Las uvas de la ira (31 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—Creo que ya está todo —dijo Tom. Apretó el tapón del aceite, observó cuidadosamente el cárter y cogió la linterna y alumbró el suelo—. Ya está. Vamos a ponerle el aceite.

Salieron de debajo y volcaron el cubo de aceite en el depósito del cigüeñal. Tom inspeccionó la junta por si había alguna pérdida.

—Vale, Al. Ponlo en marcha —dijo. Al se metió en el coche y apretó el estárter. El motor rugió. Un humo azul salió del tubo de escape—. Desacelera —gritó Tom—. Quemará aceite hasta fundir el alambre. Ya se está deshaciendo —escuchó con atención el rugido del motor—. Adelanta el encendido y déjalo al ralentí —volvió a escuchar—. Bien, Al, apágalo. Creo que lo hemos arreglado. ¿Dónde está esa carne?

—Eres un mecánico cojonudo —admiró Al.

—Es normal. Trabajé un año en un taller. Habrá que ir despacio unas doscientas millas para darle tiempo a que se amolde.

Se limpiaron las manos llenas de grasa con hierbajos y finalmente se las restregaron en los pantalones. Atacaron con hambre la carne cocida y bebieron tragos de agua de la botella.

—Estaba muerto de hambre —confesó Al—. ¿Qué hacemos ahora, seguir hasta el campamento?

—No sé —dijo Tom—. A lo mejor nos cobran medio dólar extra. Vamos a decírselo a los demás, que lo hemos arreglado. Luego si nos quieren clavar dinero extra nos vamos. Pero la familia querrá saber cómo vamos. Dios, me alegro de que Madre nos detuviera esta tarde. Mira con la linterna por alrededor, Al, que no nos dejemos nada. Mete la llave de tuerca. Podemos volver a necesitarla.

Al pasó la luz por el suelo.

—No veo nada.

—Bien. Yo conduciré el coche. Tú lleva el camión, Al —Tom puso en marcha el motor. El predicador subió al coche. Tom condujo despacio, manteniendo el motor a poca velocidad y Al le siguió en el camión. Pasó la cuneta en primera. Tom dijo—: Estos Dodge pueden arrastrar una casa yendo en primera. Ha bajado la velocidad media. A nosotros nos va bien… quiero suavizar ese cojinete con calma —en la carretera el Dodge avanzó lentamente. Los faros de doce voltios arrojaban una pequeña mancha de luz amarillenta en el asfalto.

Casy se volvió a Tom.

—Es curioso cómo podéis arreglar un coche. No hay más que alumbrar y lo arregláis. Yo no podría, ni siquiera ahora después de haberte visto hacerlo.

—Hay que ir aprendiendo desde pequeño —explicó Tom—. No se trata solo de saber, hay algo más. Los críos de ahora pueden destripar un coche sin pensar siquiera en ello.

Una liebre quedó prendida en la luz de los faros y avanzó a saltos por delante, corriendo cómodamente, con las grandes orejas botando en cada salto. De vez en cuando intentaba salir de la carretera, pero el muro de oscuridad la volvía a empujar al centro. A lo lejos, al frente, aparecieron unas luces brillantes que les taladraban. La liebre vaciló, titubeó y luego se volvió y se precipitó hacia las luces menos potentes del Dodge. Hubo una pequeña sacudida, un choque suave, al tiempo que desaparecía bajo las ruedas. El coche que venía en la otra dirección pasó al lado con un silbido.

—La hemos aplastado a modo —dijo Casy.

Tom replicó:

—Hay algunos que van a por ellas. Me da escalofríos cada vez que lo veo. El coche suena bien. Los anillos deben haberse soltado ya y no humea demasiado.

—Has hecho un buen trabajo —le felicitó Casy.

