Authors: Christopher Paolini
A Roran le dolió aquella respuesta.
—Sé que he sido débil, pero mi palabra todavía debería significar algo para ti.
—¡No quería decir esto! —exclamó Katrina, levantando la cabeza y mirándolo con ojos acusadores—. A veces eres un tonto, Roran.
Él sonrió débilmente.
—Lo sé.
Katrina le pasó las manos por la nuca y le explicó:
—Nunca podría pensar mal de ti, sin importar lo que sintieras cuando la pared se derrumbó. Lo único que me importa es que estás vivo… Cuando la pared cayó, no podías hacer nada, ¿verdad?
Roran negó con la cabeza.
—Entonces no tienes que avergonzarte de nada. Si hubieras podido evitarlo, si hubieras podido escapar y no lo hubieras hecho, entonces sí hubieras perdido mi respeto. Pero hiciste todo lo posible, y al ver que no había otra alternativa, hiciste las paces con tu destino. No te resististe a él de forma insensata. Eso es sabiduría, no debilidad.
Él le dio un beso suave en la frente, justo sobre la ceja.
—Gracias.
—Y para mí, tú eres el más valiente, el más fuerte y el más amable de todos los hombres de Alagaësia.
Esta vez Roran la besó en los labios. Al cabo de un instante, Katrina se rio con ganas, soltando toda la tensión, y los dos permanecieron abrazados, meciéndose al ritmo de una melodía que solamente ellos podían oír.
Al final, Katrina lo empujó con gesto juguetón y se fue a terminar la colada. Roran volvió a sentarse encima del tronco, contento por primera vez desde que la batalla había terminado, y a pesar de que le dolía todo el cuerpo.
Roran permaneció un rato contemplando a los hombres, caballos, enanos y úrgalos que pasaban con paso fatigado por delante de la tienda. Se fijaba en las heridas que tenían o en la condición en que se encontraban sus armas y armaduras. Intentaba captar el estado de ánimo de los vardenos, pero la única conclusión a la que llegó fue que todos, excepto los úrgalos, precisaban una buena noche de descanso y una comida decente. Y que todos ellos, incluidos los úrgalos —en especial ellos— necesitaban además que los restregaran de pies a cabeza con un buen cepillo y les echaran encima unos cuantos cubos de agua jabonosa.
También observaba a Katrina: se dio cuenta de que, mientras trabajaba, su buen humor inicial iba dando paso a una irritación cada vez mayor. Frotaba las manchas de la ropa una y otra vez, pero no conseguía gran cosa. Fruncía el ceño con gesto adusto y ademán frustrado. Al fin lanzó el trozo de tela con fuerza contra la tabla de lavar, salpicando todo de agua, y se apoyó en la tina con los labios apretados. Roran se levantó del tronco y se acercó a ella.
—Déjame a mí —le dijo.
—No es apropiado —repuso ella.
—Tonterías. Ve a sentarte. Yo terminaré… Vete.
Ella negó con la cabeza.
—No. Eres tú quien debería descansar, no yo. Además, esto no es trabajo para un hombre.
Él soltó un bufido de burla.
—¿Quién lo dice? El trabajo de un hombre, y el de una mujer, consiste en hacer lo que haya que hacer. Ahora ve a sentarte; te sentirás mejor cuando descanses los pies.
—Roran, estoy bien.
—No seas tonta.
El chico intentó apartarla con suavidad de la tina, pero ella se negó a moverse.
—No está bien —protestó—. ¿Qué pensará la gente? —preguntó, haciendo un gesto en dirección a los hombres que se afanaban por el fangoso camino de delante de la tienda.
—Que piensen lo que quieran. Soy yo quien se ha casado contigo, no ellos. Si creen que soy menos hombre por ayudarte, entonces es que son idiotas.
—Pero…
—Pero nada. Aparta. Venga, vamos, fuera de aquí.
—Pero…
—No pienso discutir. Si no vas a sentarte, te voy a llevar a la fuerza hasta allí y te voy a atar a ese tronco.
Ella lo miró con expresión divertida.
—¿De verdad?
—Sí. ¡Fuera!
Al ver que continuaba resistiéndose, Roran soltó un bufido de exasperación.
—Eres tozuda, ¿eh?
—Mira quién habla. Una mula podría aprender mucho de ti.
—¿De mí? No soy yo el testarudo.
Roran se desató el cinturón, se quitó la camisa y se subió las mangas de la túnica. Sintió el aire frío en la piel de los brazos; las vendas todavía estaban más frías —se habían quedado heladas de estar encima de la tabla de lavar—, pero no le importó porque el agua estaba aún caliente, y pronto también lo estuvieron los trapos. Unas iridiscentes burbujas de espuma se le pegaban a las muñecas cada vez que arrastraba las vendas fuera del agua y las restregaba sobre la irregular superficie de la tabla. Miró a Katrina y se alegró al ver que ella por fin se estaba relajando en el asiento, por lo menos tanto como era posible hacerlo encima de un tronco tan incómodo.
