Las tres heridas (74 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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Calló un instante y se quedó pensativa. Yo permanecí en silencio, a la espera. Sus palabras para mí eran sagradas, como si estuviera en una ceremonia con el deber ineludible de callar y escuchar. Ante mi respetuoso silencio, Teresa Cifuentes continuó hablando.

—Mientras caminaba de regreso a mi casa, con Mercedes a mi lado, esquivando al gentío que aclamaba enfervorizado la llegada de aquel ejército libertador, me preguntaba qué futuro me esperaba al lado de uno de los derrotados en esa estúpida guerra, un intelectual vencido, un hombre agotado en aquella paz postiza, impostada, sometida, conformada para erigirse sobre el exterminio del enemigo. Comprendí que el miedo, en muy pocos días, se había instalado en otras casas, en otros cuerpos y en otras almas. Mercedes iba a mi lado, con la mirada más desesperanzada que nunca. «¿Y si Andrés no aparece?», me preguntó de repente, «¿Y si ha muerto? No tengo casa, no tengo madre, no tengo nada, Teresa. ¿Qué va a ser de mí?» Yo sabía que la angustia de una posible viudez se hacía mucho más oscura ante la idea de no tener una sepultura en la que llorar la ausencia, sobre la que dejar flores poniendo de manifiesto su recuerdo, y de que sus cartas diarias, escritas durante meses en unos cuadernos de escuela, nunca fueran leídas por su destinatario.

Recordé lo que había visto con Damián en el nicho del cementerio abierto de forma clandestina y temeraria, pero ni siquiera abrí la boca, había escuchado muchos detalles descubiertos por mí mismo, como la famosa buhardilla cuya ventana estaba frente a mi estudio, donde se escondió Arturo Erralde. La historia seguía su curso. Habría tiempo de aclarar cosas.

—Cuando entramos en casa me sorprendió el silencio reinante —continuó Teresa—. Todos, excepto Joaquina y mi hermano Carlos, siempre encerrado en su cuarto, habían salido a una reunión importante; Joaquina había oído decir a Mario que esa misma tarde Franco iba a emitir el parte del fin de la guerra. La frase «fin de la guerra» sonaba tan esperanzadora que no pudimos evitar una tímida sonrisa. Sin nadie pululando por la casa, las cosas se ponían de mi parte. Me dispuse a preparar la intendencia para regresar a la buhardilla. En un cenacho fui echando arroz, garbanzos, algunas conservas y otros alimentos. Mientras, a trompicones, le iba contando a Joaquina lo que había ocurrido en la pensión y la precipitada huida de Arturo, aunque nada le dije sobre el lugar de su escondite, para evitarle una información que pudiera escapársele o verse en la obligación de desvelarla. La guerra me enseñó a ser muy prudente en cuanto a lo que contaba y a quién lo contaba. Tenía tanta prisa en acabar y salir de casa antes del regreso de mis hermanos, que no percibí el gesto de preocupación de Joaquina. Mercedes, sin embargo, la había estado observando: sentada en la silla de enea, moviendo el cuerpo ligeramente hacia adelante y hacia atrás, inquieta, enroscando la punta del delantal en su dedo índice una y otra vez, cabizbaja, huidiza. Le preguntó si le ocurría algo, y fue entonces cuando detuve mi frenética actividad y me fijé en ella. Un silencio denso envolvió la cocina, como si la pregunta hubiera abierto la espita de un mal augurio. Las miradas saltaban de unas a otras.

—Joaquina —le insté, impaciente—, ¿dinos qué ocurre?