Una pequeña casa de madera dominaba el terreno del campamento y, en el porche, un farol de gasolina silbaba y arrojaba su blanca luminosidad, delimitando un gran círculo. Había media docena de tiendas levantadas cerca de la casa, y coches junto a las tiendas. En las hogueras ya habían terminado de cocinar, pero las brasas aún brillaban en el suelo junto a los campamentos individuales. Unos cuantos hombres se habían reunido en el porche donde ardía el farol y sus rostros se veían fuertes y musculosos bajo la cruda luz blanca que proyectaba las sombras negras de sus sombreros sobre la frente y los ojos y hacía destacar las barbillas. Unos estaban sentados en los escalones, otros en el suelo, apoyando los codos en el suelo del porche. El propietario, un hombre larguirucho y hosco, se sentaba en una silla en el porche. Se echó hacia detrás, contra la pared, y tamborileó con los dedos en la rodilla. En el interior de la casa alumbraba una lámpara de queroseno, pero su tenue luz se encontraba disminuida por el resplandor silbante del farol de gasolina. El grupo de hombres rodeaba al propietario.

Tom condujo el Dodge hasta el borde de la carretera y aparcó. Al cruzó la entrada en el camión.

—No hace falta entrar el coche —dijo Tom. Salió y se encaminó hacia el resplandor blanco del farol.

El propietario puso las patas delanteras de la silla en el suelo y se inclinó hacia delante: —¿Quieren acampar aquí?

—No —respondió Tom—. Tenemos aquí a la familia. Hola, Padre.

Padre, sentado en el escalón más bajo, contestó:

—Pensé que tardaríais una semana en volver. ¿Lo habéis arreglado?

—Hemos tenido más suerte que un puerco —dijo Tom—. Conseguimos la pieza antes de que oscureciera. Podemos continuar a primera hora de la mañana.

—Eso está muy bien —aplaudió Padre—. Madre estaba preocupada. Tu abuela ha perdido la chaveta.

—Ya me ha dicho Al. ¿Está algo mejor?

—En cualquier caso, está dormida.

El propietario intervino:

—Si quiere detenerse aquí y acampar, le costará medio dólar. Hay sitio para acampar, agua y leña. Y nadie le molestará.

—¡Qué demonios! —exclamó Tom—. Podemos dormir en la cuneta al lado de la carretera y nos sale gratis.

El dueño tamborileó en la rodilla con los dedos.

—El encargado del sheriff suele pasar por la noche. Se lo puede poner difícil. En este estado la ley prohíbe dormir afuera. Hay una ley de vagabundos.

—Y si le pago a usted cincuenta centavos, ya no soy un vagabundo, ¿eh?

—Exactamente.

Los ojos de Tom brillaron con furia.

—¿El encargado del sheriff no será cuñado de usted por casualidad?

El dueño se inclinó hacia delante.

—Pues no. Y todavía no ha llegado el tiempo en que la gente de aquí tenga que tragarse las impertinencias de unos vagabundos de mierda.

—Usted no se corta a la hora de coger nuestro dinero. Y ¿desde cuándo somos vagabundos? No le hemos pedido nada. Vagabundos nosotros, ¿eh? Pues nosotros no andamos exigiéndole que nos pague por el privilegio de acostarse y descansar.

Los hombres del porche estaban rígidos, inmóviles, callados. Toda expresión había desaparecido de sus semblantes; y sus ojos, en la sombra proyectada por los sombreros, se enfocaron a hurtadillas en el rostro del propietario.

—Déjalo ya, Tom —gruñó Padre.

—Claro, ya lo dejo.

Los hombres del círculo estaban en silencio, sentados en los escalones, apoyados en el alto porche. Sus ojos relucían a la cruda luz del farol. La dura luz prestaba a sus rostros dureza; estaban muy quietos. Sólo sus ojos se movían de un interlocutor al otro, pero sus inexpresivos semblantes permanecían en calma. Una mariposa de la luz se estampó contra el farol y se quebró, cayendo luego a la oscuridad.

En una de las tiendas un chiquillo se quejó a gritos y una voz de mujer lo tranquilizó y luego empezó a cantar en voz baja: «Por la noche Jesús te quiere. Felices sueños, felices sueños. Jesús vela por la noche. Duerme, oh, duerme, oh.»

El farol silbó en el porche. El dueño se rascó en el pico que dibujaba su camisa abierta, por donde asomaba una maraña de vello blanco. Se le veía vigilante y cercado por el problema. Miró a los hombres del círculo buscando una expresión. Y ellos no se movieron.

Tom permaneció en silencio largo rato. Sus oscuros ojos se movieron lentamente hasta quedar fijos en el propietario.

—No quiero causar molestias —dijo—. Es duro que le llamen a uno vagabundo. Yo no tengo miedo —continuó quedamente—. Me enfrentaría con usted y su encargado con los puños, aquí, ahora, que me caiga muerto si miento. Pero no tiene ningún sentido.

