Legado (51 page)

Read Legado Online

Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
7.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Murtagh lo miró un momento. Luego enfundó la espada, se cargó a Nasuada sobre un hombro y, apoyando una rodilla en el suelo, bajó la cabeza, como si rezara.

De repente, un aguijonazo de dolor de Saphira distrajo a Eragon, y oyó que la dragona gritaba:

¡Cuidado! ¡Se me ha escapado!

El chico saltó por encima de un montón de cuerpos y, mientras estaba en el aire, levantó la mirada. Vio el brillante vientre de Thorn y sus aterciopeladas alas que cubrían casi todas las estrellas del cielo nocturno. El dragón rojo giraba ligeramente mientras se precipitaba hacia abajo.

Eragon se tiró a un lado y giró por el pabellón, intentando poner alguna distancia entre él y el dragón. Al aterrizar, se golpeó el hombro con una roca.

Thorn, sin perder tiempo, alargó la pata delantera derecha, que era gruesa y rugosa como un tronco de árbol, y cerró su enorme garra alrededor de Murtagh y Nasuada. Sus uñas se clavaron en la tierra, haciendo un agujero de casi un metro de profundidad, al agarrar a los dos humanos. Luego, con un rugido triunfal y un batir de alas estrepitoso, Thorn se elevó y empezó a alejarse del campamento.

Saphira, todavía en el mismo lugar en que ella y Thorn habían estado luchando, salió en su persecución, y unos regueros de sangre le cayeron desde las heridas que había sufrido en las patas. La dragona era más rápida que Thorn, pero aunque le diera alcance, Eragon no podía imaginar cómo conseguiría rescatar a Nasuada sin causarle daño.

Cuando Saphira pasó por encima de su cabeza, una ráfaga de viento le levantó el pelo. La dragona subió encima de un montón de toneles y saltó, elevándose en el aire más alto de lo que hubiera podido hacerlo un elfo. Alargó la pata delantera y agarró la cola de Thorn, colgándose de ella como si fuera un elemento de decoración.

Eragon dio un paso vacilante, como si quisiera detenerla, pero al final soltó una maldición y gruñó:


¡Audr!

El hechizo lo lanzó por los aires, igual que una flecha disparada con un arco. Mientras volaba, recurrió a Glaedr, y el anciano dragón le proporcionó energía con que mantener su ascenso. Eragon la empleó toda, sin importarle el precio que tuviera que pagar por ello. Lo único que quería era alcanzar a Thorn antes de que algo terrible les sucediera a Nasuada o a Arya.

Al pasar al lado de Saphira, Eragon vio que Arya empezaba a trepar por la cola de Thorn. Se agarraba a las espinas de su grupa con la mano derecha, como si fueran los travesaños de una escalera. Con la mano izquierda, le clavó la
dauthdaert
y, apoyándose en la lanza, se impulsó hacia arriba. Thorn se retorció a un lado y a otro, intentando morderla, como un caballo irritado por una mosca, pero no pudo alcanzarla. Entonces el dragón rojo plegó las alas, acercó las patas a su cuerpo, aproximando su preciosa carga al pecho, y se lanzó en picado y girando sobre sí mismo hacia el suelo. La
dauthdaert
se soltó del cuerpo del dragón y Arya quedó colgando solo de la púa a la que se agarraba con la mano derecha, la que estaba herida, la que se había destrozado en las catacumbas de Dras-Leona. Casi enseguida, los dedos le resbalaron y la elfa cayó, girando en el aire con los brazos y las piernas abiertos, como una rueda de carro enloquecida.

Pero, pronto, sin duda a causa de un hechizo pronunciado a tiempo, su cuerpo dejó de girar y fue reduciendo la velocidad de la caída hasta que quedó suspendida en el aire. Iluminada por el brillo de la
dauthdaert
, que todavía llevaba en la mano, parecía una luciérnaga que iluminara la oscuridad de la noche.