—¿Quieres una infusión de manzanilla? —preguntó ella—. Gertrude me ha traído un ramo de flores frescas esta mañana. Puedo preparar un cazo para los dos.
—Sí, me apetece.
Se sumieron en un silencio cómplice. Roran continuó lavando el resto de la colada. La tarea le puso de mejor humor: le gustaba hacer algo con las manos que no fuera manejar el martillo; además, estar cerca de Katrina le producía una profunda satisfacción.
Justo cuando terminaba de lavar la última pieza y Katrina acababa de servirle la infusión, oyeron que alguien los llamaba desde el ajetreado camino de delante de la tienda. Roran tardó unos momentos en reconocer que era Baldor quien corría a través del fango en dirección a ellos, esquivando hombres y caballos. Llevaba puesto un delantal con pechera y unos pesados guantes que le llegaban hasta el codo y que se veían sucios de hollín, tan gastados que la parte de los dedos había quedado acartonada y lisa, pulida como el caparazón de una tortuga. Se había recogido el hirsuto cabello con una tira de cuero, y tenía el ceño fruncido. Baldor no era tan alto como Horst, su padre, ni como Aldrich, su hermano, pero, comparado con la mayoría de los hombres, se lo veía grande y musculoso, resultado de haber pasado la infancia ayudando a su padre en la forja. Ninguno de los tres había luchado ese día —pues los herreros hábiles eran demasiado valiosos para correr el riesgo de que murieran en la batalla—, aunque a Roran le hubiera gustado que Nasuada lo hubiera permitido, pues los tres eran guerreros muy capaces y se podía contar con ellos incluso en las circunstancias más adversas.
Roran dejó la colada y se secó las manos, preguntándose qué podía haber sucedido. Katrina se levantó del tronco y fue hasta él.
Cuando Roran llegó a la tienda, tardó unos segundos en recuperar el ritmo normal de respiración. Luego, de un tirón, dijo:
—Venid, deprisa. Madre acaba de ponerse de parto y…
—¿Dónde está? —se precipitó a preguntar Katrina.
—En nuestra tienda.
Katrina asintió con la cabeza:
—Estaremos allí enseguida.
Con expresión agradecida, Baldor dio media vuelta y se fue corriendo.
Mientras Katrina volvía a entrar en la tienda, Roran vació el agua de la tina sobre el fuego, hasta apagarlo. La madera siseó y crujió, y una nube de vapor llenó el aire con un olor desagradable.
Roran se movía impulsado por el temor y la prisa. «Espero que no muera», pensó, recordando haber oído a las otras mujeres comentar que ella ya era mayor y que su embarazo estaba siendo demasiado largo. Elain siempre se había mostrado amable con él y con Eragon, y le tenía aprecio.
—¿Estás listo? —preguntó Katrina, saliendo de la tienda otra vez mientras se anudaba un pañuelo azul que se había puesto sobre la cabeza.
Roran cogió su cinturón y su martillo y respondió.
—Listo. Vamos.
—Ya está, señora. Ya no van a hacer más falta. ¡Ya era hora!
Farica, la sirvienta de Nasuada, tiró de la última venda de lino que le envolvía el brazo. Había llevado los dos brazos vendados desde el día en que ella y Fadawar, el señor de la guerra, habían puesto a prueba su coraje al enfrentarse el uno al otro en la Prueba de los Cuchillos Largos. Mientras Farica la asistía, Nasuada mantenía la vista clavada en los agujeros de uno de los tapices de la pared. Pero al fin se armó de valor y bajó los ojos, despacio. Había sido la ganadora de la Prueba de los Cuchillos Largos, pero no soportaba verse las heridas: eran tan recientes y tenían un aspecto tan terrible que no se había sentido capaz de mirarlas otra vez hasta que se hubieron curado. Las cicatrices eran asimétricas: había seis que le recorrían la parte interna del antebrazo derecho, y tenía tres más en el antebrazo izquierdo. Todas ellas tenían entre siete y diez centímetros de longitud, y eran rectas, excepto una, que se curvaba en uno de los extremos. Eso se debía a que, en el último momento, Nasuada había perdido el control de sí misma y el cuchillo se le había escapado, haciéndole un corte irregular del doble de longitud que los demás. La parte de piel que rodeaba las cicatrices tenía un tono rosado y estaba hinchada, y la piel que las cubría era solo un poco más clara que la del resto del cuerpo. Nasuada se sintió aliviada al verlo, pues había temido que hubieran cobrado un aspecto blanquecino, lo cual las habría hecho mucho más visibles. Sobresalían casi un centímetro de su brazo, como unas crestas duras. Parecía que le hubieran insertado unas finas varillas de acero bajo la piel.
Esas marcas le provocaban sentimientos ambivalentes. Cuando era niña, su padre le había enseñado las costumbres de su pueblo, pero Nasuada había pasado toda su vida con los vardenos y los enanos, y los únicos rituales que había visto entre esas gentes nómadas —y solamente de vez en cuando— estaban asociados con su religión.
