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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (15 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Y los arrendatarios regresaron caminando, con las manos en los bolsillos y los sombreros calados hondos. Algunos compraban una pinta de licor y la bebían deprisa para recibir un impacto fuerte que les aturdiera. Pero no reían, ni bailaban. No cantaban ni cogían la guitarra. Caminaron de vuelta a las granjas, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, levantando el polvo rojo con los zapatos.

Tal vez podamos volver a empezar en la nueva tierra rica, en California, donde crece la fruta. Volveremos a empezar.

Pero tú no puedes empezar. Eso solo lo puede hacer un bebé. Tú y yo… pero si somos lo que ha pasado. La ira de un momento, mil imágenes, eso somos nosotros. Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación, y los de polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez. La amargura que le vendimos al chatarrero… sí que la tiene, pero nos queda todavía. Y cuando los hombres de los propietarios nos dijeron que nos fuéramos, eso somos nosotros; y cuando el tractor derribó la casa, eso somos hasta que muramos. A California o a cualquier parte… cada uno será el director de su propio desfile de dolor y agravios, marcharemos con nuestra amargura. Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.

Los arrendatarios volvieron a las granjas arrastrando los pies entre el polvo rojo.

Cuando todo lo que podía venderse se hubo vendido, los fogones y armazones de camas, sillas y mesas, pequeños armarios rinconeras, bañeras y cisternas, aún quedaron montones de cosas; las mujeres se sentaron entre ellas, dándoles vueltas, mirando lejos y volviendo la vista a ellas, cuadros, vasos, aquí hay un jarrón.

Mira, sabes muy bien lo que podemos y no podemos llevar. Vamos a ir acampando: algunos recipientes para cocinar y lavar, y colchones y edredones, faroles y cubos, y un trozo de lona. Lo usaremos como tienda de campaña. Esa lata de queroseno. ¿Sabes lo que es eso? Es la cocina. Y la ropa… coge toda la ropa. Y… ¿el rifle? No me iría sin el rifle. Cuando ya no tengamos zapatos, ropa y comida, cuando no nos quede ni esperanza, aún tendremos el rifle. Cuando el abuelo llegó —¿te lo he contado?— tenía pimienta, sal y un rifle. Nada más. Eso nos lo llevamos. Y una botella para el agua. Con eso más o menos tenemos todo lo que podemos llevar. Apilado en los lados del remolque, los niños se pueden sentar en el remolque y la abuela en un colchón. Herramientas, una pala y una sierra, llave inglesa y alicates. También un hacha. Hemos tenido esta hacha cuarenta años. Mira lo gastada que está. Y cuerdas, por supuesto. ¿Lo demás? Déjalo… o quémalo.

Y vinieron los niños.

Si Mary se lleva esa muñeca, esa asquerosa muñeca de trapo, yo me tengo que llevar mi arco indio. Lo tengo que llevar. Y este palo redondo, que es tan grande como yo. Podría necesitarlo. Lo tengo hace mucho tiempo, un mes o puede que un año. Me lo tengo que llevar. ¿Y cómo es California?

Las mujeres se sentaron entre las cosas descartadas, dándoles vueltas, mirando a lo lejos y de nuevo a sus cosas. Este libro. Era de mi padre. A él le gustaba tener un libro.
El progreso del peregrino
. Solía leerlo. Puso su nombre en él. Y su pipa… sigue oliendo a rancio. Y este cuadro… un ángel. Yo solía mirarlo antes de que llegaran los tres primeros… parece que no me sirvió de gran cosa. ¿Crees que podríamos meter este perro de porcelana? Lo trajo la tía Sadie de la feria de San Luis. ¿Ves? Escrito en el mismo perro. No, creo que no. Aquí hay una carta que escribió mi hermano el día antes de morir. Aquí un sombrero antiguo. Estas plumas… nunca llegué a usarlas. No, no hay sitio. ¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado? No. Déjalo. Quémalo.

