—Sí, aquí le pusieron la L, pero está borrada.
Mientras los milicianos hacían las comprobaciones, Luisa les miraba ausente, como si no fuera con ella; Mario permanecía envarado, intentando mantener un aplomo que se le escapaba por cada uno de los poros de la piel.
—¿Quién llevaba el control del día 16?
—Celestino —intervino ella—. Yo estuve con él. Si queréis le busco y le pregunto.
—No está —añadió el de la izquierda—, se marchó ayer con los de Zaragoza.
—¿Y tú te acuerdas de éste? —le preguntó a Luisa.
Ella le miró un instante, y alzó las cejas.
—Hubo muchos ese día. Algunos les dieron el pase para que se alistaran, pero luego Celes, lo pensaba mejor y los retenía porque no se fiaba. Ya sabéis cómo es. Es posible que éste fuera uno de ellos.
El que estaba en medio miró al de la derecha.
—Yo no estuve ese día. Pero me suena un montón este tío.
—¿El nombre o su cara?
—No sé… no estoy seguro. He visto tantas caras en las últimas semanas que todos me parecen iguales.
—Bueno, entonces, estamos en que eres Faustino Morales Corral.
—Ése es mi nombre —contestó Mario.
—¿Y tú qué quieres?
—Salir de aquí —lo dijo convencido, sin necesidad de imprimir ni un ápice de esfuerzo en su respuesta.
—¿Y qué vas a hacer si te dejo libre?
Mario levantó la barbilla para que sus palabras adquirieran mayor credibilidad.
—Alistarme y luchar. Aquí dentro sirvo de poco.
—Estás acusado de asesinar a dos guardas —sus ojos le recorrieron de arriba abajo—, no pareces un asesino.
Mario le mantuvo la mirada desafiante, extrayendo todo el odio contenido por la muerte de su amigo.
—¿Hay que parecerlo?
—No te veo disparando un arma.
—Dame una y te demuestro aquí mismo lo que soy capaz de hacer con ella.
El miliciano le echó una mirada poco convincente, inquisidora. Luego bajó sus ojos hacia los pies de Mario.
—Llevas unos zapatos demasiado caros.
Mario bajó la vista hacia sus pies. De la vestimenta con la que salió de su casa aquel domingo de julio sólo le quedaban los calzones y los zapatos de piel, sin cordones y agrietados del polvo y el roce del suelo. Ya no llevaba ni los calcetines. Sonrió sarcástico y alzó la cara.
—Se puede decir que es una herencia. El muerto tenía mi número, y lo cierto es que de muy poco le iban a servir en el lugar al que le llevaban.
—Entonces ¿quieres alistarte?
—Ahora mismo, si me sacáis de aquí.
—Querrás ir a la UGT, me imagino.
—No, quiero alistarme a la CNT.
El miliciano frunció el ceño y leyó algo en el papel que tenía en sus manos.
—Pero aquí consta que estás afiliado a la UGT.
Mario desvió, sólo un instante, los ojos hacia Luisa. No estaba seguro de lo que debía contestar.
—¿Es que no se puede cambiar de ideas? —preguntó, intentando mantener la calma.
—¿Lo has hecho?
—Seis meses preso dan para pensar mucho. En los tiempos que corren prefiero el anarquismo que la tibieza del socialismo.
El miliciano sonrió satisfecho. Cogió un papel y escribió algo sobre él, mientras lo hacía, le habló con una media sonrisa en los labios.
—¿Sabes utilizar armas?
—Ya te he dicho que me entregues una y te demostraré de lo que soy capaz.
Su propio miedo le envalentonaba, pero lo cierto era que si le hubieran dado cualquier pistola o un fusil, no hubiera sabido ni siquiera cómo empuñarlo.
—Guarda tu destreza para cargarte a los fascistas. La República necesita hombres valientes.
