Authors: Christopher Paolini
Al mismo tiempo, se produjo una rebelión de mayor entidad en el sur, encabezada por Tharos
el Rápido
, de Aroughs.
Los alzamientos eran más que nada una molestia, pero aun así les llevaba varios meses aplacarlos cada vez, y provocaban una serie de luchas de una crueldad insólita, aunque Eragon y Saphira intentaban arreglar las cosas de un modo pacífico siempre que podían. Tras las batallas en las que ya habían participado en su vida, ninguno de los dos seguía con sed de sangre.
Poco después del final de las revueltas, Katrina dio a luz a una niña grande y sana con la cabeza cubierta de pelo rojo igual que el de su madre. La cría lloraba más fuerte que ningún otro bebé que hubiera oído nunca Eragon, y tenía una fuerza enorme en las manitas. Roran y Katrina le pusieron Ismira, en recuerdo de la madre de Katrina, y cada vez que la miraban, la alegría que se reflejaba en sus rostros hacía sonreír también a Eragon.
El día después del nacimiento de Ismira, Nasuada llamó a Roran a la sala del trono y le sorprendió concediéndole el título de conde y poniendo todo el valle de Palancar bajo su dominio.
—Mientras tú y tus descendientes sigáis demostrando vuestras aptitudes para gobernar, el valle será vuestro —le dijo.
—Gracias, majestad —respondió Roran, con una reverencia. Era evidente que aquel regalo significaba tanto para él como el nacimiento de su hija, porque, después de su familia, lo más preciado para el chico era su hogar.
Nasuada también intentó otorgar a Eragon diversos títulos y territorios, pero él los rechazó diciendo:
—Ya es suficiente ser Jinete; no necesito nada más.
Unos días más tarde, Eragon estaba con Nasuada en su estudio, examinando un mapa de Alagaësia y discutiendo asuntos sobre el territorio cuando ella le dijo:
—Ahora que las cosas están algo más tranquilas, creo que es hora de afrontar el tema de los magos que pueblan Surda, Teirm y mi propio reino.
—¿Cómo?
—He pasado mucho tiempo pensando en ello y he llegado a una conclusión: he decidido formar un grupo, como el de los Jinetes, pero solo para magos.
—¿Y qué hará ese grupo?
Nasuada cogió una pluma de ganso de su escritorio y la hizo girar entre los dedos.
—Pues algo muy parecido a los Jinetes: viajar por el territorio, mantener la paz, resolver disputas legales y, sobre todo, observar a sus compañeros magos para asegurarse de que no usan su habilidad con fines perversos.
Eragon arrugó la nariz.
—¿Por qué no dejas eso en manos de los Jinetes?
—Porque pasarán años antes de que tengamos más, e incluso entonces no tendremos los suficientes como para que puedan ocuparse de cada hechicero o bruja de poca monta… Aún no has encontrado un lugar para que se críen los dragones, ¿verdad?
Eragon negó con la cabeza. Tanto él como Saphira estaban cada vez más impacientes, pero de momento no se habían podido poner de acuerdo con los eldunarís sobre el lugar ideal. Estaba empezando a convertirse en un tema de fricción entre ellos, porque las crías de dragón iban a necesitar lo antes posible un lugar donde nacer.
—Ya me imaginaba. Debemos hacerlo, Eragon, y no tenemos tiempo que perder. Fíjate en el caos que creó Galbatorix. Los magos son las criaturas más peligrosas de este mundo, más peligrosas incluso que los dragones, y tienen que estar bajo control. Si no, siempre estaremos a su merced.
—¿De verdad crees que podrás reclutar suficientes magos como para tener controlados al resto de los hechiceros del Imperio y de Surda?
—Sí lo creo, si «tú» les pides que se incorporen. Y esa es una de las razones por las que quiero que dirijas este grupo.
—¿Yo?
Nasuada asintió.
—¿Quién si no? ¿Trianna? No confío plenamente en ella, ni tampoco tiene la fuerza necesaria. ¿Un elfo? No, tiene que ser uno de los nuestros. Tú conoces el nombre del idioma antiguo, eres un Jinete y cuentas con la sabiduría y la autoridad de los dragones. No se me ocurre nadie más adecuado para dirigir a los hechiceros. He hablado con Orrin sobre el tema, y él está de acuerdo.
—No creo que la idea le agrade demasiado.
—No, pero entiende que es necesario.
—¿Lo es? —Eragon repiqueteó con los dedos sobre el borde de la mesa, preocupado—. ¿Cómo piensas controlar a los magos que no pertenezcan a ese grupo?
