Las tres heridas (78 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—¿Consiguió verla?

Negó con la cabeza, sin levantar el rostro, con un visaje entristecido, apesadumbrada por el recuerdo.

—Cuando llegamos a la cárcel, Jorge me dijo que la habían trasladado a una celda especial, por lo del juicio, y que no se le permitían visitas, pero que podía dejarle el paquete, que se lo entregarían. No tuve más remedio que hacerlo. Dejé las cosas con la vana esperanza de que llegase a sus manos las cartillas escolares y mi carta; con esas líneas escritas en unas cuartillas aligeré mi culpa, y me dispuse a vivir mi particular calvario que acepté con resignación religiosa. A los tres días me casé con Jorge Vela. Mi noche de bodas fue horrible —me miró sólo un instante para retirar los ojos. Retorció sus manos huesudas y esbozó una sonrisa rota—. Cuando se dio cuenta de que no era el primero me pegó una paliza que casi me mata. No me pude levantar de la cama en una semana —sus ojos fijos, brillantes, penetrantes me miraban como si quisieran reflejar en ellos la verdad de sus palabras—. Ni en los años de condena y padecimiento que pasé al lado de Jorge, ni en todos los que más tarde la vida me regaló junto a Arturo, he dejado de pensar ni un solo día en Mercedes, su recuerdo me ha acompañado siempre, sin reproches ni resentimientos, como si la serenidad de su espíritu me hubiera visitado a diario para exonerar mi conciencia —calló, y dio un suspiro largo y profundo, dejando caer de nuevo sus ojos en el vacío—. Hace apenas un mes, recibí la visita de Manuela Giraldo, aquella niña de la pensión La Distinguida. Llegaba hasta mi puerta para cumplir una promesa. Gracias a ella supe que Mercedes no murió por esa condena injusta. En enero del 40, la trasladaron a Santurrarán, un balneario entre la costa de Vizcaya y Guipúzcoa convertido en una prisión franquista hasta mediados de los años cuarenta. Allí se encontraban la misma Manuela, su abuela Maura y doña Matilde, la dueña de la pensión que no soportó las condiciones extremas y murió a los pocos meses de una septicemia. Estuvieron presas durante dos años, hasta que las tres consiguieron escapar y llegar a Galicia, en cuyos bosques insondables pudieron ocultarse. Mercedes vivió con ellas de forma clandestina hasta que murió, en el año 65. Manuela me confirmó que Mercedes había recibido mi carta, que nunca me guardó rencor, y que, al contrario, siempre me tuvo en su recuerdo. Antes de su muerte, pidió a esas mujeres con las que convivió cuarenta años, que buscasen a su hijo y le dijeran todo lo que le había querido, y que la llevasen a enterrar a Móstoles, junto a Andrés, con las cartillas escolares en las que le escribió cartas y que guardó con ella durante toda su vida. Intentaron el traslado, pero necesitaban mi autorización para abrir la sepultura. En aquel entonces, nada sabían de mí ni de mi suerte y, al no constar nombre en la sepultura, de nada les sirvió aducir que era la esposa de Andrés Abad. No les quedó más remedio que enterrarla en Boiro. Desde entonces, y a la espera de localizarme, asumieron el pago anual de la sepultura perpetua número trece del sector cinco del cementerio. Cuando Manuela Giraldo llamó a mi puerta antes de la Navidad, le di mi autorización para que los restos de Mercedes descansaran eternamente junto a los de Andrés, tal y como ellos querían. Respecto a la caja de cinc espera también mi permiso para que las cartas escritas en los diarios lleguen por fin a su destino. Todo lo demás, ya lo conoce.

Nos quedamos en silencio mirándonos durante un rato.

—¿Y el hijo de Mercedes y Andrés, supo alguna vez de él?

Teresa Cifuentes no disimuló un gesto laso. Se removió, y encogió los hombros como si quisiera protegerse de algo.