—Ay, señorita Teresa, yo no sé cómo decirle esto, usted y la Mercedes se han portado muy bien conmigo durante todo este tiempo, y yo… yo sé que no hice bien las cosas al principio, que ya sabe usted que aquello no fue mi culpa, que me obligó mi
cuñao
, y que yo ya enmendé con usted mi
pecao
, señorita Teresa, que hemos
pasao
mucho, aquí, las tres solas, mucho hemos
pasao
, bien lo sabe Dios, por eso ahora no quiero callarme y volver a hacer las cosas al revés de como manda Dios hacerlas, porque es de ley que yo lo haga…

—Por Dios Santo, Joaquina —la interrumpí con vehemencia—, di lo que pasa, que nos tiene en ascuas.

Me miró un instante, como para coger fuerzas, o aire, o las dos cosas a la vez.

—Verá usted, señorita Teresa, yo no es que escuche detrás de la puerta, ya lo sabe usted que yo no soy de ésas, pero verá, esta mañana cuando ustedes dos han salido a la calle, ha
sonao
el teléfono. Yo estaba limpiando el salón, y como el despacho está al lado y el señorito Mario tenía la puerta abierta, pues yo, no le digo que no haya puesto atención, yo no quería oír, pero lo oí, y por eso…

—¿Qué fue lo que oíste?

Sin dejar de retorcer el pico de su delantal, me miró primero a mí, luego a Mercedes, para volver sus ojos de nuevo hacia mí.

—La Mercedes, señorita, está en peligro en esta casa. Sus hermanos de usted, señorita, que la han
denunciao
.

Mercedes se dejó caer sobre la silla de anea que tenía a su lado.

—¿Qué quieres decir? —acerté a preguntar.

—Pues lo que ha oído, aunque yo comprendo que es difícil de creer: que han
denunciao
a la Mercedes —repitió. Ante la cara de estupor que debíamos tener, cerró los ojos un instante y volvió a tomar aire con un mohín como si se recompusiera para explicarse mejor—. Verá usted, el señorito Mario respondió al teléfono, por lo visto era su señor padre. La comunicación no debía de oírse muy bien porque el señorito Mario hablaba muy alto, por eso lo oí yo, resultaba imposible no hacerlo hablando a voz en grito. Le confirmaban que llegarían a Madrid en pocos días, seguramente a finales de semana. Fue entonces cuando escuché al señorito Mario decirle a su señor padre que no se preocupasen, que la Mercedes estaría fuera de la casa cuando ellos llegasen. Una vez hubo colgado, le oí hablar con el señorito Juan, aquí sí le digo que puse el oído para escuchar…, que la cosa tenía enjundia, no me lo va a negar usted; bueno, pues oí perfectamente cómo el señorito Juan, que mal parido era pero peor ha regresado de esta guerra, si me permite usted decirlo, pues le dijo el muy… —apretó los labios pero no soltó la palabra—, que estaba todo
arreglao
y que vendrían a por ella hoy mismo… ¡Ay, señorita! —en sus ojos pareció recogerse una visión pavorosa—, ¡dijo que la encerrarían

siempre!

Me volví hacia Mercedes. Su rostro estaba desencajado, ausente, envuelto en la desolación. Empecé a comprender algo en lo que no había caído. Mercedes era un estorbo insalvable para mis padres; le habían robado, su presencia en la casa no sólo era incómoda sino peligrosa.

—¿Qué daño he hecho yo a tu familia para que me traten así?

Teresa Cifuentes me dedicó una mirada lánguida antes de continuar. Me pareció que se le quebraba la voz.

—Las lágrimas de Mercedes quedaron suspendidas en sus ojos. De repente, todo se convirtió en un caos. La puerta se abrió de par en par. Juan fue el primero en aparecer en la cocina. «Es ella.» La señaló con el dedo acusador, frío, indolente a la conmoción de Mercedes. Se me representó como un judas traidor. Se echó a un lado para dejar entrar a dos hombres uniformados. Se dirigieron a ella y la cogieron por los brazos para arrastrarla fuera de la casa. Se dejó llevar aturdida, incapaz de reaccionar, apenas gimoteando un llanto infantil, anémico, abiertos los ojos espantados de miedo. Intenté ir tras ella, pero mi hermano me lo impidió.