Thorn desplegó las alas y dio media vuelta para ir hacia ella. Arya miró un momento a Saphira e, inmediatamente, rotó en el aire para enfrentarse a Thorn. El dragón rojo abrió las fauces, que soltaron un maléfico destello luminoso un segundo antes de escupir un chorro de fuego que envolvió a Arya, ocultándola a la vista. En ese momento, Eragon se encontraba a menos de quince metros de distancia y el calor de las llamas le encendió las mejillas. Cuando el fuego se apagó, vio que Thorn se alejaba de Arya, retorciéndose de dolor y dando ciegos latigazos en el aire con la cola. Arya no tuvo tiempo de esquivarla.

—¡No! —gritó Eragon.

La elfa recibió un fuerte golpe que la lanzó por los aires igual que una honda lanza una piedra. La
dauthdaert
se soltó de su mano y dibujó un arco en el cielo en dirección al suelo mientras su halo de luz se apagaba. Eragon sintió una fuerte opresión en el pecho y se quedó sin aire en los pulmones. Thorn se estaba alejando, pero si obtenía más energía de Glaedr todavía podría darle alcance. Pero el vínculo con el dragón dorado se había debilitado mucho, y sin él Eragon no se sentía capaz de vencer a Thorn y a Murtagh en el aire. Además, sabía que Murtagh tenía a su disposición decenas de eldunarís. Soltando un juramento, interrumpió el hechizo que lo propulsaba por los aires y se lanzó en picado hacia donde estaba Arya. El viento le silbaba en los oídos y parecía querer arrancarle el cabello y la ropa. Eragon tuvo que achicar los ojos para soportar su fuerza. Un insecto chocó contra su cuello y el impacto le dolió como si lo hubiera golpeado una piedra.

Mientras descendía, buscaba con su mente la conciencia de Arya.

Justo cuando acababa de percibir un destello de inteligencia procedente de abajo, Saphira pasó volando cerca de él. La dragona giró sobre sí misma en el aire y alargó una pata para coger un objeto pequeño y oscuro. Eragon sintió un aguijonazo de dolor procedente de esa mente que acababa de tocar y, luego, sus pensamientos se apagaron y no sintió nada más.

La tengo, pequeño
—anunció Saphira.


Letta
—dijo Eragon.

Se detuvo, suspendido en el aire. Miró de nuevo hacia donde había estado Thorn, pero solo encontró la oscuridad y la luz de las estrellas.

Oyó el inconfundible sonido de un aleteo hacia el este y luego todo quedó en silencio.

Desde donde estaba veía todo el campamento de los vardenos.

Unas oscuras nubes de humo se levantaban entre el fuego. Cientos de tiendas estaban destrozadas en el suelo, cubriendo los cuerpos de los muchos hombres que no habían conseguido escapar antes de que Saphira y Thorn los pisotearan. Pero esos hombres no eran las únicas víctimas del ataque. A esa altura, Eragon no podía distinguir los cuerpos, pero sabía que los guerreros habían matado a muchos soldados.

Eragon sintió el sabor de las cenizas en el paladar. Temblaba, y unas lágrimas de rabia y frustración le bajaban por las mejillas. Arya estaba herida…, quizá, muerta. Nasuada había sido capturada, y pronto se encontraría a merced de los hábiles torturadores de Galbatorix.

La desesperanza abatió a Eragon.

¿Cómo iban a continuar ahora? ¿Cómo podían tener alguna esperanza de conseguir la victoria sin Nasuada?

Cónclave de reyes

Eragon aterrizó en el campamento de los vardenos montado en Saphira. En cuanto la dragona tocó tierra, el chico se deslizó por su costado y corrió hacia el trozo de césped sobre el cual Saphira acababa de dejar a Arya. La elfa estaba tumbada boca abajo, inmóvil.

Eragon le dio la vuelta y entonces ella abrió un poco los ojos.

—Thorn… ¿Qué ha pasado con Thorn? —susurró.

Ha escapado
—respondió Saphira.

—¿Y… Nasuada? ¿La habéis rescatado?

Eragon bajó la mirada y negó con la cabeza.

El rostro de Arya se llenó de tristeza. Tosió y parpadeó, y luego intentó sentarse. De la comisura de los labios le bajaba un hilo de sangre.