Estampó el tampón sobre el salvoconducto con un ruido brusco y seco, y se lo entregó a Mario, que no pudo reprimir una mueca irónica. Luego, habló con voz potente a los que estaban esperando en la puerta.
—Faustino Morales Corral, con la CNT.
—Tú, sígueme —dijo el que había recibido la orden.
Antes de salir, Mario no pudo reprimir una última mirada a Luisa. Pero ella se había acercado a la mesa y hablaba con los hombres que estaban sentados. La oyó reírse con ganas, y, sin quererlo, sintió celos. Aquella chica le gustaba, resultaba una locura, pero le atraía de verdad como ninguna otra chica lo había hecho antes. Les separaba un abismo, de clase, de ideas, de cultura y de vida, pero no podía remediar ese sentimiento extraño que le provocaba su presencia. Pensaba en ello mientras seguía los pasos del que le custodiaba hacia el exterior. En la entrada de la cárcel había mucho jaleo: los guardias se mezclaban con los bomberos, que entraban y salían cargados con mangueras y otros artilugios, milicianos, funcionarios, gentes que iban y venían, llenos de polvo, sudorosos, algunos con armas, otros con palos. Mario, con su salvoconducto en la mano y algo aturdido, no perdía de vista al miliciano que se abría paso entre la multitud. No sabía adónde le llevaba, pero tenía claro que en cuanto tuviera una oportunidad se escaparía. Era media tarde, pero el sol todavía castigaba con su calima. Había tres camiones aparcados en fila. En cada uno de ellos había unas siglas pintadas con pintura blanca. El miliciano que iba delante miró a un lado de la que ponía CNT.
—Ésta es la tuya. Que tengas suerte, compañero.
—¿Dónde me llevan ahora?
—Creo que los anarquistas vais a Campamento. Allí os tendrán unos días para instruiros y, luego, al frente a matar fascistas.
El miliciano esperó hasta que Mario se subió a la batea del camión. Otros cinco hombres esperaban sentados en los bancos de madera que había a un lado y a otro. Todos tenían la mirada perdida, callados. Mario se sentó junto a la trampilla de salida.
Al verse libre, estuvo a punto de saltar y salir corriendo, ansioso de llegar a la seguridad de su casa. Pero pensó que era un suicidio huir en aquel momento. Se asomó y miró a un lado y otro. Había muchos guardias, funcionarios de la prisión, milicianos armados, y todos parecían alertados e inquietos por el gentío descontrolado. Demasiada vigilancia para saltar del camión, pensó. Tenía que esperar, no podía levantar sospechas ni perder la oportunidad. Desdobló el salvoconducto y leyó su escueto contenido: «Faustino Morales Corral, preso común de la Modelo, se alista voluntariamente a las milicias de la CNT para luchar contra el fascismo en los frentes en los que se le requiera.» Firmaba un tal Evaristo Tadeo Mota, fechado el día 22 de agosto de 1936, y sobre la firma el sello con las siglas de la CNT. Aquel papel le proporcionaba una libertad condicionada a luchar en el frente bajo la bandera anarquista de la CNT.
La tarde iba pasando lenta, y con la caída del sol, la entrada de la cárcel se fue despejando de curiosos. Mario se enteró de que el incendio había sido provocado, y que se echaba la culpa a los presos políticos que pretendían con el fuego o morir o escapar. La noticia había corrido por toda la ciudad y la gente, exaltada por las proclamas de venganza, se había aglomerado frente a la cárcel con la disposición de acabar con los más de mil presos políticos que había encerrados. Oyó algunos disparos hechos desde las azoteas y los balcones de los edificios que rodeaban la cárcel, pero, al final, se consiguió convencer a la turba enardecida de que todo estaba bajo control y de que nadie iba a escapar de la prisión.
Cuando casi anochecía, cansado de estar sentado en aquella camioneta, a la que se habían incorporado otros ocho hombres más, dispuestos a luchar para el perdón de sus delitos, aparecieron un grupo numeroso de milicianos, entre los que se encontraba el que le había firmado el salvoconducto, y también Luisa.
