Las uvas de la ira (34 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—Las hemos cruzado —dijo Padre asombrado.

El tío John metió la cabeza bajo el agua.

—Bueno, hemos llegado. Esto es California; y no tiene un aspecto tan próspero.

—Aún hay que cruzar el desierto —dijo Tom—. He oído que es una putada.

Noah preguntó:

—¿Lo intentamos esta noche?

—¿Tú qué piensas, Padre? —inquirió Tom.

—No sé. Nos vendría bien un poco de descanso, sobre todo a la abuela. Pero, por otro lado, querría estar ya al otro lado y empezar a trabajar. Sólo nos quedan unos cuarenta dólares. Estaré más tranquilo cuando todos trabajemos y ganemos algo de dinero.

Los hombres sentados sintieron la fuerza de la corriente. El predicador dejó que sus brazos y manos flotaran en la superficie. Los cuerpos estaban blancos hasta el cuello y las muñecas, y morenos, de color marrón oscuro, la cabeza y las manos y una uve entre las clavículas. Se restregaron con arena.

Noah dijo, perezoso:

—Me gustaría quedarme aquí eternamente. No volver a tener hambre ni tristeza. Dentro del agua toda la vida, emperezado como las crías de una cerda en el fango.

Y Tom, mientras miraba los picos mellados al otro lado del río
y
los de Needles río abajo:

—Nunca he visto montañas tan duras. Esta es una región asesina. Esto es el esqueleto de un país. Me pregunto si alguna vez llegaremos a un sitio donde la gente pueda vivir sin tener que pelearse con las rocas. He visto fotografías de una tierra llana, verde, con casitas, como dice Madre, blancas. Madre desea sobre todo una casa blanca. A veces dudo que exista una tierra semejante. He visto fotos así.

Padre dijo:

—Espera que lleguemos a California. Entonces verás una tierra hermosa.

—¡Pero, por Dios, Padre, si esto ya es California!

Dos hombres vestidos con vaqueros y sudadas camisas azules llegaron por los sauces y miraron a los hombres desnudos. Les saludaron:

—¿Se nada bien?

—No sé —dijo Tom—. No lo hemos intentado. Pero da gusto estar aquí sentado.

—¿Les importa si vamos a sentarnos?

—El río no es nuestro. Les prestaremos una parte pequeña.

Los hombres se desprendieron de los pantalones y se despegaron las camisas y entraron en el río por un vado. El polvo cubría sus piernas hasta la rodilla; tenían los pies pálidos y blandos de sudor. Se acomodaron perezosamente dentro del agua y se lavaron con languidez los flancos. Estaban quemados por el sol los dos, el chico y su padre. Gruñeron y bufaron con el placer de sentir el agua.

Padre preguntó cortésmente:

—¿Van hacia el oeste?

—No. Venimos de allí. Regresamos a casa. No hay forma de ganarse la vida en el oeste.

—¿De dónde son? —preguntó Tom.

—De Panhandle, somos de cerca de Pampa.

—¿Y allí pueden ganarse la vida? —quiso saber Padre.

—No. Pero por lo menos podemos morirnos con la gente que conocemos. No nos moriremos con una panda de tipos que nos odian.

—¿Sabe?, es usted la segunda persona que nos ha dicho tal cosa. ¿Por qué les odian? —preguntó Padre.

—No lo sé —dijo el hombre. Cogió agua en las manos y se lavó la cara, bufando y haciendo burbujas. Agua llena de polvo salió de su cabello y le manchó el cuello.

—Cuénteme más cosas —pidió Padre.

—Yo también quiero enterarme —añadió Tom—. ¿Por qué les odia esa gente del oeste?

El hombre miró a Tom con viveza.

—¿Van ahora al oeste?

—Sí, vamos de camino.

—¿Nunca han estado en California?

—Nunca.

—Bueno, no me hagan caso. Vayan a ver ustedes mismos.

—Sí —replicó Tom—, pero a uno le gusta saber dónde se mete.