—Tú te quedas aquí y no se te ocurra salir, o te vas a hacerla compañía.

Le mantuve la mirada y pude comprobar que Juan había crecido de estatura durante los años de guerra, y me veía obligada a mirarle alzando la cara.

—Eres un miserable.

Sin pensarlo apenas, le escupí a la cara. Me preparé a recibir el golpe, pero esta vez no lo hizo. Se dio la vuelta y se marchó detrás de los hombres que ya habían sacado a Mercedes del piso. Yo salí tras él.

—¿Dónde la llevas? Ella no ha hecho nada.

—Eso lo decidirá un tribunal.

—¿Qué es lo que tiene que decidir un tribunal? No ha cometido ningún delito.

Juan bajaba la escalera con la marcialidad de un general, mientras yo le seguía con el arrastre de un condenado que implora su indulto. Llegamos a la calle. Ignorando mis súplicas, subió a la parte delantera del coche, junto al conductor. Mercedes estaba en el asiento de atrás, embutida entre los dos hombres que la habían sacado de la casa. La miré a través de la ventanilla y pegué mi mano sobre el cristal con la inconsciente intención de alcanzarla. Sus ojos contenían tanto desasosiego que creí desvanecerme, y lo hubiera hecho si no fuera porque alguien me sujetó por detrás. Sentí que me embargaba una nube de inconsciencia cuando el coche se puso en movimiento y mi mano permaneció suspendida en el aire. Un llanto desesperado de impotencia me quebró, sostenida en el abrazo de un cuerpo fuerte, vigoroso, perfumado. La voz potente de Jorge Vela me sacó de mi embriaguez.

—Tranquila, si tu amiga no ha hecho nada pronto la dejarán en libertad. Ahora la justicia funciona de acuerdo a las leyes. Será tratada con recta probidad.

—Mercedes no ha hecho nada. Hemos pasado toda la guerra solas en esta casa. Lo único que hemos hecho ha sido sobrevivir.

—Bueno, bueno. Cálmate. Traigo buenas noticias, para ti y para ella.

Lo miré con los ojos cargados de lágrimas. Él me sonrió, confiado.

—He encontrado a su marido.

—¡Dios Santo! —Me tragué el llanto, ahogado entre la angustia de la detención de Mercedes y la noticia de que Andrés estaba vivo—. ¿Dónde, dónde está?

—En un hospital de Segovia. Venía a llevaros hasta allí, tengo cosas que hacer en la ciudad y había pensado que me podíais acompañar. Aunque ahora… no sé si querrás…

—Sí, llévame contigo. Quiero verle. Después iré a contárselo. Dios Santo, tanto tiempo esperando y cuando llega la gran noticia no puede oírla.

Nos subimos al mismo coche en el que nos habíamos desplazado hasta Móstoles. Jorge hablaba sin parar, mientras yo intentaba ser lo más agradable posible. Tenía que jugar bien mis cartas con aquel hombre; si había podido encontrar a Andrés, estaba segura de que podría ayudarme con Arturo. Sin embargo, a medida que nos alejábamos de Madrid, me di cuenta de que el interés de Jorge hacia mí iba más allá de cumplir el deseo de buscar el paradero de un hombre perdido en la guerra. En la conversación, pausada y privada en lo reducido del habitáculo, no tuvo reparos en mostrarme, dentro de una caballerosa prudencia, su atracción hacia mí; ensalzó mi belleza a extremos poco creíbles, teniendo en cuenta mi extrema delgadez que había diezmado el encanto físico que tenía antes de la guerra. Consciente del galanteo desplegado por Jorge, lo acepté a sabiendas de que debía actuar con cautela, de lo contrario, lo espantaría antes de tiempo. Así que me dejé llevar por ese juego de seducción que había iniciado aquel apuesto falangista. Escuchando las estúpidas lisonjas que me dedicaba, pensé que, en opinión de mi madre, aquél sería el novio perfecto: acababa de cumplir los treinta años, era arquitecto, y unos meses antes de la guerra le habían encargado uno de los edificios proyectados para la Ciudad Universitaria. Ahora, esperaba una buena colocación, ya que su labor durante la guerra le había reportado una condecoración impuesta por el mismísimo Franco. Era hijo único. Sus padres vivían en un lujoso piso (según sus palabras) situado en el barrio de Salamanca, de donde salieron precipitadamente el mismo día del Alzamiento para refugiarse en la embajada de Alemania hasta octubre del 36. Consiguieron salir de Madrid rumbo a San Sebastián, donde pasaron plácidamente el resto de la guerra en una casa solariega frente al mar. El padre poseía una empresa de tuberías que se instalaban en media España. Hombre con clase, de fortuna y gran futuro, afirmaría mi madre henchida de complacencia.

