Authors: Christopher Paolini
—A lo mejor tú fuiste el instrumento de los dioses para derrocarlo.
¿Nunca te lo has planteado?
—¿Yo? —Soltó una carcajada—. Supongo que podría ser, pero, en cualquier caso, está claro que no les importa mucho si vivimos o si morimos.
—Claro que no. ¿Por qué iba a importarles? Son dioses… ¿Tú le rindes culto a alguno? —Aquella pregunta parecía tener especial importancia para Nasuada.
Eragon volvió a pensárselo un rato. Luego se encogió de hombros.
—Hay tantos… ¿Cómo iba a saber cuáles escoger?
—¿Por qué no el creador de todo, Unulukuna, que ofrece la vida eterna?
Eragon no pudo evitar chasquear la lengua.
—Mientras no enferme y nadie me mate, podría vivir mil años o más, y si vivo todo ese tiempo no se me ocurre por qué iba a querer seguir viviendo tras la muerte. ¿Qué otra cosa puede ofrecerme un dios? Con los eldunarís, tengo la fuerza necesaria para hacer casi cualquier cosa.
—Los dioses también proporcionan la oportunidad de reunirnos con nuestros seres queridos. ¿No deseas eso?
Eragon dudó.
—Sí, pero no quiero tener que «aguantar» una eternidad. Eso me parece aún más aterrador que pasar al vacío, tal como creen los elfos.
Aquello pareció inquietar a Nasuada.
—Así que has decidido no responder ante nadie más que ante Saphira y tú mismo.
—Nasuada, ¿soy mala persona?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces confía en mí y déjame hacer lo que considero correcto.
Yo respondo ante Saphira y los eldunarís, y ante todos los Jinetes que aún están por llegar, y también ante ti y Arya y Orik, y ante todos los habitantes de Alagaësia. No necesito ningún maestro que me castigue para comportarme como debo. Si así fuera, no sería más que un niño que obedece las normas impuestas por su padre por temor a los azotes, y no porque en realidad sean buenas.
Ella se lo quedó mirando varios segundos.
—Muy bien, pues. Confiaré en ti.
El murmullo de la fuente volvió a imponerse sobre el resto de los sonidos. Sobre sus cabezas, la luz del sol poniente ponía de manifiesto las grietas y deformidades de la cara inferior del saliente de roca.
—¿Y si necesitamos tu ayuda?
—Entonces ayudaré. No te abandonaré, Nasuada. Comunicaré uno de los espejos de tu estudio con uno mío, para que siempre puedas contactar conmigo, y lo mismo haré con Roran y Katrina. Si surge algún problema, encontraré el modo de enviar ayuda. Puede que no pueda venir personalmente, pero te ayudaré.
—Sé que lo harás —dijo ella, asintiendo. Luego suspiró. La tristeza se reflejaba en su rostro.
—¿Qué pasa?
—Todo iba tan bien… Galbatorix ha muerto. Los últimos combates han terminado. Por fin vamos a solucionar el problema de los magos.
Saphira y tú ibais a dirigirlos a ellos y a los Jinetes. Y ahora… No sé qué haremos.
—Se arreglará, estoy seguro. Encontrarás el modo.
—Sería más fácil contigo aquí… ¿Aceptarás por lo menos enseñarle el nombre del idioma antiguo a quien escojamos para controlar a los magos?
Eragon no tuvo que pensárselo, puesto que ya había considerado aquella posibilidad, pero hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas.
—Podría hacerlo, pero con el tiempo lo lamentaríamos.
—Así que no lo harás.
Sacudió la cabeza, y el rostro de Nasuada reflejó su frustración.
—¿Y por qué no? ¿Cuáles son las razones?