—Bueno, si de verdad les interesa, yo me he planteado algunas cuestiones y he reflexionado sobre ellas. California es una tierra hermosa. Pero la robaron hace mucho tiempo. Después de cruzar el desierto se llega a Bakersfield. Es una tierra preciosa, con huertas y vides, la tierra más hermosa que nunca hayan visto. Pasarán luego tierra llana y fértil, con agua a diez metros bajo la superficie, tierra que está en barbecho. Pero no podrán comprarla, es de la Compañía de Tierras y Ganado. Y si ellos no quieren que se trabaje, pues no se trabaja. Si coge una parcela para plantar un poco de maíz le meten en la cárcel.

—¿Dice que es buena tierra y está sin trabajar?

—Sí, señor. Buena tierra sin trabajar. Bueno, pues eso le cabreará un poco, pero aún no ha visto nada. La gente tiene una mirada en los ojos, le miran y sus rostros dicen: «No me gustas, hijo de puta.» Hay ayudantes del sheriff que le avasallan a uno. Si acampas al borde de la carretera te dicen que sigas adelante. Se ve en las caras de la gente el odio que nos tienen. Déjenme que les diga, nos odian porque nos tienen miedo. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar. Saben que una tierra en barbecho es un pecado y que alguien la va a coger. ¡Qué diablos! A ustedes nadie les ha llamado todavía okie
.

—¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?

—Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un cerdo hijo de perra, que eres una mierda. En sí no significa nada, es el tono con que lo dicen. Pero yo no les puedo explicar nada, tienen que ir allí. He oído que hay trescientas mil personas como nosotros, que viven como cerdos porque en California todo tiene propietario. No queda nada libre. Y los propietarios se van a agarrar a sus posesiones aunque tengan que matar hasta el último hombre para conservarlas. Tienen miedo y eso les pone furiosos. Ya lo verán. Ya lo oirán. Es la puñetera tierra más hermosa que hayan visto, pero su gente no les tratará bien. Tienen tanto miedo y están tan preocupados que ni siquiera se tratan bien entre ellos.

Tom bajó la vista al agua y clavó los talones en la arena.

—Si uno trabajara y ahorrara algo de dinero, ¿no podría comprar un poco de tierra?

El hombre se echó a reír y miró a su hijo, y el silencioso chico sonrió con expresión casi triunfante. Y el hombre respondió:

—No van a conseguir trabajo fijo. Van a tener que rascar cada día para poder cenar. Con gente que les mira con malicia. Si recogen algodón, estarán seguros de que los pesos estarán amañados. Algunos lo están y otros no, pero ustedes pensarán que todos les engañan, y no sabrán cuáles lo hacen. En cualquier caso, no podrán hacer nada.

Padre preguntó lentamente:

—¿No hay… no hay allí nada bueno?

—Sí, es bonito de ver, pero usted no podrá comprar nada. Si ve un naranjal de naranjas amarillas, verá un tío con una escopeta que tiene derecho a matarle si toca una sola. Hay uno, dueño de un periódico, cerca de la costa, que tiene un millón de acres…

Casy levantó la mirada con presteza.

—¿Un millón de acres? ¿Qué rayos puede hacer con un millón de acres?

—No lo sé. Simplemente son suyos. Cría algo de ganado. Hay guardas por todas partes para que la gente no entre. Viaja en un coche blindado. He visto fotografías suyas. Es un tipo gordo
y
blando, con ojos perversos y la boca igual que el agujero del culo. Tiene miedo de morir. Posee un millón de acres y tiene miedo a morirse.

—¿Qué demonios puede hacer con un millón de acres? —exigió Casy—. ¿Para qué los quiere?

El hombre sacó del agua las manos, que se le estaban quedando blancas y arrugadas, y las extendió, estiró el labio inferior e inclinó la cabeza sobre uno de los hombros.

—No sé —respondió—. Debe de estar loco. Tiene que estar loco. Vi una foto suya y tiene pinta de loco, de estar loco y de ser un mal bicho.

—¿Dice usted que tiene miedo a morir? —preguntó Casy.

—Es lo que he oído.

—¿Tiene miedo de que Dios le atrape?

—No sé. Miedo, simplemente.

—¿Qué más le da? —dijo Padre—. No parece pasarlo muy bien.