Sentadas miraron las cosas y se las grabaron a fuego en la memoria. ¿Cómo será no saber qué tierra hay tras la puerta? ¿Cómo será despertar por la noche y saber… saber que el sauce no está allí? ¿puedes vivir sin el sauce? No, no puedes. El sauce eres tú. El dolor de ese colchón… ese dolor espantoso… eso eres tú.

Y los niños… Si Sam se lleva el arco indio y el palo largo yo me tengo que llevar dos cosas. Escojo el almohadón de plumas. Es mío.

De pronto estaban nerviosos. Hemos de irnos ya, rápidamente. No podemos esperar. Y amontonaron sus bienes en los patios y les prendieron fuego. En pie contemplaron cómo ardían, y luego cargaron frenéticos los coches y se marcharon, entre el polvo. El polvo permaneció suspendido en el aire mucho después de que los vehículos hubiesen pasado.

Capítulo X

C
uando el camión hubo partido, cargado con utensilios, herramientas pesadas, camas y somieres, con todo lo que es posible mover que pudiera venderse, Tom erró por la granja. Se asomó por el granero, los establos vacíos, entró en el cobertizo de los aperos y apartó a patadas los trastos que quedaban, dio la vuelta con el pie a un diente roto de la segadora. Se acercó a los lugares que recordaba: la roja ribera donde anidaban las golondrinas, el sauce situado sobre el corral de los cerdos. Dos cerdos jóvenes gruñeron y se revolvieron a su paso por la cerca, cerdos negros, tomando el sol cómodamente. Entonces finalizó su peregrinar y fue a sentarse en el escalón de la puerta sobre el que ya caía una sombra. A su espalda, Madre se movía por la cocina, lavando ropas de niño en un cubo; y por sus fuertes y pecosos brazos resbalaba el agua jabonosa desde los codos. Interrumpió el restregar de ropas cuando él se sentó. Le contempló largo rato y luego su mirada siguió fija en la parte de detrás de su cabeza después de que él se volviera y mirara afuera a la abrasadora luz del sol. Luego volvió a frotar la ropa.

—Tom —dijo—, espero que las cosas estén bien en California.

Él se volvió y la miró.

—¿Qué te hace pensar que no sea así? —preguntó.

—Bueno… nada. Es que parece demasiado bueno. He visto los panfletos que distribuyen y la cantidad de trabajo que hay, salarios altos y todo lo demás; he visto los anuncios de los periódicos que buscan gente que vaya a recoger uvas, naranjas y melocotones. Ése sería un buen trabajo. Tom, recoger melocotones. Incluso si no te dejaran comer ninguno, quizá se podría sisar alguno un poco picado de vez en cuando. Y se estaría bien bajo los árboles, trabajando a la sombra. Me asusta que todo sea tan bonito. No tengo fe. Temo que no sea tan bonito como dicen.

Tom replicó:

—No dejes a tu fe volar tan alto como un pájaro y no tendrás que arrastrarte con los gusanos.

—Sé que eso es verdad. Es de las Escrituras, ¿verdad?

—Eso creo —dijo Tom—. Nunca he podido acordarme bien de las Escrituras desde que leí un libro titulado
La victoria de Barbara Worth.

Madre rió quedamente sumergiendo y sacando las ropas del cubo. Escurrió petos y camisas y los músculos de sus antebrazos se marcaron como cuerdas.

—El padre de tu padre solía citar las Escrituras continuamente. Se hacía unos líos tremendos. Las mezclaba con
El Almanaque del doctor Miles
. Solía leer en alto el almanaque completo: cartas de gente que no podía dormir o que tenía la espalda lisiada. Después se lo contaba a la gente como si fuera una lección y decía: «Eso es una parábola de las Escrituras.» Se disgustaba cuando tu padre y el tío John se reían de lo que decía.

Amontonó en la mesa ropas escurridas, retorcidas como madera nudosa.