—El nombre es demasiado peligroso como para manejarlo a la ligera, Nasuada. Si un mago ambicioso pero sin escrúpulos se hiciera con él, podría provocar un caos terrible. Con él, podrían destruir el idioma antiguo. Ni siquiera Galbatorix estaba tan loco como para hacer eso, pero… ¿Un mago sediento de poder y sin la formación necesaria? ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Ahora mismo, Arya, Murtagh y los dragones son los únicos, aparte de mí, que saben el nombre. Mejor dejarlo así.
—Y cuando te marches, si lo necesitáramos, dependeremos de Arya.
—Sabes que ella siempre os ayudará. Si acaso, yo me preocuparía por Murtagh.
Nasuada apartó la mirada.
—No tienes que preocuparte. Ahora no supone ninguna amenaza para nosotros.
—Como tú digas. Si lo que quieres es mantener controlados a los hechiceros, el nombre del idioma antiguo es precisamente el dato que más conviene proteger.
—Si es así de verdad…, lo entiendo.
—Gracias. Hay algo más que deberías saber.
—¿Oh? —respondió Nasuada, de nuevo preocupada.
Eragon le contó entonces lo que se le había ocurrido recientemente con respecto a los úrgalos. Cuando acabó, Nasuada guardó silencio un momento. Luego dijo:
—Asumes mucha responsabilidad.
—Tengo que hacerlo. Nadie más puede… ¿Estás de acuerdo? Me parece el único modo de asegurar la paz a largo plazo.
—¿Estás seguro de que es conveniente?
—No del todo, pero creo que tenemos que intentarlo.
—¿Los enanos también? ¿Es realmente necesario?
—Sí. Es lo correcto. Y es justo. Y contribuirá a mantener el equilibrio entre las razas.
—¿Y si no están de acuerdo?
—Estoy seguro de que estarán de acuerdo.
—Entonces obra como te parezca. No necesitas mi aprobación (eso lo has dejado claro), pero estoy de acuerdo en que parece necesario. Si no, dentro de veinte o treinta años podemos encontrarnos con muchos de los problemas a los que se enfrentaron nuestros ancestros al llegar a Alagaësia.
Él hizo una leve reverencia.
—Lo prepararé todo.
—¿Cuándo tienes pensado marcharte?
—Cuando lo haga Arya.
—¿Tan pronto?
—No hay motivo para esperar más.
Nasuada se apoyó en la baranda, con la mirada fija en la fuente.
—¿Volverás a visitarnos?
—Lo intentaré, pero… no lo creo. Cuando Angela me leyó el futuro, dijo que nunca regresaría.
—Ah. —La voz de Nasuada sonó más gruesa, como si estuviera afónica. Se volvió y lo miró de frente—. Voy a echarte de menos.
—Yo también te echaré de menos.
Nasuada apretó los labios, como si hiciera un esfuerzo por no llorar. Luego dio un paso adelante y lo abrazó. Él también la rodeó con los brazos, y así se quedaron unos segundos.
Se separaron.
—Nasuada —dijo Eragon—, si algún día te cansas de ser reina, o si quieres un lugar para vivir en paz, ven con nosotros. Siempre serás bienvenida. No puedo hacerte inmortal, pero podría prolongar tus años mucho más allá de lo que vive la mayoría de los humanos, y serían años de buena salud.
—Gracias. Agradezco la oferta, y no la olvidaré —contestó. No obstante, Eragon tenía la sensación de que Nasuada nunca podría dejar Alagaësia, por muchos años que pasaran. Su sentido del deber era demasiado fuerte.
—¿Nos darás tu bendición? —preguntó él por fin.
—Claro. —Le cogió la cabeza entre las manos y le besó en la frente—. Os bendigo a ti y a Saphira. Que la paz y la suerte os acompañen allá donde vayáis.
—Y a ti también.
Nasuada mantuvo las manos sobre la cabeza de Eragon un momento más; luego lo soltó. El chico abrió la puerta de cristal y salió del estudio, y la dejó sola en el balcón.