Los hombres se agitaron, cambiaron de postura y sus ojos relucientes se fijaron despacio en la boca del propietario, para verle mover los labios. Él se había tranquilizado. Sintió que había ganado, pero no con una victoria tan clara como para seguir atacándole.

—¿No tiene medio dólar? —preguntó.

—Sí que lo tengo. Pero lo voy a necesitar. No puedo soltarlo nada más que por dormir.

—Bueno, todos tenemos que ganarnos la vida.

—Sí —replicó Tom—. Pero preferiría que hubiera alguna forma de hacerlo que no fuera a costa de otro.

Los hombres volvieron a moverse. Y Padre dijo:

—Nos pondremos en marcha muy temprano. Oiga, mire, nosotros pagamos. Éste es un miembro de nuestra familia. ¿No puede quedarse? Hemos pagado.

—Medio dólar por coche —respondió el propietario.

—Aquí no hay ningún coche. El coche está fuera, en la carretera.

—Ha venido en coche —insistió el dueño—. Todo el mundo dejaría el coche fuera, y se instalaría en mi terreno por nada.

Tom decidió:

—Nos vamos. Nos encontraremos por la mañana, ya estaremos atentos a veros. Al puede quedarse y el tío John venir con nosotros… —miró al propietario—. ¿Alguna objeción?

Él tomó una decisión rápidamente, que llevaba una concesión incluida.

—Si se queda el mismo número de personas que vino y pagó… no hay inconveniente.

Tom sacó su bolsa de tabaco, que era ya un trapo gris sin peso, con un poco de polvo de tabaco en el fondo. Lio un fino cigarrillo y tiró la bolsa.

—Nos vamos dentro de un momento —dijo.

Padre se dirigió al círculo general.

—Es muy duro tener que marcharse. Para gente como nosotros, que teníamos nuestra propia granja. No somos unos vagos. Hasta que nos echó el tractor, teníamos una granja.

Un hombre joven, con las cejas quemadas por el sol, amarillas, volvió la cabeza lentamente.

—¿Agricultores? —preguntó.

—Por supuesto. Y la granja era nuestra.

El joven miró de nuevo hacia adelante.

—Igual que nosotros —dijo.

—Tenemos suerte de que vaya a ser poco tiempo —opinó Padre—. En el oeste tendremos trabajo y podremos comprar un pedazo de tierra de labor con agua.

Cerca del extremo del porche había un hombre andrajoso. De su chaqueta negra pendían girones desgarrados. Llevaba un mono completamente roto por las rodillas y su rostro estaba negro de polvo, con líneas dejadas por el sudor a su paso. Torció la cabeza hacia Padre.

—Ustedes deben de tener buena bolsa de dinero.

—No, no tenemos dinero —replicó Padre—. Pero somos muchos a trabajar y todos hombres fuertes. Nos pagarán buenos salarios y, juntándolos, podremos salir adelante.

El hombre harapiento miró fijo a Padre mientras este hablaba y luego rompió a reír, y su risa acabó siendo un agudo lamento. El círculo de rostros se volvió hacia él. Al final la risa se transformó en un ataque de tos. Tenía los ojos rojos y lacrimosos cuando logró controlar los espasmos.

—Van al oeste… ¡oh, Dios mío! —empezó de nuevo con su extraña risa—. Van al oeste a que les paguen… buenos salarios… ¡oh, Dios! —se interrumpió y preguntó maliciosamente—: ¿Recogiendo naranjas, tal vez? ¿Van a recoger melocotones?

El tono de Padre mantuvo la dignidad.

—Vamos a tomar lo que haya. Hay muchas cosas distintas en que trabajar.

El hombre harapiento rio entre dientes.

Tom se volvió, irritado.

—¿Qué es lo que tiene tanta puñetera gracia?

El otro cerró la boca y miró torvamente las tablas del porche.

—Todos ustedes van a California, seguro.

—Ya se lo he dicho —replicó Padre—. No está descubriendo nada.

El hombre pronunció con lentitud.

—Yo… estoy de vuelta. He estado allí.