Ella nunca había aspirado a llegar a dominar la Danza de los Tambores, ni a participar en la difícil Convocatoria por Nombres, y ni mucho menos a superar a nadie en la Prueba de los Cuchillos Largos.
A pesar de todo, allí estaba, todavía joven y todavía bonita, y ya con esas nueve cicatrices en los antebrazos. Por supuesto, podía ordenar a uno de los magos de los vardenos que las hicieran desaparecer, pero eso implicaría renunciar a su victoria, y las tribus nómadas la rechazarían como su soberana.
Aunque lamentaba no tener ya unos brazos suaves y bien torneados que atrajeran las miradas de admiración de los hombres, se sentía orgullosa de sus cicatrices, pues eran el testimonio de su fuerza de carácter y un signo evidente de su devoción por los vardenos. Todo aquel que las viera se daría cuenta de su valentía, y Nasuada decidió que eso era más importante que su aspecto.
—¿Qué te parecen? —preguntó, alargando los brazos hacia el rey Orrin, que permanecía ante la ventana abierta del estudio contemplando la ciudad.
Orrin se dio media vuelta y frunció el ceño, mirándola con sus ojos oscuros. Se había quitado la armadura y ahora llevaba una túnica roja y una capa ribeteada de armiño blanco.
—Me resultan desagradables a la vista —repuso, y volvió a dirigir su atención hacia la ciudad—. Cúbrete. Es inapropiado para una persona educada.
Nasuada se observó los antebrazos otra vez.
—No, creo que no lo haré.
Se apretó los nudos de las cintas que sujetaban sus medias mangas y despidió a Farica. Luego caminó sobre la suntuosa alfombra tejida por los enanos que cubría el centro de la habitación y se puso al lado de Orrin para observar los estragos que la batalla había causado en la ciudad. Se alegró al ver que todos los fuegos del muro oeste, excepto dos, habían sido ya extinguidos. Luego levantó la mirada hacia el rostro del rey.
Durante el corto periodo de tiempo en el que los vardenos y los surdanos se habían lanzado al ataque contra el Imperio, Nasuada había visto que la expresión de Orrin se había vuelto más seria. Su anterior actitud entusiasta y excéntrica había dejado paso a un ademán adusto. Al principio se había alegrado al ver ese cambio en él, pero a medida que la guerra continuaba, había empezado a echar de menos sus apasionadas discusiones sobre filosofía natural, así como sus rarezas. Ahora se daba cuenta de que Orrin le había alegrado los días, aunque a veces le hubiera resultado irritante. Además, ese cambio hacía que él fuera ahora un rival más peligroso. Visto su estado de ánimo, a Nasuada le resultaba más fácil imaginar que pudiera intentar algo para desplazarla de su puesto de líder de los vardenos.
«¿Podría ser feliz si me casara con él?», se preguntó. El aspecto de Orrin no era desagradable: tenía una nariz pequeña y un poco respingona, pero su mandíbula era fuerte, y sus labios, expresivos y bien dibujados. Los muchos años de entrenamiento militar le habían conferido un físico fuerte. No cabía duda de que era inteligente y, en general, su carácter era agradable. A pesar de todo, de no ser por que él era el rey de los surdanos y por que suponía una amenaza tan grande a su posición, Nasuada nunca hubiera considerado un enlace con él. «¿Sería un buen padre?»
Orrin apoyó las manos en el alféizar de piedra y se inclinó un poco hacia delante. Sin mirarla, dijo:
—Tienes que romper tu pacto con los úrgalos.
Nasuada se quedó perpleja.
—¿Y eso por qué?
—Porque no nos hace ningún bien. Hombres que, en otras circunstancias, se hubieran unido a nosotros, ahora nos maldicen por habernos aliado con esos monstruos y se niegan a deponer sus armas cuando llegamos a sus casas. La resistencia de Galbatorix les parece justificada a causa de nuestra unión con los úrgalos. La gente común no comprende por qué nos hemos unido a ellos. No saben que también Galbatorix utilizó a los úrgalos, ni que fue Galbatorix quien los engañó para que atacaran Tronjheim bajo las órdenes de un Sombra.
No es posible explicar todas esas sutilezas a un granjero asustado.
Lo único que ese hombre sabe es que esas criaturas a quienes ha temido y ha odiado toda la vida ahora marchan hacia su casa bajo las órdenes de un enorme dragón y de un Jinete que se parece más a un elfo que a un humano.
—Necesitamos el apoyo de los úrgalos —dijo Nasuada—. Nuestro número ya es escaso contando con ellos.
—No, no nos hacen tanta falta. Ya sabes que lo que digo es verdad. ¿Por qué, si no, impediste que los úrgalos participaran en el ataque de Belatona? ¿Por qué les ordenaste que no entraran en la ciudad? Pero mantenerlos alejados del campo de batalla no es suficiente, Nasuada. Las noticias sobre su presencia corren por todas partes. Lo único que puedes hacer para mejorar esta situación es acabar con esta funesta alianza antes de que nos cause males mayores.