—Dicen que hay dos mil millas hasta nuestro destino. ¿Cuánta distancia crees que es, Tom? He visto un mapa, hay enormes montañas como las de una postal y tenemos que cruzarlas. ¿Cuánto crees que nos llevará ir tan lejos, Tommy?

—No sé —respondió—. Dos semanas, quizá diez días con suerte. Mira, Madre, deja de preocuparte. Te voy a decir una cosa que aprendí estando en la cárcel. No puedes dedicarte a pensar cuándo vas a salir. Te volverías loco. Tienes que pensar en el día que estás, luego en el día siguiente, en el partido del sábado. Es lo que hay que hacer. Los que llevan allí mucho tiempo hacen eso. Uno que acaba de llegar se da cabezazos contra la puerta de la celda porque piensa el tiempo que le queda de estar dentro. ¿Por qué no haces lo que te digo? Vive día a día.

—Es un buen sistema —concedió, y llenó su cubo con agua calentada sobre el fogón, introdujo ropas sucias y empezó a empujarlas dentro del agua jabonosa.

—Sí, es buen sistema. Pero me gusta pensar lo bien que estaremos, a lo mejor, en California, donde nunca hace frío y la fruta crece por todas partes. La gente vivirá en los lugares más hermosos, en casitas blancas levantadas entre los naranjos. Me pregunto… es decir, si todos conseguimos un empleo y todos trabajamos, tal vez podamos comprar una de esas casitas blancas. Y los pequeños saldrán a recoger naranjas del mismo árbol. No podrán aguantarlo, gritarán como locos.

Tom la miró trabajar y sus ojos sonrieron.

—Ya estás mejor solo de pensar en ello. Yo conocí a uno de California. No hablaba igual que nosotros. Con oírle hablar, ya sabías que debía ser de algún lugar lejano. Pero decía que ahora mismo hay demasiada gente buscando trabajo por allí. Y que los que recogen la fruta viven en viejos campamentos sucios y apenas sacan lo suficiente para comer. Que los salarios son bajos y es difícil encontrar trabajo.

Una sombra cruzó el rostro de su madre.

—No, no, no es así —dijo—. A tu padre le dieron un panfleto en papel amarillo que decía que hace falta gente para trabajar. No se tomarían tantas molestias si no hubiera trabajo en abundancia. Les cuesta su dinero hacer los panfletos. ¿Para qué querrían mentir, si encima les cuesta dinero?

Tom meneó la cabeza.

—No lo sé, Madre. Es difícil imaginarse por qué lo han hecho. Tal vez… —miró el rojo sol brillando en la tierra roja.

—¿Tal vez qué?

—Tal vez sea hermoso, como tú dices. ¿Dónde ha ido el abuelo? ¿Y el predicador?

Madre salía de la casa llevando un montón alto de ropa en los brazos. Tom se apartó a un lado para dejarla pasar.

—El predicador dijo que iba a dar una vuelta. El abuelo está durmiendo aquí, en la casa. Durante el día viene aquí y a veces se acuesta —caminó hasta la cuerda y comenzó a colgar en el alambre tejanos descoloridos, camisas azules y calzoncillos largos de color gris.

Tom oyó detrás de él un arrastrar de pies y se volvió a mirar. El abuelo salía del dormitorio y, al igual que por la mañana, intentaba abrocharse los botones de la bragueta.

—Oí voces —dijo—. Hijos de puta que no dejan dormir a un viejo. Desgraciados, quizás cuando os hagáis viejos aprendáis a dejar dormir a uno —sus dedos furiosos acabaron por desabrochar los dos únicos botones de la bragueta que estaban abrochados. Su mano olvidó lo que había estado intentando hacer. Metió la mano y se rascó con satisfacción debajo de los testículos. Madre entró con las manos húmedas y las palmas arrugadas e hinchadas del agua caliente y el jabón.

—Creí que estabas durmiendo. Venga, déjame que te abroche la ropa —y, aunque intentó resistirse, ella lo agarró y le abrochó la camiseta, la camisa y la bragueta—. Ve a dar un paseo —dijo, y le soltó.