—A los que sepan manejar armas, metedlos en ese camión —dijo con autoridad.
Mario, y todos los que se hacinaban en la batea del auto, miraban curiosos al exterior, envuelto en la penumbra del atardecer. Vio que Luisa se acercaba a donde estaba, con el fusil en la mano.
—A ver, ¿quién de vosotros sabe utilizar un arma?
Uno de los que estaba en el fondo respondió de inmediato.
—Yo he sido cazador.
—Pues abajo, y métete en aquel camión —le dijo Luisa, mientras el hombre descendía de la batea—. ¿Alguien más?
Se quedó mirando a Mario, que no sabía si debía hablar o no.
—¿Tú no decías que sabías manejar un arma? —le preguntó de repente, con displicencia.
Mario tardó en reaccionar.
—Bueno… sí…
—Pues, abajo.
La orden fue tajante, y Mario entendió que Luisa le estaba guiando a su terreno, aunque seguía yendo a ciegas. Se bajó de un salto y se incorporó a una camioneta con la batea descubierta. Sólo se subieron tres más, en total, cinco hombres decían saber utilizar armas. Uno de los milicianos, después de hablar con el que parecía el responsable de todo, se sentó al volante, y los demás se fueron repartiendo en el resto de los vehículos. Mario vio que Luisa no se subía a ninguno. Los motores se pusieron en marcha, y los que estaban primero avanzaron lentamente. Cuando empezó a moverse el camión en el que iba Mario, Luisa levantó la mano al conductor para que se detuviera y se subió en el asiento del copiloto. Y otro miliciano armado con una pistola se incorporó a los que estaban detrás, seguramente para vigilar por si alguno tuviera la intención de evadir su obligación. Por el ventanuco que se abría detrás de la cabina vio la nuca de Luisa. Su pelo negro, el pañuelo de dril rojinegro anudado alrededor de la coleta. Le zarandeó el brusco vaivén del auto. Apoyó la espalda contra la pared de hierro, con la vista puesta en aquel perfil, difuminado por el cristal sucio. Sus labios sonrieron levemente. Estaba fuera. En cuanto tuviera oportunidad saldría corriendo.
El miliciano que iba con ellos llevaba la pistola en la mano. Todos miraban las calles de Madrid. Pasaron por la Casa de Campo, y Mario vio que el Palacio de Oriente se iba quedando atrás; enfilaban la carretera de Extremadura.
—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar al de la pistola.
—A Talavera.
—¿A Talavera?
—Pero ¿no nos iban a llevar a un cuartel cenetista? —inquirió otro.
—Vosotros sabéis utilizar las armas, no os hace falta ninguna instrucción, y en Talavera se precisan hombres para retener el avance de los rebeldes.
—Así que nos llevan directamente al frente —añadió Mario.
—¿Y qué querías, pasar unas vacaciones antes?
Mario no hizo caso del comentario.
—¿Y ya están en Talavera? Pero si no hace ni una semana que tomaron Badajoz, avanzan muy rápido, ¿no?
El miliciano de la pistola encogió los hombros, y sacó un paquete de tabaco de liar y un librillo.
—Yo no sé si avanzan rápido o no, sólo te digo que los fascistas han llegado hasta Navalmoral, y que mañana estaremos pegando tiros para evitar que esos malnacidos tomen Talavera.
Empezó a liarse un cigarrillo concienzudamente, sin prisa, ajeno a los zarandeos provocados por la marcha del camión. El hombre que estaba sentado a su lado le pidió uno, y el soldado ofreció a todos el tabaco y el papel de liar. Mario rechazó el ofrecimiento, pero el resto se liaron su pitillo, unos con más destreza que otros, aspirando el humo y expulsándolo lentamente entre sacudidas y baches que apenas les permitían llevárselo a la boca. Con el rugido renqueante del motor, la camioneta avanzaba lenta por la carretera solitaria, jalonada de las llanuras inmensas de Castilla, que se desvanecían, poco a poco, en la opacidad de aquella noche de agosto.