—No, nunca supe de él, o tal vez no quise o no fui capaz, o fui una cobarde porque cuando pude no me atreví o tuve miedo o exceso de prudencia, el caso es que pasó la guerra, y luego llegó la paz y se llevaron a Mercedes y murió Andrés, y pasaron los meses y los años y la vida, y nunca me atreví a dar el paso y presentarme ante él y decirle la verdad…, nunca me atreví… —estuvo un rato callada, cabizbaja, dolorida por el lastre de no haber evitado lo inevitable, sin admitir que ella no podía haberlo evitado. Luego, dio un largo suspiro, y con un ligero movimiento de los hombros continuó con voz alicaída—. Con el número que vi en el escritorio de mi padre, Arturo consiguió en la oficina de telefónica una dirección y un titular de la línea; con ello teníamos la casa donde, con toda seguridad, se habían llevado al bebé. Pero las cosas en Madrid se complicaban día a día, eran los últimos meses del 36 y todo estaba por caer, de un lado o de otro. Yo estaba decidida a presentarme allí y reclamar la criatura, quería denunciar a los malnacidos que habían sido capaces de pagar dinero para arrancar del vientre de una madre a su hijo con el fin de apropiárselo, como si fuera una mercancía; pero Arturo me hizo entrar en razón —en ese momento levantó el rostro y me clavó sus ojos, como si buscase en mí la expiación a un pecado arrastrado durante toda su vida—; no teníamos ninguna prueba con la que alegar que ese bebé fuera el hijo de Mercedes y que había sido robado a su madre. Arturo me advirtió que pondríamos en peligro al niño y a Mercedes, además de a nosotros mismos. No había leyes, no había justicia, no teníamos nada a lo que agarrarnos —me estremeció su vehemencia que disminuyó tras una breve pausa en la que yo apenas pestañeé, acongojado por sus palabras—. Seguí el consejo de Arturo y continué ocultando a Mercedes la existencia de su bebé, con la esperanza (dilatada en un tiempo agónico) de que aquella guerra se acabase pronto y poder actuar, entonces, con la ley y la justicia, en las que Arturo creía a pies juntillas —de nuevo un fatigado silencio que me indicaba que el tiempo de aquella conversación se iba agotando—. Pero cuando llegó la paz todo se complicó aún más.

—Entonces…, supo quién había comprado al niño.

—No llegué a conocerlos, pero sí supe quiénes eran, su nombre, incluso su imagen, recogida en algún recorte de prensa.

—¿Qué fue de ellos?

Entrecerró los ojos. Me pareció que quebraba el rostro como si estuviera incómoda con aquella parte de la conversación.

—Alguien que es capaz de comprar un bebé a sabiendas de que se lo están robando a su madre es capaz de cualquier cosa. Era un matrimonio de muy buena posición que supo arrimarse al poder en cada momento. El dinero abre muchas puertas, y éstos lo tenían a montones. Así que después de moverse con mucha astucia durante toda la guerra aparentando estar del lado de la República, les faltó tiempo para enarbolar la bandera franquista en cuanto vieron que las fuerzas republicanas se desmoronaban. En realidad, Antonio Belón Manzano (así se llamaba el hombre que compró al pequeño Manuel) fue uno de los organizadores y dirigentes más insignes de la llamada quinta columna de Madrid. Pasó a formar parte del primer Gobierno de Franco, fue hombre de confianza de Serrano Suñer, y ejecutor de muchas sentencias condenatorias de presos políticos, entre ellas la falsa acusación y condena de Mercedes Manrique. Traicionó a mucha gente.

Pensé en el trozo de papel que había en el sobre que había cogido de la buhardilla. La plaza de la Independencia era el domicilio de Antonio Belón, por lo tanto, Manuel, el hijo de Mercedes y Andrés (que por supuesto llevaría otro nombre distinto, Antonio tal vez, como el padre muñido que lo compró) tenía que haber vivido (o quizá todavía viviera) en esa dirección. Sentí el latido acelerado del corazón, palpitante, vivo, con el anhelo desatado de resolver aquel entuerto cual quijote de mi tiempo, adalid y
desfacedor
de injusticias.