Él farfulló indignado:

—Uno se convierte en un… en un… cuando alguien le tiene que abrochar la ropa. Quiero que me dejen abrocharme mis propios pantalones.

Madre dijo con guasa:

—En California no permiten que la gente vaya por ahí con la ropa desabrochada.

—No, ¿eh? Bueno, yo les voy a enseñar. ¿Se creen que me van a enseñar cómo tengo que comportarme? Pues si me da la gana iré por ahí con los huevos colgando.

Madre dijo:

—Parece que cada año que pasa es más malhablado. Supongo que lo hace por llamar la atención.

El anciano adelantó la barbilla sin afeitar y examinó a Madre con ojos astutos, maliciosos y alegres.

—Sí señor —dijo—, dentro de poco emprenderemos viaje. Y estoy seguro de que allí hay uvas colgando junto a la carretera. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Me voy a llenar una bañera de uvas, me voy a sentar dentro y voy a menearme hasta que el zumo me corra por todas partes.

Tom rió:

—Seguro que aunque llegue a tener doscientos años el abuelo nunca será disciplinado —dijo—. Estás decidido a ir, ¿verdad abuelo?

El viejo acercó una caja y se sentó pesadamente en ella.

—Sí, señor —asintió—. Y ya va siendo hora, por cierto. Mi hermano se marchó para allá hace cuarenta años. No volví a saber nada de él. Era un escurridizo hijo de puta. Nadie le quería. Se largó llevándose un colt de acción simple que era mío. Si alguna vez llego a encontrarle a él o a sus hijos, en el caso de que tenga alguno en California, les preguntaré por ese colt. Pero le conozco, y si tuvo algún hijo, seguro que lo colocó como hacen los cucos y lo ha criado alguna otra persona. Me alegraré cuando lleguemos allí. Tengo el presentimiento de que hará de mí un hombre nuevo. Poder empezar de inmediato a trabajar en la fruta.

Madre asintió.

—Te aseguro que es lo que pretende —dijo—. Estuvo trabajando hasta hace tres meses, hasta la última vez que se desencajó la cadera.

—Exactamente —dijo el abuelo.

Tom miró hacia el exterior desde su asiento en el escalón del umbral de la puerta.

—Aquí viene el predicador, por detrás del granero.

Madre comentó:

—Esa bendición que nos echó esta mañana es la más rara que he oído en mi vida. En realidad no era tal. Sólo hablaba, pero sonaba como una bendición.

—Es un tipo curioso —dijo Tom—. Se pasa el rato diciendo cosas extrañas. Aunque parece estar hablando consigo mismo. No intenta engañar a nadie.

—Observa la mirada de sus ojos —dijo Madre—. Parece un iluminado. Tiene esa mirada que llaman de éxtasis. Ya lo creo que parece un iluminado. Caminando así con la cabeza gacha y sin ver siquiera el suelo. Eso es lo que yo llamo un iluminado —calló al aproximarse Casy a la puerta.

—Le va a dar una insolación si anda por ahí así —dijo Tom.

Casy replicó:

—Bueno, sí,… tal vez —de repente encaró a los tres, Madre, el abuelo y Tom, con una expresión de ruego—. Tengo que ir al oeste. He de ir. Me pregunto si podría acompañarles —entonces se quedó inmóvil, avergonzado de sus propias palabras. Madre miró a Tom para que hablara él, porque era un hombre, pero Tom no habló. Respetó su derecho a hablar primero y luego dijo:

—Para nosotros sería un honor que viniera usted. Claro que yo no puedo decidir en este momento; Padre dijo que los hombres hablarían esta noche para determinar cuándo emprenderemos el viaje. Creo que es mejor que esperemos a que vengan los hombres. John y Padre, Noah, Tom, el abuelo, Al y Connie van a decidirlo tan pronto como regresen. Pero si hay sitio, estoy segura de que para ellos será motivo de orgullo que esté usted entre nosotros.

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