—Esperaba que tú tuvieras alguna sugerencia. Pensé que quizá con los hechizos y los espejos mágicos podríamos seguirles la pista y supervisar el uso que hacen de la magia, para evitar que la empleen para beneficiarse a costa de los demás.
—¿Y si lo hacen?
—Entonces nos ocuparemos de que respondan por el delito, y les haremos jurar en el idioma antiguo que abandonarán el uso de la magia.
—Un juramento en el idioma antiguo no impedirá necesariamente que alguien pueda usar la magia.
—Lo sé, pero es lo mejor que podemos hacer.
Eragon asintió.
—¿Y si un hechicero se niega a que se le observe? ¿Qué hacemos entonces? No creo que muchos acepten ser espiados.
Nasuada suspiró y dejó la pluma en la mesa.
—Esa es la parte complicada. ¿Qué harías tú, Eragon, si estuvieras en mi lugar?
—No lo sé… —Ninguna de las soluciones que se le ocurrían eran muy aceptables.
—Yo tampoco —dijo ella, adoptando un gesto triste—. Es una cuestión difícil, dolorosa y complicada y, decida lo que decida, alguien se sentirá molesto. Si no hago nada, los magos seguirán teniendo la posibilidad de manipular a los demás con sus hechizos. No obstante, creo que estarás de acuerdo conmigo en que es mejor proteger a la mayoría de mis súbditos, aunque sea a costa de unos pocos.
—El asunto no me gusta —murmuró él.
—A mí tampoco me gusta.
—Estás hablando de someter a todos los hechiceros humanos a tu voluntad, sean quienes sean.
—Por el bien de toda la población —replicó ella sin pestañear.
—¿Qué hay de la gente que solo puede oír pensamientos, y nada más? Eso también es una forma de magia.
—Ellos también. La posibilidad de que abusen de su poder sigue siendo demasiado grande. —Nasuada suspiró—. Sé que no es fácil, Eragon, pero sencillo o no, es algo a lo que tenemos que enfrentarnos. Galbatorix era un loco malvado, pero tenía razón en una cosa: los magos necesitan control. No como pretendía él, pero hay que hacer algo y creo que mi plan es la mejor solución posible. Si se te ocurre otro medio mejor para hacer cumplir la ley a los hechiceros, estaré encantada de oírlo. Si no, es el único camino que se nos presenta, y necesito tu ayuda para emprenderlo… Así pues, ¿aceptarás hacerte cargo de este grupo, por el bien del país y por el de nuestra raza en conjunto?
Eragon tardó en responder.
—Si no te importa —dijo por fin—, me gustaría pensármelo un poco. Y necesito consultarlo con Saphira.
—Por supuesto. Pero no te lo pienses demasiado, Eragon. Los preparativos ya están en marcha, y muy pronto te necesitaremos.
Tras aquella charla, el chico no volvió directamente al lado de Saphira, sino que paseó un rato por las calles de Ilirea, ajeno a las reverencias y los saludos de la gente con la que se cruzaba. Se sentía… intranquilo, tanto por la propuesta de Nasuada como por la vida en general. Saphira y él habían estado inactivos durante demasiado tiempo. Había llegado el momento de hacer algún cambio, y las circunstancias ya no les permitirían esperar. Tenían que decidir qué iban a hacer y, fuera lo que fuera, afectaría al resto de sus vidas.
Pasó varias horas caminando y pensando, sobre todo en sus vínculos y sus responsabilidades. Al atardecer emprendió el camino de vuelta para reunirse con Saphira y, sin decir nada, se montó en su grupa.
Ella dio un salto desde el patio del pabellón y se elevó por encima de Ilirea, tan alto que se la vería a cientos de kilómetros a la redonda.
Y allí se quedó, volando en círculos.
Hablaron sin palabras, intercambiando sus estados de ánimo.
Saphira compartió con él muchas de sus preocupaciones, pero a ella no la inquietaban como a él las relaciones con los demás. Lo único importante para ella era proteger los huevos y los eldunarís, y que los dos hicieran lo correcto. Sin embargo, Eragon sabía que no podían pasar por alto los efectos que tendrían sus decisiones, tanto políticas como personales.
Por fin, él dijo:
¿Qué deberíamos hacer?
El viento bajo las alas de Saphira amainó e iniciaron poco a poco el descenso.
Lo que haga falta, como siempre
—sentenció. No dijo nada más; dio media vuelta e inició la aproximación a la ciudad.
El chico agradeció su silencio. La decisión sería más dura para él que para ella, y necesitaba pensar en ello a solas.
Cuando aterrizaron en el patio, Saphira le hizo una caricia con el morro y le dijo:
Si necesitas hablar, estaré aquí.