—Espera —dijo Eragon—. No te muevas. Voy a buscar a Blödhgarm.

—No hace falta. —Arya se apoyó en el hombro del chico y se puso en pie. Hizo una mueca al estirar los músculos del cuerpo, pero intentó disimular el dolor que sentía—. Solo tengo unos cuantos golpes, nada serio. Mis escudos me han protegido del golpe de Thorn.

Eragon no estaba muy seguro de ello, pero aceptó lo que ella decía.

¿Y ahora qué?
—preguntó Saphira, acercándose a ellos.

Eragon notó el punzante olor de la sangre de la dragona. Miró a su alrededor y contempló la destrucción que asolaba el campamento. Se acordó de Roran y de Katrina, y se preguntó si habrían sobrevivido.

«¿Sí, y ahora qué?»

Sin embargo, las circunstancias respondieron a su pregunta. En primer lugar, unos soldados aparecieron entre el humo y se lanzaron contra él y contra Arya. Cuando Eragon hubo terminado con ellos, ocho elfos habían llegado ya hasta allí. Eragon tuvo que convencerlos de que no estaba herido, y entonces los elfos dirigieron la atención hacia Saphira e insistieron en curarle las mordeduras y rasguños que Thorn le había hecho. Hubiera preferido hacerlo él mismo, pero se dejó convencer por su insistencia. Sabiendo que tardarían unos minutos en hacerlo, dejó a la dragona con los elfos y corrió hacia las tiendas cercanas al pabellón de Nasuada donde había dejado a Blödhgarm y a los dos hechiceros elfos enzarzados en su combate mental con los cuatro magos del Imperio. Al llegar, vio que el último de los magos se había arrodillado en el suelo, abrazándose el pecho y con la cabeza pegada a las rodillas. Eragon, en lugar de unirse a la invisible batalla, se acercó al mago y lo tocó suavemente en el hombro exclamando:

—¡Eh!

El mago se sobresaltó, y su distracción permitió que los elfos atravesaran sus defensas. Al instante, cayó al suelo, víctima de unas violentas convulsiones y con los ojos en blanco. Un hilo de baba amarilla y espumosa se deslizó por sus labios. Al cabo de poco, ya había dejado de respirar.

Eragon explicó rápidamente a Blödhgarm y a los dos elfos lo que les había sucedido a Arya y a Nasuada. Blödhgarm frunció el hirsuto entrecejo y sus ojos amarillos se encendieron de ira. Pero lo único que hizo fue decir en el idioma antiguo:

—Un tiempo oscuro se cierne sobre nosotros,
Asesino de Sombra
.

Sin perder tiempo, Blödhgarm envió a Yaela a buscar la
dauthdaert
, que debía de haber caído en algún lugar del campamento. Luego, Blödhgarm, Eragon y Uthinarë, el elfo que se había quedado con ellos, recorrieron el campamento y mataron a los pocos soldados que habían escapado de los dientes y las garras de los hombres gato, así como de las afiladas armas de los hombres, los enanos, los elfos y los úrgalos. También emplearon la magia para apagar los fuegos más grandes, que se extinguieron como si no fueran más que las llamas de unas velas.

Un terrible pavor atenazaba a Eragon. Durante todo ese tiempo no pudo pensar en nada que no fuera muerte, derrota y fracaso. Le parecía que el mundo entero se derrumbaba a su alrededor, que todo aquello por lo que él y los vardenos se habían esforzado se desmoronaba rápidamente, y que él no podía hacer nada al respecto.

Su desesperanza era tal que solo quería sentarse en un rincón y dejarse vencer por la aflicción. Pero consiguió sobreponerse, pues no hacerlo sería entregarse a una muerte segura. Así que continuó caminando al lado de los elfos sin ceder a la amargura.

Su estado de ánimo no mejoró cuando Glaedr contactó con él y le dijo:

Si me hubieras hecho caso, hubiéramos podido detener a Thorn y haber salvado a Nasuada.

