Authors: Christopher Paolini
—¿No puedes ocultar nuestro rastro con un hechizo?
—¡No sé cómo hacerlo! —respondió Carn, con voz casi inaudible en medio del fragor del viento y de los cascos de los caballos al galope—. ¡Es demasiado complicado!
Roran soltó un juramento y miró hacia atrás: los perros estaban girando por la última curva de la carretera. Parecían volar sobre el suelo, y sus esbeltos cuerpos se alargaban y se encogían a cada zancada con furiosa velocidad. A pesar de la distancia, Roran podía distinguir el color rosado de sus lenguas e incluso le pareció ver el destello de unos colmillos blancos.
Cuando alcanzaron los árboles, Roran giró y empezó a adentrarse en las colinas manteniéndose todo lo cerca posible de la línea de abedules sin colisionar con las ramas más bajas o tropezar con los troncos caídos. Los demás lo imitaron, subiendo por la pendiente, sin dejar de azuzar a voz en grito a los caballos para evitar que perdieran velocidad. Roran vio, a su derecha, que Mandel cabalgaba agachado sobre el cuello de su yegua pinta con una expresión fiera en el rostro.
Ese joven ya había impresionado a Roran por su resistencia y su fortaleza durante esos últimos tres días. Desde que Sloan, el padre de Katrina, traicionó a los habitantes de Carvahall y mató a Byrd, el padre de Mandel, el chico se había mostrado decidido a demostrar que podía igualar a cualquier hombre del pueblo, y durante las dos batallas entre los vardenos y el Imperio se había desenvuelto con honor.
Roran se agachó a tiempo de esquivar una gruesa rama, pero sintió los arañazos de las ramitas secas en el yelmo. Una hoja le cayó sobre el rostro y le tapó el ojo derecho un instante, pero enseguida el viento se la llevó. La respiración del caballo se iba haciendo más trabajosa a medida que continuaban adentrándose en las colinas por la hondonada. Roran miró hacia atrás y vio que la manada de perros se encontraba a menos de cuatrocientos metros de distancia. Unos minutos más y darían alcance a los caballos.
«Maldición», pensó. Miró con desesperación a un lado y a otro, hacia el tupido bosque de la izquierda y la colina verde de la derecha, buscando algo, cualquier cosa, que les pudiera ayudar a esquivar a sus perseguidores.
Estaba tan mareado a causa del agotamiento que casi no lo vio: a unos veinte metros de distancia, un sinuoso sendero natural cruzaba el camino y desaparecía entre los árboles.
—¡Eh!… ¡Eh! —gritó Roran, echándose hacia atrás y tirando de las riendas. El caballo disminuyó la velocidad al trote relinchando y cabeceando mientras intentaba morder el bocado—. Ah, no, no te voy a dejar —gruñó Roran, tirando de las riendas con más fuerza. Obligó al caballo a girar y, adentrándose en el sendero, gritó a los demás—. ¡Deprisa!
Entre los árboles, el aire era frío, casi helado, lo cual ofrecía un agradable alivio, pues Roran estaba acalorado por el esfuerzo. Pero solo pudo saborear la sensación durante un breve momento, pues de inmediato el caballo empezó a precipitarse por una pendiente en dirección a un arroyo que corría al fondo. Las hojas secas crepitaban bajo sus herraduras. Para no caer hacia delante, Roran tuvo que tumbarse de espaldas casi por completo y estirar las piernas hacia delante haciendo fuerza con las rodillas para sujetarse a los costados del animal.
Cuando llegaron al fondo del cañón, el caballo se adentró por el pedregoso suelo del arroyo salpicando a Roran hasta las rodillas. Al fin, consiguió detenerlo y miró hacia atrás para comprobar que los demás lo seguían. Ahí estaban, bajando en fila india por entre los árboles. Y más arriba, en el punto por donde se habían adentrado en el bosque, se oían los ladridos de los perros.
«Tendremos que enfrentarnos a ellos», pensó Roran.
Soltó otra maldición y espoleó al caballo para salir del arroyo. El animal subió por la orilla cubierta de suave musgo y continuó hacia delante por el mal dibujado sendero. No muy lejos de allí se levantaba una línea de altos helechos y, más allá, se veía una hondonada. Roran observó un árbol caído y pensó que, colocándolo de la manera adecuada, les podía servir como barrera improvisada.
«Espero que no tengan arcos», deseó. Hizo una señal con el brazo a sus hombres.
—¡Aquí!
Dio un latigazo al caballo con las riendas y lo condujo a través de los helechos hasta la hondonada. Al llegar saltó del caballo, pero en cuanto tocó el suelo con los pies las piernas estuvieron a punto de fallarle. Por suerte, se había sujetado a la silla al saltar. Con una mueca de dolor, apoyó la cabeza en el costado del caballo, resollando. Tuvo que esperar un rato para que las piernas dejaran de temblarle.
Los demás llegaron hasta él, inundando el ambiente con el olor del sudor y el sonido de los arneses de los caballos. Los animales también estaban temblorosos por el cansancio, tenían la respiración agitada, y la boca, llena de espuma.
