gritó, excitado, al igual que muchos de los vardenos.

Barst se iba acercando cada vez más a los cuerpos de los cuatro caballos que había matado, hasta situarse entre ellos, de modo que los cuerpos formaban una trinchera a ambos lados. Los elfos a su izquierda y a su derecha no tendrían más remedio que saltar sobre los caballos si querían atacarle.

«Muy listo», pensó Roran, frunciendo el ceño.

El elfo situado frente a Barst se lanzó hacia delante, gritando algo en el idioma antiguo. Barst pareció dudar, y su vacilación animó al elfo a acercarse más. Pero entonces Barst se lanzó adelante, soltó la maza y el elfo cayó al suelo, abatido.

Un murmullo se extendió entre los suyos.

A partir de aquel momento, los tres elfos que quedaban en pie se mostraron más cautos. Siguieron rodeando a Barst, lanzando ataques puntuales a la carrera, pero manteniendo las distancias la mayor parte del tiempo.

—¡Ríndete! —gritó Islanzadí, y su voz resonó por las calles—. Somos más numerosos. Por muy fuerte que seas, con el tiempo te cansarás y tus defensas se agotarán. No puedes vencer, humano.

—¿No? —respondió Barst. Se irguió y dejó caer el escudo con un estruendo metálico.

Roran sintió un pánico repentino. «Corre», pensó.

—¡Corre! —gritó, medio segundo después.

Era demasiado tarde.

Doblando las rodillas, Barst agarró a uno de los caballos por el cuello y, solo con el brazo izquierdo, se lo lanzó a la reina Islanzadí.

Si ella dijo algo en el idioma antiguo, Roran no lo oyó, pero levantó la mano y el cuerpo del caballo se detuvo en el aire, para caer después sobre los adoquines con un ruido desagradable. El cuervo emitió un chillido.

No obstante, Barst ya no estaba mirando. En cuanto el cuerpo del animal salió de su mano, recogió su escudo y se lanzó a la carrera contra el elfo a caballo que tenía más cerca. Uno de los tres elfos que quedaban en pie —una mujer con una banda roja en el brazo— corrió hacia él y le asestó un golpe con la espada por detrás. Barst ni se inmutó.

En terreno abierto, el caballo del elfo habría podido poner tierra de por medio, pero en el espacio limitado que había entre los edificios y la multitud de guerreros, Barst fue más rápido y ágil. Cargó con el hombro contra el costillar del caballo, derribándolo, y luego lanzó la maza contra un elfo montado sobre otro de los caballos, tirándolo al suelo. Un caballo relinchó.

El círculo de once jinetes se desintegró; cada uno se movió en una dirección diferente, intentando calmar a sus monturas y plantar cara a la amenaza que tenían delante.

Media docena de elfos salieron corriendo de entre la multitud de guerreros y rodearon a Barst, lanzando ataques a una velocidad frenética. Barst desapareció tras ellos un momento; luego su maza se elevó por encima de sus cabezas y tres de los elfos volaron dando tumbos. Luego otros dos, y Barst dio un paso adelante, con la negra maza cubierta de sangre y tejidos.

—¡Ahora! —rugió Barst, y cientos de soldados atravesaron la plaza, lanzándose contra los elfos y obligándolos a defenderse.

—¡No! —murmuró Roran, desolado. Habría ido con sus guerreros a ayudarlos, pero demasiados cuerpos (tanto vivos como muertos) le separaban de Barst y los elfos. Miró a la herbolaria, que parecía tan preocupada como él—. ¿No puedes hacer nada?

—Podría, pero me costaría la vida, y también a todos los demás.

—¿También a Galbatorix?

—Él está demasiado bien protegido, pero nuestro ejército quedaría destruido, así como casi todo el mundo en Urû’baen, e incluso los que están en nuestro campamento. ¿Es eso lo que quieres?

Roran negó con la cabeza.

—Ya me parecía.

Moviéndose a una velocidad pasmosa, Barst atacó a un elfo tras otro, derribándolos con facilidad. Uno de sus golpes impactó sobre el hombro de la elfa de la banda roja y la derribó, dejándola tendida boca arriba en el suelo. Ella señaló a Barst y gritó algo en el idioma antiguo, pero el hechizo se distorsionó, porque fue otro elfo el que cayó de su silla, con la parte frontal del cuerpo abierta de la cabeza a las ingles.

Barst mató a la elfa con un golpe de maza y luego siguió avanzando, de caballo en caballo, hasta llegar a Islanzadí, montada en su yegua blanca.

La reina elfa no esperó a que matara a su montura. Saltó de la silla, con su capa roja ondeando tras ella, y su compañero, el cuervo blanco, agitó las alas y se echó a volar.

Antes incluso de caer al suelo, Islanzadí soltó su primer envite contra Barst, y el acero de su espada dejó tras de sí una estela de luz. La hoja emitió un sonido metálico al chocar contra las defensas de su rival.

Barst contraatacó con la maza, que Islanzadí esquivó con un ágil giro de cintura, dejando que la bola con púas de metal impactara con los adoquines. A su alrededor se formó un espacio: los combatientes de uno y otro bando se fueron quedando inmóviles, observando el duelo. Por encima de sus cabezas el cuervo revoloteaba, graznando y maldiciendo a su modo.

Roran nunca había visto un combate igual. Los golpes de Islanzadí y de Barst eran tan rápidos que resultaba imposible seguirlos —cuando golpeaban, solo se veía una estela borrosa— y el ruido de sus armas al entrechocar era más potente que cualquier otro sonido de la ciudad.

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