O quizá no
—repuso Eragon. No quería discutir más sobre ese tema, pero se sintió obligado a añadir—:
Permitiste que la ira te nublara la mente. Matar a Thorn no era la única solución. Tampoco deberías haberte mostrado tan dispuesto a acabar con uno de los pocos miembros de tu raza que quedan.

¡No te atrevas a darme lecciones, jovencito!
—replicó Glaedr—.
No tienes la más ligera idea de cuál ha sido mi pérdida.

Lo comprendo mejor que muchos
—repuso él, pero Glaedr ya se había alejado de su mente y Eragon no creyó que el dragón lo hubiera oído.

Justo cuando acababa de extinguir otro fuego y se dirigía hacia el siguiente, Roran llegó corriendo a su lado y lo agarró del brazo.

—¿Estás herido?

Eragon sintió un alivio inmenso al ver que su primo estaba vivo y que se encontraba bien.

—No —respondió.

—¿Y Saphira?

—Los elfos ya le han curado las heridas. ¿Qué hay de Katrina?

¿Está bien?

Roran asintió con la cabeza y pareció relajarse un poco, aunque su rostro seguía mostrando preocupación.

—Eragon —dijo, acercándose—, ¿qué ha sucedido? ¿Qué está pasando? Vi a Jörmundur correr por ahí como un pollo sin cabeza, y los guardias de Nasuada tienen una expresión sombría. No consigo que nadie me cuente nada. ¿Estamos todavía en peligro? ¿Está Galbatorix a punto de atacarnos?

Eragon echó un vistazo a su alrededor. Luego se llevó a Roran a un lado, para que nadie pudiera oírlos.

—No se lo cuentes a nadie. Todavía no —advirtió.

—Tienes mi palabra.

Eragon resumió la situación con unas cuantas frases. Cuando hubo terminado, su primo estaba lívido.

—No podemos permitir que los vardenos se disgreguen —dijo.

—Por supuesto que no. Eso no va a suceder, pero es posible que el rey Orrin intente hacerse con el mando, o… —Eragon se calló al ver que un grupo de guerreros pasaba cerca de ellos—. Quédate a mi lado, ¿de acuerdo? Quizá necesite tu ayuda.

—¿Mi ayuda? ¿Para qué podrías tú necesitar mi ayuda?

—Todo el ejército te admira, Roran. Incluso los úrgalos. Tú eres
Martillazos
, el héroe de Aroughs, y tu opinión tiene peso. Eso puede ser importante para nosotros.

El chico se quedó callado un momento, pero al final asintió con la cabeza:

—Haré todo lo que pueda.

—De momento, comprueba que no queden más soldados —dijo Eragon, dirigiéndose de nuevo hacia el fuego para apagarlo.

Al cabo de media hora, cuando el campamento empezaba a estar en silencio y en orden, un mensajero lo informó de que Arya deseaba que acudiera de inmediato al pabellón del rey Orik.

Eragon y Roran intercambiaron una mirada. Luego se dirigieron hacia el extremo noroeste del campamento, donde tenían sus tiendas la mayoría de los enanos.

—No hay elección —dijo Jörmundur—. Nasuada dejó bien claro cuál era su deseo. Tú, Eragon, debes ocupar su sitio al frente de los vardenos.

Los rostros de todos los que se habían reunido en el pabellón mostraban una expresión seria y obstinada. Los distintos bípedos, tal como los hubiera llamado Saphira, mostraban el mismo ceño fruncido y los mismos rasgos duros y perfilados por las sombras. La única que no fruncía el ceño era la dragona, que tenía la cabeza metida en la tienda para poder participar en el cónclave. Pero sus labios dibujaban una ligera mueca, como si estuviera a punto de gruñir.

Other books

Justice: Night Horses MC by Sorana, Sarah
How to Build a House by Dana Reinhardt
Driven to Distraction (Silhouette Desire S.) by Dixie Browning, Sheri Whitefeather
The Lady Astronaut of Mars by Mary Robinette Kowal
A Watery Grave by Joan Druett
Azar Nafisi by Reading Lolita in Tehran