—El abuelo no tenía miedo —dijo Tom—. Cuanto mejor se lo pasaba más cerca estaba de la muerte. Aquella vez que el abuelo y otro tropezaron con una banda de navajos, por la noche, se lo pasaron como nunca, y al mismo tiempo cualquiera habría dicho que estaban perdidos, que no tenían la menor posibilidad.

—Parece que así es la cosa —dijo Casy—. A uno que se lo está pasando bien le importa un comino; pero un tipo retorcido, solitario y viejo y decepcionado… ese sí que tiene miedo de morir.

—¿Qué es lo que le decepciona teniendo un millón de acres? —preguntó Padre.

El predicador sonrió y pareció confuso. Empujó salpicando con la mano un insecto de agua que iba flotando.

—Si necesita un millón de acres para sentirse rico, me parece que es porque en su interior se encuentra muy pobre, y si es pobre en sí mismo, no hay acres suficientes que le vayan a hacer sentirse rico, y quizá esté decepcionado de que no hay nada que él pueda hacer que le haga sentirse rico… rico como lo fue la señora Wilson al ofrecer su tienda cuando murió el abuelo. No estoy intentando predicar un sermón, pero nunca he visto a nadie que se dedicara a juntar cosas, tan ocupado como un perro de la pradera, que no estuviera desilusionado —sonrió con picardía—. Parece un sermón, ¿verdad?

El sol llameaba con furia. Padre dijo:

—Más vale meterse bien bajo el agua. Nos va a achicharrar vivos —y se reclinó y dejó que el agua fluyera suavemente alrededor de su cuello—. Si uno está dispuesto a trabajar duro, ¿tiene alguna posibilidad? —preguntó.

El hombre se sentó derecho y le miró de frente.

—Mire, yo no lo sé todo. Puede que llegue usted y encuentre un trabajo fijo, y yo sería un mentiroso. O puede que nunca encuentre nada y tampoco sería lo que yo le advertí. Lo único que le puedo decir es que la mayoría de la gente vive en condiciones desastrosas —se reclinó de nuevo en el agua—. Uno no puede saberlo todo —sentenció.

Padre volvió la cabeza y miró al tío John.

—Nunca has sido de muchas palabras —dijo—, pero que me parta un rayo si has abierto la boca dos veces desde que partimos. ¿Qué opinas de esto?

El tío John respondió ceñudo.

—Yo no opino nada. Vamos a ir hasta allá, ¿no? No vamos a dejar de ir por más que hablemos. Cuando lleguemos, habremos llegado. Cuando encontremos un trabajo, trabajaremos y cuando no lo encontremos, nos quedaremos sentados. Esta charla no va a servir de nada en ningún caso.

Tom se echó para atrás, se llenó la boca de agua, que lanzó al aire y rompió a reír.

—El tío John no habla mucho, pero nunca dice tonterías. Sí, señor, sabe lo que dice. ¿Seguiremos viaje esta noche, Padre?

—¿Por qué no? A ver si acabamos de una vez.

—Bueno, entonces me iré para arnba a dormir un rato en la hierba.

Tom se puso en pie y vadeó el río hasta la orilla arenosa. Se puso la ropa sobre el cuerpo mojado y se estremeció por lo caliente que estaba la ropa. Los demás le siguieron.

En el agua, el hombre y su hijo vieron desaparecer a los Joad. Y el chico dijo:

—Me gustaría verles dentro de seis meses. ¡Dios Santo!

El hombre se limpió los ojos con el dedo índice.

—No debí haber hecho eso —dijo—. Uno siempre quiere hacerse el listo, decirles las cosas a la gente.

—Bueno, Padre, ellos preguntaron.

—Si, ya lo sé. Pero, como dijo ese otro, van a ir en cualquier caso. Lo que yo les dije no va a cambiar nada, excepto que van a empezar a pasarlo mal antes de tiempo.

Tom caminó entre los sauces y se acomodó en una cueva de sombra para dormir. Noah le siguió.

—Voy a dormir aquí —dijo Tom.

—Tom.

—¿Sí?

—Tom, yo no sigo.

Tom se incorporó.

—¿Qué quieres decir?