Él sonrió y le frotó el cuello; luego se retiró lentamente hacia sus aposentos, sin levantar la mirada del suelo.
Aquella noche, cuando la luna creciente acababa de aparecer tras el borde del despeñadero al otro lado de Ilirea, Eragon, que estaba leyendo un libro de los antiguos Jinetes sobre técnicas de elaboración de sillas de montar, sentado al borde de la cama, observó un brillo en un extremo de su campo visual, como el fugaz aleteo de una cortina.
Se puso en pie de golpe, desenvainando
Brisingr
.
Entonces, por la ventana abierta, vio un barquito de tres mástiles tejido con briznas de hierba. Sonrió y enfundó la espada. Extendió la mano, y el barquito cruzó la habitación y aterrizó en su palma, donde escoró hacia un lado.
El barquito era diferente al que había hecho Arya durante sus viajes por el Imperio, después de que Roran rescatara a Katrina de Helgrind.
Tenía más mástiles, y también velas hechas con las hojas de hierba.
Aunque la hierba estaba ya seca y amarronada, no estaba muerta del todo, lo que le llevó a pensar que habría sido arrancada un día o dos antes, como mucho.
Atado al centro de la cubierta había un cuadradito de papel plegado. Eragon lo retiró con cuidado, con el corazón latiéndole con fuerza; luego desplegó el papel en el suelo y leyó los glifos, que decían en idioma antiguo:
Eragon:
Por fin hemos elegido a nuestro líder, y voy de camino a Ilirea para acordar la presentación con Nasuada. Me gustaría hablar primero contigo y con Saphira. Este mensaje debería llegarte cuatro días antes de la luna llena. Si puedes, ven a encontrarte conmigo el día después de que lo recibas en el extremo oriental del río Ramr. Ven solo, y no le digas a nadie adónde vas.
ARYA
Eragon sonrió sin querer. Arya había calculado el tiempo perfectamente; el barquito había llegado en el momento exacto. Pero luego se le borró la sonrisa de la cara y releyó la carta varias veces más. Arya ocultaba algo; eso era evidente. Pero ¿qué era? ¿Por qué tenían que encontrarse en secreto?
«A lo mejor Arya no está de acuerdo con el gobernante elegido por los elfos. O quizás haya algún otro problema», pensó. Y aunque Eragon estaba deseando volver a verla, no podía olvidar el tiempo que había estado sin dar señales de vida. Supuso que, para Arya, los meses pasados no eran más que un instante, pero no podía evitar sentirse herido.
Esperó hasta que el primer rastro de sol apareció en el cielo y luego fue corriendo hasta Saphira para explicarle las noticias. La carta despertó la misma curiosidad en ella que en él, aunque quizá no tanta excitación.
La ensilló, salieron de la ciudad y se dirigieron hacia el noreste, sin contarle a nadie sus planes, ni siquiera a Glaedr ni a los otros eldunarís.
Era ya media tarde cuando llegaron al lugar indicado por Arya: un suave meandro del río Ramr en el punto más oriental de su cuenca.
Eragon estiró la cabeza por encima del cuello de Saphira buscando con la vista por si veía a alguien abajo. El terreno parecía despoblado, salvo por un rebaño de toros salvajes. Cuando los animales vieron a Saphira huyeron, bajando la cabeza y levantando una nube de polvo.
Los toros y algunos otros animales pequeños dispersos por el campo eran las únicas criaturas vivas que detectaba Eragon. Desanimado, levantó la mirada hacia el horizonte, pero no vio ni rastro de Arya.
Saphira aterrizó en un repecho a unos cincuenta metros de la orilla del río. Tomó asiento y Eragon se sentó a su lado, apoyando la espalda contra su costado.
En lo alto del repecho había un saliente de roca blanda, como pizarra. Mientras esperaban, Eragon se entretuvo tallando un trozo del tamaño de un dedo hasta convertirlo en una punta de flecha. La piedra era demasiado blanda como para que la punta tuviera alguna utilidad que no fuera decorativa, pero era un buen entretenimiento. Cuando quedó satisfecho con la sencilla punta triangular que obtuvo, la dejó a un lado y empezó a tallar un trozo mayor hasta obtener una daga en forma de hoja, similar a las que llevaban los elfos.
No tuvo que esperar tanto como pensó en un principio.
Una hora después de su llegada, Saphira levantó la cabeza del suelo y miró en dirección a la llanura, hacia el desierto de Hadarac, que no quedaba tan lejos.
Eragon sintió que el cuerpo de la dragona se tensaba con una extraña emoción, como si estuviera a punto de pasar algo.
Mira.
Sin soltar la daga a medio tallar, Eragon se puso en pie y miró hacia el este.