La realidad de los sueños

Terminamos la conversación hablando de la trayectoria profesional de su marido, Arturo Erralde. Me contó que nunca había abandonado su pasión de escribir, pero que se había planteado otras perspectivas y otras ambiciones que le proporcionaron más satisfacciones que el éxito que tanto había anhelado en su juventud. Encontró en el teatro lo que no había conseguido hallar en la novela, y llegó a publicar varias obras que se representaron en algunos teatros de Argentina y Méjico en los años cincuenta. Pero en lo que realmente había conseguido sobresalir con claridad y elogios había sido con diversos ensayos sobre literatura española que todavía hoy se estudian en muchas universidades de Iberoamérica. A pesar de haber terminado la carrera de Derecho, nunca se dedicó a la abogacía sino a dar clases de literatura. Se movió con soltura y autoridad entre los grandes literatos, aprendiendo de ellos, empapándose de su sensibilidad y compartiendo amistad y conversaciones sobre la conveniencia o no del regreso a España en los últimos años de Franco. La literatura fue la base de su vida y el medio que les permitió vivir con cierta holgura en un país que muy pronto sintieron como propio. Teresa, por su parte, estudió y se preparó a fondo para ser maestra, y durante muchos años enseñó a leer a varias generaciones de niños en un colegio de Buenos Aires.

Me despedí de Teresa Cifuentes sin comentarle nada del hurto de la buhardilla, ni siquiera le hablé (no era ése el momento) de que había que hacer algo con las joyas para bibliófilos que allí había, además del tesoro de los borradores manuscritos de Miguel Hernández (confirmados ya como auténticos). Tenía algo más importante que hacer antes, pero primero era necesario que comprobase una cosa.

Cuando salí del portal un escalofrío me recorrió la espalda. El frío era muy intenso y la calle del General Martínez Campos aparecía desierta ante mis ojos. Me sentí como si hubiera salido del túnel del tiempo. No tenía ni idea de la hora que era. Busqué el reloj en mi muñeca oculto entre mangas de lana y el abrigo. Tuve que acercarme a una farola para ver bien la esfera. No podía creérmelo, eran las dos y media de la madrugada. Las horas en compañía de aquella anciana se habían hecho minutos. Me abordó un sentimiento de culpabilidad por haberla entretenido durante tanto rato, pero lo cierto era que mi percepción sobre el tiempo aquella tarde había sido muy imprecisa.