—Ayúdame —pidió Roran a Baldor, señalando el árbol caído.
Agarraron el tronco por los dos extremos y lo levantaron del suelo.
Roran tuvo que apretar los dientes para soportar el dolor de las piernas y la espalda. Después de cabalgar al galope durante tres días seguidos, y sin dormir más de tres horas por cada doce que pasaban sobre el caballo, estaba peligrosamente agotado.
«Es lo mismo que si me presentara a la batalla bebido y casi inconsciente», pensó Roran mientras soltaba el tronco en el suelo y volvía a incorporarse. Encontrarse en esas condiciones lo inquietaba.
Sin perder tiempo, los seis hombres se posicionaron delante de los caballos, de cara a la hilera de helechos, y empuñaron las armas. Al otro lado de la hondonada, los ladridos de los perros se hacían cada vez más fuertes y su eco resonaba entre los árboles creando un estridente alboroto. Roran se puso en guardia y levantó el martillo.
Pero, de repente, y a pesar de los ladridos de los perros, oyó una extraña y cadenciosa melodía cantada en el idioma antiguo. Era Carn quien cantaba, y el poder que reconoció en esas frases le erizó los cabellos de la nuca. El hechicero pronunció unas cuantas frases de forma rápida y casi sin aliento, haciendo que las palabras se mezclaran confusamente. Cuando terminó, hizo una señal a Roran y a los demás y, en un susurró, ordenó:
—¡Agachaos!
Sin hacer preguntas, Roran se puso en cuclillas, lamentándose —y no por primera vez— de no ser capaz de utilizar la magia. De entre todas las habilidades que un guerrero podía poseer, ninguna era de tanta utilidad como la hechicería; no tener esa habilidad lo dejaba a merced de todos aquellos que eran capaces de reconfigurar el mundo con el poder de su voluntad y unas palabras.
En ese momento, los helechos empezaron a agitarse y un perro sacó el morro negro entre el follaje, husmeando la hondonada. Delwin siseó, levantando la espada como si fuera a decapitar al perro, pero Carn soltó un gruñido de alarma y le hizo una señal para que bajara la espada.
El perro parecía desconcertado. Olisqueó el aire de nuevo y se pasó la lengua morada por el morro. Luego, se retiró.
Cuando el perro hubo desaparecido y los helechos hubieron recuperado su posición inicial, Roran soltó todo el aire que había estado aguantando en los pulmones. Miró a Carn arqueando una ceja, esperando una explicación, pero este se limitó a negar con la cabeza mientras se llevaba el dedo índice a los labios.
Al cabo de unos segundos, dos perros más aparecieron entre los helechos para inspeccionar la hondonada. Luego, al igual que había hecho el primero, se fueron. Inmediatamente, la manada empezó a aullar y a gañir mientras buscaba entre los árboles, sin saber adónde se había ido su presa.
Mientras esperaba sentado, Roran se dio cuenta de que tenía varias manchas oscuras en la parte interior de las calzas. Puso un dedo encima de una de ellas y, al apartarlo, vio que lo tenía manchado de sangre: ampollas. Y no eran las únicas: también tenía en las manos —provocadas por el roce de las riendas entre el pulgar y el índice—, en los talones y en otros puntos del cuerpo más incómodos.
Se limpió el dedo en la hierba con expresión de disgusto. Miró a los demás hombres, todavía agachados o arrodillados en el suelo, y se dio cuenta de que también tenían una expresión de incomodidad en el rostro y que sujetaban las armas de forma extraña. Ninguno de ellos se encontraba en mejores condiciones que él. Roran decidió que, la próxima vez que se detuvieran para dormir, haría que Carn le curara las llagas. Aunque si el hechicero estaba demasiado cansado para hacerlo, se aguantaría y continuaría soportando el dolor para que este no gastara todas sus fuerzas antes de llegar a Aroughs. Estaba seguro de que la habilidad de Carn sería muy necesaria para hacerse con la ciudad.
Mientras pensaba en Aroughs y en el sitio que, se suponía, debía llevar a cabo, Roran se llevó la mano al pecho, donde había guardado el paquete con las órdenes que no era capaz de leer y con la misión que no se creía capaz de cumplir. Todavía estaban allí, protegidas bajo la túnica.
Al cabo de unos minutos que le parecieron interminables, uno de los perros empezó a ladrar con insistencia desde algún punto entre los árboles que había más arriba del arroyo. Los demás animales corrieron en esa dirección y volvieron a emitir unos profundos aullidos que indicaban que habían retomado la persecución de su presa.
Cuando los aullidos hubieron desaparecido en la distancia, Roran se levantó despacio e inspeccionó con la vista los árboles y los matorrales.
—Despejado —dijo, todavía en voz baja.
Los demás también se incorporaron. Hamund, un hombre alto, de cabello hirsuto y rostro marcado por profundas arrugas, a pesar de ser un año más joven que Roran, se giró hacia Carn con el ceño fruncido y preguntó:
—¿Por qué no has hecho esto antes en lugar de permitir que nos lanzáramos a esa alocada carrera pendiente abajo que casi ha provocado que nos rompiéramos el cuello?