Al bajar las escaleras en dirección a la entrada principal del edificio, Eragon se encontró con Angela, la herbolaria, que estaba sentada con las piernas cruzadas en el oscuro hueco de una puerta. Tejía lo que parecía un gorro azul y blanco con extrañas runas ininteligibles para él en la parte inferior. A su lado estaba Solembum, con la cabeza apoyada en el regazo de Angela y una de sus gruesas patas sobre la rodilla derecha.
Eragon se detuvo, sorprendido. No los había visto desde… —tardó un momento en hacer memoria—, desde poco después de la batalla de Urû’baen. Después de aquello desaparecieron.
—Saludos —dijo Angela, sin levantar la vista.
—Saludos —respondió Eragon—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Tejiendo un gorro.
—Eso ya lo veo, pero ¿por qué aquí?
—Porque quería verte. —Las agujas se entrecruzaban con gran rapidez, con un movimiento hipnótico, como las llamas de una hoguera—. He oído decir que tú, Saphira, los huevos y los eldunarís vais a abandonar Alagaësia.
—Tal como predijiste —replicó él, malhumorado al ver que había descubierto lo que debía de haber sido un gran secreto. No podía ser que hubiera estado espiándolos a él y a Nasuada (sus defensas lo habrían evitado) y, por lo que él sabía, nadie le había hablado a ella ni a Solembum de la existencia de los huevos y los eldunarís.
—Bueno, sí, pero no pensé que te vería partir.
—¿Cómo te has enterado? ¿Por Arya?
—¿Por ella? ¡Ja! No, qué va. Tengo mis propios medios para informarme. —Hizo una pausa en su labor, levantó los ojos, lo miró y parpadeó—. No es que vaya a compartirlos contigo. Al fin y al cabo, todos tenemos «algunos» secretos.
—¡Umpf!
—Eso digo yo. Si te vas a poner así, no sé muy bien ni para qué me he molestado en venir.
—Lo siento. Es que me he puesto un poco… incómodo. —Y, al cabo de un momento, Eragon añadió—: ¿Por qué querías verme?
—«Quería» despedirme de ti y desearte buena suerte en tu viaje.
—Gracias.
—Mmm. Procura no encerrarte demasiado en ti mismo cuando te instales. Asegúrate de que te da el sol lo suficiente.
—Lo haré. ¿Qué hay de ti y de Solembum? ¿Os quedaréis por aquí y cuidaréis de Elva? Dijiste que lo haríais.
La herbolaria soltó un resoplido muy poco femenino.
—¿Quedarnos? ¿Cómo voy a quedarme cuando Nasuada parece decidida a espiar a todos los magos del lugar?
—¿También has oído eso?
Ella le miró a los ojos.
—Estoy «en contra». Estoy completamente «en contra». No dejaré que se me trate como a una niña que ha hecho una travesura. No, ha llegado el momento de que Solembum y yo nos traslademos a algún lugar más acogedor: las montañas Beor, quizá, o Du Weldenvarden.
Eragon se lo pensó un momento y luego dijo:
—¿Os gustaría venir con Saphira y conmigo?
Solembum abrió un ojo y se lo quedó mirando un segundo. Luego lo volvió a cerrar.
—Es muy amable por tu parte —dijo Angela—, pero creo que declinaremos la oferta. Por lo menos, de momento. Estar ahí sentados vigilando los eldunarís y entrenando a nuevos Jinetes me parece un aburrimiento…, aunque criar a una nueva hornada de dragones seguro que es emocionante. Pero no, de momento Solembum y yo nos quedaremos en Alagaësia. Además, no quiero perder de vista a Elva los próximos años, aunque no pueda vigilarla personalmente.
—¿No te has cansado ya de emociones?
—Nunca. Son la salsa de la vida —dijo, y levantó su gorro a medio terminar—. ¿Te gusta?
—Está bien. El azul es bonito. ¿Qué dicen las runas?
—Raxacori. Oh, no hagas caso. Tampoco significarían nada para ti.