Los rostros se volvieron con rapidez hacia él. Los hombres se quedaron rígidos. El silbido del farol disminuyó hasta no ser más que un suspiro y el propietario apoyó las patas delanteras de la silla en el porche, se levantó y avivó el farol hasta que el silbido volvió a oírse alto y claro. Regresó a su silla, pero no la echó para atrás. El hombre de los andrajos encaró los rostros de los otros.

—Me vuelvo a morirme de hambre. Prefiero mil veces volver a estar medio muerto de hambre.

—¿De qué diablos habla? —preguntó Padre—. Yo tengo un papel que anuncia buenos salarios, y hace poco vi en un periódico un aviso de que necesitan gente para recoger la fruta.

El hombre se volvió hacia Padre.

—¿Tiene algún sitio donde poder volver?

—No —contestó Padre—. Nos echaron. Metieron el tractor hasta en casa.

—Entonces, ¿no volvería?

—Desde luego que no.

—Entonces no le voy a inquietar —dijo el hombre.

—Pues claro que no me inquieta. Tengo un papel en el que se pide gente. No tendría sentido que lo distribuyeran si no fuera cierto. Hacer estos papeles cuesta dinero. No los sacarían si no necesitaran hombres.

—No le quiero inquietar.

Padre dijo enfadado:

—Ya ha metido bastante la pata. Ahora no se va a callar. Mi papel dice que hacen falta hombres. Usted se ríe y dice que no es verdad. Bueno, ¿quién es el mentiroso?

El andrajoso miró con lástima a los ojos furibundos de Padre.

—El papel es verdadero —dijo—. Necesitan hombres.

—Entonces, ¿por qué coño nos solivianta riéndose como un loco?

—Porque usted no sabe qué clase de hombres necesitan.

—¿Qué quiere decir?

El hombre tomó una decisión.

—Escuche —dijo. ¿Cuántos hombres dicen necesitar en su papel?

—Ochocientos, y eso en una zona solamente.

—¿Es un papel anaranjado?

—Pues… sí.

—¿Dice el nombre del tío ese… fulano de tal, contratista de mano de obra?

Padre buscó en su bolsillo y sacó el papel doblado.

—Exacto. ¿Cómo lo supo?

—Mire —dijo el hombre—. No tiene sentido. Este tío necesita ochocientos hombres. Va e imprime cinco mil papeles de esos y quizá los leen veinte mil personas. Y tal vez dos mil o tres mil se ponen en movimiento nada más que por esos papeles. Gente que está loca de preocupación.

—Pero eso no tiene sentido —gritó Padre.

—No, hasta que vea al tipo que hizo circular este papel. Le verá a él o a alguien que trabaje para él. Acampará en una cuneta con otras cincuenta familias. Él se asomará a su tienda para ver si le queda algo de comida. Si no le queda a usted nada, le dice: «¿quiere trabajar?». Y usted responderá: «Claro que sí. Le agradezco que me dé la oportunidad de trabajar.» Entonces él dirá: «Me sirves», y usted: «¿Cuándo empiezo?» Le dirá a dónde ir, a qué hora, y seguirá su camino. Quizá necesite doscientos hombres, así que habla con quinientos, que se lo dirán a otra gente y cuando llega al sitio del trabajo, hay allí unos mil hombres. El jefe dice. «Pago veinte centavos por hora.» Más o menos la mitad de los hombres se marcharán. Pero aún quedan quinientos y están tan muertos de hambre que trabajan aun por unas galletas. Bueno, este tipo tiene un contrato para recoger los melocotones, o cortar el algodón. ¿Lo entienden ahora? Cuanta más gente haya y más hambrienta esté, menos tendrá que pagar. Si puede, se queda con uno que tenga hijos, porque… mierda, había dicho que no les iba a inquietar —el circulo le miró fríamente. Los ojos calibraron sus palabras. El hombre se sintió cohibido—. Dije que no iba a inquietarles y, ¿qué es lo que estoy haciendo si no? Ustedes van a seguir adelante. No piensan regresar —el silencio colgó sobre el porche. Y la luz siseó y un halo de polillas osciló dentro dando vueltas alrededor del farol. El hombre harapiento continuó, nervioso—: Déjenme que les diga lo que han de hacer cuando encuentren al que ofrece trabajo. Pregunten cuánto piensa pagar y pídanle que lo ponga por escrito. Que haga eso. Si no me hacen caso, les estafarán.

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