Carn respondió con el mismo tono de enojo:
—Porque no se me ha ocurrido antes, por eso. Y puesto que os he evitado la incomodidad de acabar con unos cuantos agujeritos en el cuerpo, creo que deberías mostrar un poco más de gratitud.
—¿Ah, sí? Pues yo creo que tendrías que dedicar más tiempo a tu trabajo de hechicero en lugar de permitir que tengamos que huir a quién sabe dónde y…
Roran, que notó que la discusión estaba alcanzando un tono peligroso, se interpuso entre los dos.
—Ya basta —dijo. Y, dirigiéndose a Carn, le preguntó—: ¿Tu hechizo nos hará invisibles a ojos de los guardias?
Carn negó con la cabeza.
—Es más difícil engañar a los hombres que a los perros. —Mirando con desdén a Hamund, añadió—: Por lo menos, a la mayoría de ellos.
Puedo hacer que no nos vean, pero no puedo borrar nuestro rastro —explicó, señalando los helechos aplastados y las huellas del suelo—. Sabrán que estamos allí. Si nos marchamos antes de que nos vean, los perros los conducirán lejos…, y nosotros…
—¡Montad!
Los hombres, maldiciendo a media voz y gruñendo de disgusto, subieron a sus caballos. Roran echó un último vistazo a la hondonada para asegurarse de que no habían olvidado nada; después, espoleó a su montura y la condujo hasta la cabeza del grupo.
Juntos salieron galopando de la sombra de los árboles y se alejaron de la quebrada, continuando su interminable viaje hacia Aroughs. Lo que harían una vez llegaran a la ciudad continuaba siendo un misterio para Roran.
Mientras atravesaba el campo de los vardenos, Eragon iba moviendo los hombros para deshacer el nudo de tensión que se le había formado en la nuca en el entrenamiento con Arya y Blödhgarm esa tarde.
Llegó a lo alto de un pequeño promontorio que sobresalía como una isla entre ese mar de tiendas y allí se detuvo. Con los brazos en jarras, observó el paisaje a su alrededor. Delante de él se extendía el lago Leona, brillante con la luz del ocaso y tocado en las crestas de sus pequeñas olas por el reflejo dorado de los fuegos del campamento. La carretera que los vardenos habían seguido se alargaba entre su orilla y las tiendas. Era una ancha cinta de piedras unidas con mortero que había sido construida —o eso le había dicho Jörmundur— mucho antes de que Galbatorix hubiera derrotado a los Jinetes. A unos cuatrocientos metros hacia el norte, un pequeño y achaparrado pueblo de pescadores se agazapaba a la orilla del lago.
Eragon sabía que sus vecinos no estaban nada contentos de que un ejército armado hubiera acampado a sus puertas.
«Debes aprender… a ver lo que estás mirando.»
Desde que abandonaron Bellatona, Eragon no había dejado de darle vueltas al consejo de Glaedr. No estaba seguro de qué había querido decir exactamente el dragón, ya que Glaedr se había negado a añadir nada a esa enigmática frase, así que Eragon había decidido interpretarla en sentido literal. Hasta ese momento había estado esforzándose en «ver» todo lo que había delante de él, por pequeño o insignificante que fuera, y en comprender el significado de lo que veía.
A pesar de ello, y aunque se había empeñado mucho en lograrlo, había fracasado miserablemente. Por todas partes donde miraba veía un apabullante sinfín de detalles, pero estaba seguro de que siempre había algo que no era capaz de percibir. Peor incluso: pocas veces conseguía encontrar algún sentido a lo que observaba. Por ejemplo, al hecho de que en esos momentos no se viera humo en tres de las chimeneas del pueblo de pescadores.
Sin embargo, a pesar de lo inútil que le parecía ese empeño, el esfuerzo había demostrado ser de ayuda en un sentido por lo menos: ahora Arya ya no lo derrotaba cada vez que entrenaban juntos. Eragon la había estado observando con una atención redoblada —como el cazador que acecha a una presa— y así había ganado algunos de los combates. Aun así aún no estaba a su altura. Y Eragon no sabía qué era lo que tenía que aprender —ni quién podía enseñárselo— para conseguir la misma habilidad con la espada que tenía ella.
«Quizás Arya tenga razón y la experiencia sea la única maestra que me pueda ayudar ahora —pensó—. La experiencia requiere tiempo, y tiempo es lo que no tengo. Pronto llegaremos a Dras-Leona, y luego a Urû‘baen. Dentro de unos meses, como mucho, tendré que enfrentarme a Galbatorix y a Shruikan.»
Soltó un suspiro y se frotó el rostro, intentando dirigir su mente hacia temas menos preocupantes. Siempre le venían a la cabeza las mismas dudas, y les daba vueltas con la misma insistencia con que un perro roe su hueso. Pero lo único que sacaba de todo eso era una ansiedad cada vez mayor.