Me agazapé en el cuello de mi abrigo para protegerme del relente, metí las manos en los bolsillos y, como si fuera el noctívago Max Estrella en
Luces de Bohemia
, emprendí el regreso por las calles solitarias envuelto en una niebla espesa que hacía que a mi alrededor todo fuera distinto, más lento, más lejano, más ajeno. Llegué a casa tan agotado que sólo me quité el abrigo y los zapatos, me tumbé sobre la cama y me quedé profundamente dormido. En mis sueños, Mercedes y Andrés aparecían sonrientes posando para una foto junto a la fuente de los Peces. Me saludaban con la mano y yo respondía con el mismo gesto. No estaban solos. A un lado, una mujer joven (elegantemente vestida, morena, con el pelo recogido en un moño a la altura de la nuca y un sombrero que la hacía aún más distinguida) se hallaba cerca de ellos pero fuera del marco de la foto. Se giró hacia mí y me sonrió como si me conociera. Un niño de apenas dos o tres años irrumpió en la escena con paso torpe hasta llegar a las faldas de Mercedes, que lo cogió en sus brazos y lo besó con maternal ternura. Luego fue Andrés el que lo tomó por su frágil cintura y lo alzó más arriba de su cabeza, provocándole una hilarante carcajada infantil que llegaba a mis oídos estridente, amalgamada con otras voces, otras risas huecas, cercanas. Cuando lo dejó en el suelo, el pequeño salió corriendo de la imagen que mis ojos recogían. Rostros desconocidos para mí se acercaban y saludaban a la pareja, contentos, jocosos, como si les dieran la bienvenida o, por alguna razón, les felicitasen y se congratulasen con ellos. Una vez hecho el saludo, volvían a salir del marco de la foto. Todos parecían felices. Se respiraba serenidad. Mis ojos se posaron en una anciana que había en el mismo lugar en el que estaba la mujer joven con el sombrero que había visto cerca de la pareja. Me sonrió y la reconocí de inmediato, era Teresa Cifuentes, tan frágil, tan ligera, con el mismo jersey y la misma falda que llevaba durante nuestro encuentro, con el mismo pelo blanco, perfectamente peinado. Se acercó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Percibí el perfume a azahar que había olido en su casa. Luego, desapareció como si se esfumase en medio de un resplandor soleado que se alzó en el cielo azul, deslumbrándome tanto que puse mi mano sobre la frente a modo de visera para seguir contemplado la estampa, pero el fulgor era cada vez era más intenso, y me impedía atisbar nada que no fuera su luz anaranjada. Abrí los ojos sobresaltado. El sol entraba a raudales por la ventana abierta de mi alcoba, proyectándose de pleno sobre mi cara. Aturdido, miré a un lado y a otro girando la cabeza para evitar la luz solar. Estaba tendido en mi cama. Debía de ser muy tarde. Miré el reloj. Eran las cuatro y media de la tarde. Me extrañó que Rosa no me hubiera despertado. La llamé sin obtener contestación.

Me levanté y me di una ducha. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiera dormido más de la cuenta. Me tomé un café y me preparé para salir. Me guardé las dos fotos (la del matrimonio y la de Mercedes sola) y el trozo de papel en el que estaba apuntado la dirección de Antonio Belón Manzano. El sol había desaparecido bajo un anochecer neblinoso, y corría un aire gélido que hacía desapacible el ambiente, pero decidí no coger el coche y caminar con el fin de despejarme y pensar.

Llegué a la plaza de la Independencia, busqué el portal 8, y me situé frente a él. En la fachada, a la derecha, se había colocado una placa conmemorativa en la que rezaba: EN ESTA CASA NACIÓ EL 30 DE DICIEMBRE DE 1895 JOSÉ BERGAMÍN. POETA DE ESPAÑA PEREGRINA. En la jamba de la izquierda, puestas en hilera una debajo de otra, había varias placas con diferentes nombres y profesiones. Mis ojos se fijaron en una de ellas (la más alta) en la que rezaba con letras cursivas y picudas:
«Antonio Belón Santos. Corredor de Comercio. 4.o Dcha. Lunes a viernes, mañanas 10 a 13, tardes 17 a 19.»
Se notaba que era la más antigua de todas, el resto eran planchas nuevas y modernas (con nombres de abogados, médicos y una decoradora de interiores con un nombre imposible de memorizar) que apagaban el resplandor que en su día debió tener la placa de Belón. Las imponentes puertas de madera estaban abiertas de par en par. Al fondo y de frente se veían unas puertas de cristaleras opacas que debieron de ser en su día las cocheras. Entré al interior. El portal era de mármol, vetusto, señorial, con algunos toques pomposos que le daban un aire rancio. En una pequeña garita situada a la izquierda había un hombre con camisa azul celeste y jersey de pico oscuro de uniforme de conserje. Leía el periódico con una leve luz que pendía sobre su cabeza. Cuando entré, levantó la vista un instante para volver a su lectura (entendí que no me consideró un intruso, o alguien al que tuviera que echar el alto). Alzó de nuevo los ojos para mirarme por encima de sus gafas cuando me puse delante de la ventanita (cerrada, seguramente para mantener el calor en el habitáculo). Abrió el cristal y se quitó las gafas.

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