Las uvas de la ira (22 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—¿Qué te parecería viajar en ese coche?

Connie suspiró:

—Quizá… más adelante —ambos sabían el significado de sus palabras—. Y si sobra trabajo en California, podremos comprar nuestro propio coche. Pero esos —indicó el Zephyr que desaparecía de su vista—, los de esa clase cuestan tanto como una casa grande. Y prefiero tener la casa.

—Yo querría tener la casa y uno de esos —dijo ella—.

Pero desde luego la casa debe ser lo primero porque… —y los dos supieron a qué se refería. Estaban muy emocionados con el embarazo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Connie.

—Cansada. Estoy algo cansada de viajar bajo el sol.

—Tenemos que hacerlo o nunca llegaremos a California.

—Ya lo sé —dijo ella.

El perro vagó, olfateando, más allá del camión, llegó trotando al charco formado bajo la manguera y lamió el agua embarrada. Luego se alejó con la nariz baja y las orejas colgando. Fue olfateando entre la maleza polvorienta de la orilla de la carretera hasta llegar al borde del asfalto. Levantó la cabeza y miró al otro lado, y después comenzó a cruzar. Rose of Sharon dejó escapar un chillido agudo. Un coche grande y veloz llegó muy deprisa, los neumáticos chirriaron. El perro intentó en vano esquivarlo y, con un grito estridente, fue a parar debajo de las ruedas, cortado por la mitad. El enorme coche disminuyó por un momento la velocidad y, desde dentro, unos rostros se volvieron para mirar; después aceleró de nuevo y desapareció. Y el perro reducido a un borrón de sangre e intestinos reventados y enmarañados, sobre la carretera, movió las patas lentamente.

Los ojos de Rose of Sharon estaban muy abiertos.

—¿Crees que le hará daño? —imploró—. ¿Crees que le hará daño?

Connie la rodeó con un brazo.

—Ven a sentarte —animó—. No ha sido nada.

—Pero sentí que le hacía daño. Noté una especie de sacudida al gritar.

—Ven a sentarte. No ha sido nada. No va a tener ninguna consecuencia —la llevó a un lado del camión, alejándola del perro agonizante y la sentó en el estribo.

Tom y el tío John se acercaron a la carnicería. El cuerpo destrozado se estremecía por última vez. Tom agarró las patas y lo arrastró hasta el borde de la carretera. El tío John parecía avergonzado, como si hubiera sido culpa suya.

—Debía haberlo tenido atado —dijo.

Padre miró al perro un momento y luego se dio la vuelta y se alejó.

—Vámonos —dijo—. No sé cómo hubiéramos podido alimentarle de todas formas. Quizá haya sido lo mejor.

El gordo se acercó por detrás del camión.

—Lo siento por ustedes —dijo—. Un perro cerca de una carretera no dura nada. En un año me atropellaron a tres perros. Ahora ya no tengo perro.

Añadió:

—No se preocupen por él. Yo me ocupo de todo. Lo enterraré en el campo de maíz.

Madre se acercó a Rose of Sharon, que estaba sentada en el estribo, estremecida aún.

—¿Te encuentras bien, Rosasharn? —inquirió—. ¿Es que estás mal?

—Vi eso. Me ha sobresaltado.

—Te oí gritar —dijo Madre—. Venga, contrólate.

—¿Crees que ha podido hacerle daño?

—No —dijo Madre—. Lo que le puede hacer daño es que sigas contemplándote y compadeciéndote y envolviéndote en algodón en rama. Ponte ya en pie y ayúdame a acomodar a la abuela. Olvídate un minuto de ese bebé. Él cuidará de sí mismo.

—¿Dónde está la abuela? —preguntó Rose of Sharon.

—No sé. Por aquí cerca debe estar. Quizá esté en los servicios.

La muchacha caminó hacia el lavabo y en un instante salió ayudando a la abuela a moverse.

—Se había quedado dormida ahí dentro —dijo Rose of Sharon.

La abuela sonrió.

—Se está bien allí —explicó—. Hay un water y el agua baja. Me gusta el servicio —comentó con satisfacción—. Me habría dormido una buena siesta si no me hubieran despertado.

—No es un buen sitio para dormir —opinó Rose of Sharon mientras ayudaba a la abuela a subir al coche. Ésta se acomodó alegremente.

—Quizá no sea un sitio elegante, pero es cómodo —dijo.

Tom dijo:

—Vámonos. Tenemos muchas millas por delante.

Padre soltó un silbido estridente.

—¿Dónde se habrán metido esos críos? —volvió a silbar poniendo los dedos en la boca.

Al momento aparecieron por el maizal, Ruthie delante, Winfield tras ella.

—Huevos —gritó Ruthie—. Tengo huevos blandos —se acercó apresuradamente con Winfield siguiéndola de cerca. ¡Mirad! —traía una docena de huevos blandos, de color blanco-grisáceo, en la sucia mano. Y mientras levantaba la mano, sus ojos cayeron sobre el perro muerto junto a la carretera—. ¡Anda! —exclamó. Ruthie y Winfield se acercaron despacio al perro y lo inspeccionaron. Padre les llamó:

—Venid ya si no queréis que os dejemos.