—Ahora con tanta reconstrucción —decía engolado—, el trabajo está asegurado. La mujer que se case conmigo vivirá como una reina, de eso ya me encargaré yo, tan sólo tendrá que preocuparse de estar siempre perfecta para mí, y de traer hijos al mundo, todos los que vengan. A mí me gustan las familias numerosas. Quiero un hogar donde haya risas, voces de niños y llanto de bebés —me miró de soslayo y me hizo la pregunta que no hubiera querido contestar, al menos todavía—. ¿Tú tienes novio?

Esperaba la pregunta de un momento a otro; una de las cosas que tenía aquel hombre era su previsibilidad (o eso creí entonces), se le veía venir, así que no me cogió de sorpresa. Decidí no contarle la verdad sobre Arturo, al menos por el momento, y negué con la cabeza, sin mirarle.

Lo noté satisfecho, como si se hubiera quitado un peso de encima.

—Pues con lo guapa que eres, pensé que tenías un tropel detrás de ti.

—No han sido buenos tiempos para enamorarse.

—Puede que tengas razón, y yo me alegro, porque así tendré el camino despejado para conquistarte.

Llegamos a Segovia casi dos horas después de salir de Madrid. Un sol cálido de primavera reverberaba sobre el campo y dejaba entrever un paisaje casi olvidado. Mis ojos se perdían más allá de la ventanilla, oyendo la armoniosa voz de tenor de Jorge hablando de sí mismo y de sus posibilidades de futuro, imprimiendo en su discurso una grandilocuencia que resultaba algo cómica, dadas las circunstancias. Hubo algún momento en el que me pareció que se estaba vendiendo como una mercancía, la mejor, sí señor, soy la mejor opción como marido y padre de tus hijos.

Teresa Cifuentes hizo un somero aspaviento con las manos, sonrió divertida y se encogió de hombros. Yo correspondí con un gesto mesurado.

—Nos detuvimos sólo una vez en un bar cercano a Navacerrada para tomar yo un refresco y un café negro él, y en cuatro ocasiones más debido a los controles dispuestos en distintos puntos de la carretera, pero apenas nos retenían el tiempo justo para enseñar la documentación; una vez comprobado de quién se trataba, nos daban paso inmediato. Jorge Vela ostentaba un cargo de subsecretario dependiente del Ministerio de la Gobernación. Era un hombre bien considerado en la Falange y con grandes expectativas en el Gobierno de Franco. Había intervenido activamente en la batalla del Ebro y en la toma de Cataluña, y había sido amigo personal de José Antonio Primo de Rivera y uno de los primeros afiliados a la Falange en Madrid. Su ideario (que, a grandes rasgos, me había ido desgranando a lo largo del viaje, entreverado con sus propias aspiraciones y proyectos) coincidía en muchas aspectos con los inquebrantables principios de mi pobre Arturo, en uno y otro caso, faramallas grandilocuentes y candorosas de complicada aplicación en una sociedad de conciencia aherrojada por siglos de hambre y oscurantismo.

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