—Tom, no pienso abandonar este río. Voy a caminar río abajo.

—Estás loco —dijo Tom.

—Buscaré un sedal y cogeré peces. Uno no se muere de hambre estando cerca de un buen río.

Tom dijo:

—¿Y qué pasa con la familia? ¿Qué pasa con Madre?

—No lo puedo evitar. No puedo abandonar esta agua— Noah tenía los ojos, muy separados el uno del otro, medio cerrados—. Tú sabes lo que pasa, Tom. La familia me trata bien, pero en realidad no les importo.

—Estás loco.

—No, no estoy loco. Yo sé cómo soy. Sé que me tienen lástima. Pero… bueno, yo no voy. Díselo tú a Madre, Tom.

—Atiende un momento —empezó Tom.

—No. No servirá de nada. He estado metido en esa agua y no pienso alejarme de ella. Ahora me voy, Tom… río abajo. Cogeré peces y cosas, pero no lo puedo abandonar. No puedo —se arrastró fuera de la cueva de los sauces—. Díselo a Madre, Tom —echó a andar alejándose.

Tom le siguió hasta la orilla del río.

—Escucha, maldito idiota…

—No hay nada que hacer —dijo Noah—. Estoy triste, pero no puedo hacer otra cosa. He de irme —se volvió bruscamente y echó a andar por la ribera siguiendo la corriente. Tom empezó a seguirle, pero luego se detuvo. Vio a Noah desaparecer entre la maleza y volver a aparecer después, siguiendo la orilla del río, haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer finalmente entre los sauces. Y Tom se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Regresó a la cueva formada por sauces y se tumbó a dormir.

Bajo la lona estirada la abuela yacía en un colchón, y Madre estaba sentada a su lado. El aire era sofocante y las moscas zumbaban en la sombra de la lona. La abuela estaba desnuda, tapada con una cortina rosa. Movía la vieja cabeza incesantemente a un lado y al otro, murmuraba y se ahogaba. Madre, sentada en el suelo a su lado, espantaba las moscas con un trozo de cartón y al mismo tiempo provocaba una corriente de aire cálido que se movía sobre el viejo rostro en tensión. Rose of Sharon, sentada al otro lado, observaba a su madre.

La abuela llamó imperiosamente:

—¡Will, Will! Ven aquí, Will —sus ojos se abrieron y miraron a su alrededor amenazantes—. Le dije que viniera aquí —dijo—. Ya le pillaré y le voy a arrancar el pelo —cerró los ojos, volvió a mover la cabeza a un lado y a otro y murmuró algo incomprensible. Madre la abanicó con el cartón.

Rose of Sharon miró desamparada a la anciana. Dijo quedamente:

—Está terriblemente enferma.

Madre dirigió la mirada al rostro de la muchacha. Los ojos de Madre eran pacientes, pero en su frente estaban las arrugas de la tensión. Madre abanicaba sin cesar y mantenía a las moscas alejadas con el cartón.

—Cuando eres joven, Rosasharn, todo lo que pasa es una cosa en sí misma. Es un hecho aislado. Lo sé, lo recuerdo, Rosasharn —su boca pronunció con amor el nombre de su hija—. Vas a tener un hijo, Rosasharn, y para ti es algo aislado y lejano, te dolerá y el dolor será un dolor aislado y esta tienda está sola en el mundo, Rosasharn —golpeó un momento el aire para impulsar un moscardón zumbante, y la gran mosca brillante dibujó dos círculos alrededor de la tienda y salió zumbando a la luz cegadora del sol. Madre continuó—: Hay un tiempo de cambio, y cuando llega, una muerte se convierte en un trozo del morir, y un parto en un trozo de todos los nacimientos, y dar a luz y morir son dos partes de la misma cosa. Entonces los hechos dejan de estar aislados. Entonces un dolor ya no duele tanto, porque ya no es un dolor aislado, Rosasharn. Ojalá pudiera explicártelo para que lo supieras, pero no puedo —y su voz era tan suave, estaba tan llena de amor, que los ojos de Rose of Sharon se inundaron de lágrimas que fluyeron y la cegaron.

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