Dieron media vuelta solemnemente y caminaron hacia el camión. Ruthie miró una vez más los grises huevos de reptil que guardaba en la mano y luego los arrojó. Se encaramaron por el lado del camión.

—Tenía todavía los ojos abiertos —dijo Ruthie en tono muy bajo.

Winfield, por el contrario, se regodeaba en la escena. Dijo con atrevimiento:

—Tenía todas las tripas desparramadas por ahí… por todas partes… —se quedó silencioso un momento—, desparramadas… por todas partes —dijo, y entonces se movió con rapidez y vomitó por el lateral del camión. Cuando se sentó de nuevo tenía los ojos llenos de lágrimas y le goteaba la nariz.

—No es como matar un cerdo —dijo, a modo de explicación.

Al levantó el capó del Hudson y comprobó el aceite. Sacó una lata de un galón que había en el suelo de la cabina y vertió una cantidad de aceite barato y negro por el tubo y luego volvió a comprobar el nivel.

Tom fue a su lado.

—¿Quieres que conduzca yo un rato? —preguntó.

—No estoy cansado —replicó Al.

—Bueno, anoche no dormiste nada. Yo eché una cabezada esta mañana. Sube atrás. Yo conduciré.

—Bueno —dijo Al, aún reacio—. Pero debes estar muy atento al indicador del aceite. Y ve despacio. He estado esperando el corto. Vigila de vez en cuando la aguja. Si salta a descarga, es un corto. Y ve despacio, Tom, llevamos carga de más.

Tom se echó a reír.

—Estaré al tanto —dijo—. Descansa tranquilo.

La familia volvió a hacinarse en el camión. Madre se acomodó junto a la abuela en el asiento y Tom ocupó su puesto y encendió el motor.

—Sí que está flojo —dijo, y metió la marcha y condujo hacia la carretera.

El motor zumbó monótono y el sol empezó a bajar en el cielo, delante de ellos. La abuela dormía de forma continuada, e incluso Madre dejó caer la cabeza hacia adelante y dormitó. Tom se bajó la gorra para evitar que el sol cegador le diera en los ojos.

De Paden a Meeker hay trece millas; de Meeker a Harrah son catorce; y después viene Oklahoma City, la gran ciudad. Tom atravesó la ciudad sin detenerse. Madre despertó y miró las calles al pasar. Y los otros, subidos en el camión, contemplaron las tiendas, las grandes casas, los edificios de oficinas. Y luego los edificios y las tiendas fueron haciéndose más pequeños. Chatarrerías, puestos de perros calientes, salas de baile de las afueras.

Ruthie y Winfield vieron todo aquello; los enormes tamaños y lo extraño que era todo les avergonzó y sintieron miedo de aquella gente tan bien vestida. No hablaron de eso entre ellos. Más tarde… hablarían, pero ahora no. Vieron las torres de perforación de petróleo, en el límite de la ciudad; torres negras, y el olor de petróleo y gasolina en el aire. Pero no lanzaron exclamaciones. Era tan grande y tan extraño que les asustaba.

Rose of Sharon vio en la calle a un hombre con un traje ligero. Llevaba zapatos blancos y un sombrero plano de paja. Ella tocó a Connie y señaló al hombre con los ojos y entonces Connie y Rose rieron por lo bajo para sí mismos y la risa se fue apoderando de ellos. Se taparon la boca. Y se sentían tan a gusto que buscaron otra gente de la que poder reírse. Ruthie y Winfield les vieron reír y parecían pasarlo tan bien que también ellos lo intentaron… pero no pudieron. No les daba la risa. Sin embargo, Connie y Rose of Sharon estaban sin aliento y colorados y rígidos de tanto reír antes de que pudieran parar. Llegaron al punto de que nada más mirarse volvían a empezar las carcajadas.

Las afueras estaban muy extendidas. Tom condujo lentamente y con cuidado entre el tráfico y entonces estuvieron en la carretera 66… la gran ruta hacia el oeste, y el sol se hundía tras la línea de la carretera. El parabrisas brillaba de polvo. Tom se bajó tanto la gorra sobre los ojos que, para ver, tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás. La abuela seguía durmiendo con el sol en sus párpados cerrados, y las venas de las sienes eran azules, las venillas brillantes de las mejillas tenían el color del vino y las manchas marrones de su rostro se volvieron más oscuras.

Tom dijo:

—Seguiremos en esta carretera hasta el final.

Madre había estado silenciosa largo rato.

—Quizá debiéramos buscar un sitio para acampar antes de la puesta de sol —sugirió ahora—. Tengo que poner carne a cocer y hacer un poco de pan. Eso lleva tiempo.

—Es buena idea —asintió Tom—. No vamos a hacer este viaje de un salto. Nos vendrá bien estirarnos un poco.

De Oklahoma City a Bettany hay catorce millas.

Tom volvió a hablar:

—Creo que será mejor parar antes de que el sol se ponga. Al tiene que construir ese invento del camión. Si no, el sol va acabar con los que vayan detrás.

Madre había vuelto a dormitar. Enderezó la cabeza bruscamente.