Que Saphira y tú tengáis buen viaje, Eragon. Y recuerda ir con cuidado con las tijeretas y los hámsteres salvajes. Son bichos feroces, los hámsteres salvajes.
Él no pudo evitar sonreír.
—Cuídate tú también. Y tú, Solembum.
El ojo del hombre gato volvió a abrirse.
Buen viaje, Asesino del Rey.
Eragon salió del edificio y se abrió paso por la ciudad hasta llegar a la casa donde ahora vivían Jeod y su esposa, Helen. Era una casa regia, con paredes altas, un gran jardín y criados a ambos lados de la entrada. Helen había prosperado muchísimo. Al aprovisionar a los vardenos —y ahora el reino de Nasuada— con suministros esenciales, había levantado en poco tiempo una empresa comercial mayor que la que tenía Jeod en Teirm.
Eragon se encontró a Jeod preparando los platos para la cena.
Después de rechazar su invitación para que cenara con ellos, el chico pasó unos minutos explicándole las mismas cosas que le había contado a Nasuada. Al principio su amigo se mostró sorprendido y algo desilusionado, pero al final estuvo de acuerdo en que era necesario que Eragon y Saphira se fueran con los otros dragones. Al igual que había hecho con Nasuada y con la herbolaria, también invitó a Jeod a que los acompañara.
—Es una tentación —admitió Jeod—, pero mi lugar está aquí. Aquí está mi trabajo y, por primera vez en mucho tiempo, Helen es feliz.
Ilirea se ha convertido en nuestro hogar, y ninguno de los dos desea mudarse a ningún otro sitio.
Eragon asintió. Lo comprendía.
—Pero tú… Tú vas a viajar donde muy pocos, salvo los dragones y los Jinetes, han ido. Dime, ¿sabes qué hay al este? ¿Hay otro mar?
—Si viajas lo suficiente.
—¿Y antes de eso?
Eragon se encogió de hombros.
—Terreno baldío en su mayor parte, o eso dicen los eldunarís, y no tengo motivos para pensar que haya cambiado en el último siglo.
Entonces Jeod se le acercó y bajó la voz:
—Dado que te vas…, te diré una cosa. ¿Te acuerdas de cuando te hablé de los Arcaena, la orden dedicada a preservar el conocimiento por toda Alagaësia?
Eragon asintió.
—Dijiste que Heslant
el Monje
pertenecía a la orden.
—Y yo también. —Ante la expresión de sorpresa de Eragon, Jeod puso cara de inocente y se pasó la mano por el pelo—. Me uní a ellos hace mucho tiempo, cuando era joven y buscaba una causa por la que luchar. Les he aportado información y manuscritos durante muchos años, y ahora ellos me han devuelto el favor. En cualquier caso, pensé que deberías saberlo. La única persona a la que se lo dije fue a Brom.
—¿Ni siquiera se lo has dicho a Helen?
—Ni siquiera a ella… En cualquier caso, cuando acabe de escribir mi relato sobre ti y Saphira, y acerca del alzamiento de los vardenos, lo enviaré a nuestro monasterio en las Vertebradas, y se incluirá en forma de nuevos capítulos en el
Domia abr Wyrda
. Tu historia no caerá en el olvido, Eragon; eso, al menos, puedo prometértelo.
Eragon encontró aquello profundamente conmovedor.
—Gracias —le dijo, y agarró a Jeod por el antebrazo.
—A ti, Eragon
Asesino de Sombra
.
Después de aquello, Eragon volvió al pabellón donde se habían instalado Saphira y él, así como Roran y Katrina, que le esperaban para cenar.
Durante toda la cena hablaron de Arya y Fírnen. Eragon no quiso comentar sus planes de marcha hasta después de dar cuenta de la comida, cuando los tres —y la niña— se habían retirado a una sala con vistas al patio, donde se encontraban echando una siesta Saphira y Fírnen. Se sentaron y bebieron vino y té, mientras veía cómo se ponía el sol tras el lejano horizonte.