Mario estaba cayendo en un letargo apático, mecido por el vaivén de la marcha, cuando notó que el camión reducía la velocidad hasta detenerse con un frenazo brusco.
—¡Hora de mear! —gritó el conductor, abriendo la puerta y descendiendo.
Mario se levantó y lo vio alejarse tragado por la oscuridad, con prisa y sujetándose el vientre con la mano. Todos bajaron del camión y se dispersaron, unos más lejos que otros, para aliviar el cuerpo. La única iluminación que había era el resplandor lúgubre de los faros del camión, y la exigua luna en el inicio de su fase en cuarto creciente. Mario se alejó unos metros de la carretera, y mientras orinaba, levantó la vista al cielo plagado de estrellas. Aspiró el aire fresco del campo, llenó sus pulmones con una sensación de frescor y limpieza, de libertad y de vida, después de tantas semanas metido en aquella cloaca. Se volvió un poco, y se dio cuenta de que si echaba a correr tenía la oportunidad de escabullirse en la oscuridad. Atisbó la carretera que ya habían recorrido; calculó que si la seguía, podría regresar a Madrid antes del amanecer. Terminó de orinar, pero no se movió. De espaldas a la camioneta, oyó que hablaban algunos de los que ya habían acabado. Giró un instante la cabeza y vio que se estaban liando otro cigarrillo. Luisa se hallaba de pie junto a la puerta abierta de la cabina; no llevaba el fusil y estiraba los brazos por encima de su cabeza como si estuviera desperezándose. Mario tomó aire, y dio un paso al frente con el cuerpo estático, esperó un instante, y dio otro, y luego otro, y otro más, notando el corazón a punto de estallarle, hasta que se vio corriendo campo a través, abriendo los ojos en el horizonte oscuro con una fijeza felina. Nadie le había dado el alto, todavía nadie se había dado cuenta de que ya corría, alejándose cada vez más del tenue resplandor de los faros. Estuvo a punto de caer, y sólo entonces se giró. Se encontraba a unos cien metros de distancia. Un grito resonó en la noche.
—¡Faustino! —Se mantuvo un silencio tenso, a la espera de una respuesta—. ¡Faustino, coño! No me jodas…
Ellos actuaban a ciegas, mientras que él podía ver todos sus movimientos. El conductor y el de la pistola iniciaron una incursión en la dirección en la que huía, mientras Luisa, con el fusil en la mano, encañonaba a los otros cuatro, que subían al camión.
Mario reaccionó en seguida, y cambió de dirección para pasar al otro lado de la carretera. Corrió todo lo deprisa que le daban las piernas, casi a ciegas, escuchando el crujido de la tierra bajo sus zapatos de piel. Las irregularidades del terreno a veces le hacían perder el equilibrio. No fue consciente de que subía a un pequeño cerro y, al llegar arriba, oyó un disparo y el silbido de la bala le pasó muy cerca. Fue incapaz de reaccionar, continuó corriendo pero con el segundo disparo notó un fuerte escozor en el hombro y, sólo entonces, se agachó y fue casi arrastrándose hasta superar el cerro; luego se dejó caer por la pendiente.
—¡Alto!
Las voces estaban demasiado cerca, pero no se detuvo. Sabía que la única esperanza que le quedaba era correr, si le cogían, lo matarían. Así que continuó su carrera, apretando la mandíbula para soportar el dolor intenso que sentía en el hombro, medio encorvado para evitar que su silueta se pudiera ver en la penumbra, lo que le restaba velocidad. No se volvió, su única obsesión era avanzar un paso más y no escuchar a su espalda el disparo que lo derribaría para siempre.