—Hay que cocinar algo de cena —dijo. Y prosiguió:

—Tom, tu padre me ha dicho que si cruzas la frontera del estado…

Él se tomó un buen rato antes de responder.

—¿Sí? ¿Qué pasa con eso, Madre?

—Bueno, es que estoy asustada. Será como si te hubieras fugado. A lo mejor te cogen.

Tom puso la mano como una visera encima de los ojos para protegerse del sol poniente.

—No te preocupes —dijo—. Ya lo tengo pensado. Hay muchos fuera en libertad bajo palabra y continuamente están saliendo más. Si me cogen por alguna otra razón en el oeste, bien, mi foto y mis huellas están en Washington. Me mandarán de nuevo a prisión. Pero si no cometo ningún delito, les trae sin cuidado lo que haga.

—Pues yo estoy asustada. A veces cometes un delito y ni siquiera sabes que es malo. Quizá haya delitos en California que ni siquiera sabemos que lo son. Tal vez hagas algo que no tiene nada de malo y resulte que en California sí que lo tiene.

—Sería lo mismo que si no estuviera en libertad bajo palabra —razonó—. Lo único es que si me pillan, me la cargo más que otros. Deja ya de preocuparte —dijo—. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima tú te dediques a buscar más motivos de preocupación.

—No lo puedo remediar —dijo Madre—. En el momento que cruces la frontera habrás cometido un delito.

—Bueno, pues eso es mejor que quedarme quieto en Sallisaw y morirme de hambre —replicó Tom—. Más vale que busquemos un sitio donde acampar.

Atravesaron Bethany y continuaron. Al lado de la acequia por la que una alcantarilla pasaba bajo la carretera, un viejo turismo estaba aparcado junto a la carretera y había una tienda pequeña al lado, de la que salía el tubo de un fogón que echaba humo.

Tom señaló al frente.

—Hay gente acampada. Parece el mejor sitio que hemos visto hasta ahora.

Redujo velocidad y acabó de frenar a la orilla de la carretera. El capó del viejo turismo estaba abierto y un hombre de mediana edad se inclinaba observando el motor. Llevaba un sombrero barato de paja, una camisa azul, un chaleco negro lleno de manchas y unos vaqueros, tiesos y brillantes de puro sucios. Tenía un rostro enjuto, con arrugas como surcos hondos que destacaban los pómulos y la barbilla nítidamente. Levantó los ojos para mirar el camión, unos ojos sorprendidos y furiosos.

Tom se asomó por la ventana.

—¿Hay alguna ley que prohíba acampar aquí para pasar la noche?

El hombre solo había visto el camión. Enfocó ahora los ojos en Tom.

—No lo sé —respondió—. Nosotros paramos simplemente porque no podíamos continuar.

—¿Hay agua por aquí?

El hombre señaló a la barraca de una estación de servicio, como un cuarto de milla más adelante.

—Allí hay agua. Le dejarán coger un cubo.

Tom vaciló.

—¿Le importa si acampamos un poco más allá?

El hombre delgado le miró con extrañeza.

—No es nuestro —replicó—. Nosotros paramos porque esta mierda de coche no tira más.

—En cualquier caso, ustedes llegaron antes —insistió Tom—. Tiene derecho a elegir si quiere tener vecinos o no.

El llamamiento a la hospitalidad tuvo un efecto inmediato. El semblante enjuto se distendió en una sonrisa.

—Pues claro, no faltaba más, dejen ya la carretera. Es un placer que se queden con nosotros —llamó a gritos—: Sairy, hay aquí una gente que se va a quedar con nosotros. Sal de ahí y ven a saludar. Sairy no se encuentra bien —añadió.

Las solapas de la tienda se separaron y de ella emergió una mujer apergaminada, un rostro arrugado como una hoja seca y ojos que parecían llamear, ojos negros que parecían asomarse al exterior desde un pozo de espanto. Era menuda y temblaba. Se enderezó agarrada a una de las solapas, y la mano que se asía a la lona era como la de un esqueleto cubierto de piel arrugada.

Cuando habló, todos apreciaron el hermoso timbre grave de su voz, suave y modulada y, sin embargo, con armonías resonantes.

—Dales la bienvenida —dijo—. Diles que son bienvenidos.

Tom se apartó de la carretera y metió el camión en el campo y lo aparcó paralelo al turismo. La gente salió rodando del camión; Ruthie y Winfield con demasiada prisa, de manera que las piernas no les respondieron y se quejaron a gritos del hormiguillo que les corría por los miembros. Madre se puso a trabajar sin perder un segundo. Desató el cubo de tres galones de la parte trasera del camión y se aproximó a las escandalosas gallinas.

—Ve a por agua… allí delante. Pídela bien. Di: «Por favor, podemos llenar un cubo de agua?» y luego da las gracias. Luego la traéis entre los dos sin derramar ni una gota. Y si veis maderitas para quemar, traedlas aquí.

Los chiquillos se alejaron a la carrera hacia la barraca.

Alrededor de la tienda todos estaban un poco cohibidos y la conversación se había detenido antes de empezar. Padre intentó empezar un intercambio:

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