Read Las sirenas de Titán Online

Authors: Kurt Vonnegut

Las sirenas de Titán (29 page)

BOOK: Las sirenas de Titán
4.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Kazak, el sabueso del espacio, respondió a la llamada. Salió del edificio abovedado y con minaretes que se reflejaba en la piscina. Emergió calladamente de las sombras de encaje de la gran cámara octogonal.

Parecía envenenado.

Se estremeció y miró fijo un punto a un lado de Salo. No había nada.

Se detuvo, como si se preparara para el terrible dolor que le costaría un paso más.

Y entonces ardió y crepitó en un fuego de San Telmo.

El fuego de San Telmo es una descarga eléctrica luminosa y la criatura afectada por él no sufre más molestia que la que le causaría el cosquilleo de una pluma. De todos modos, es como si la criatura se incendiara y no es extraño que se desmaye.

La descarga luminosa de Kazak era horrible de ver. Y renovó el tufo de ozono.

Kazak no se movió. Su capacidad de sorpresa ante la asombrosa exhibición se había agotado hacía mucho tiempo. Toleraba la hoguera con fatigado pesar.

La hoguera se extinguió.

Rumfoord apareció en el portal. También él parecía desaliñado y apático. Una banda de desmaterialización, una banda de nada de un ancho de treinta centímetros pasó por Rumfoord de la cabeza a los pies. A ésta le siguieron dos bandas estrechas separadas por dos centímetros y medio.

Rumfoord mantuvo las manos en alto, con los dedos separados. De las puntas de los dedos salían rayos de fuego de San Telmo rosa, violeta, verde pálido. En el pelo le chisporroteaban breves rayos de oro pálido, poniéndole un halo de oropel.

—Paz —dijo Rumfoord débilmente.

El fuego de San Telmo se extinguió en Rumfoord.

Salo estaba despavorido.

—Skip... —dijo—. ¿Qué... qué pasa, Skip?

—Las manchas del sol —dijo Rumfoord. Se arrastró hasta la reposera lavanda, tendió en ella su gran corpachón, y se cubrió los ojos con una mano floja y blanca como un pañuelo mojado.

Kazak yacía a su lado. Estaba temblando.

—Nunca... nunca te he visto así hasta ahora —dijo Salo.

—Nunca ha habido en el Sol una tormenta como ésta hasta ahora —dijo Rumfoord.

A Salo no le sorprendió saber que las manchas del sol afectaban a sus amigos infundibulados crono-sinclásticamente. Muchas veces había visto a Rumfoord y Kazak enfermos por las manchas del sol, pero el síntoma más grave había sido una náusea pasajera.

Las chispas y las bandas de desmaterialización eran nuevas.

Ahora que Salo observaba a Rumfoord y Kazak, se volvieron por un momento bidimensionales, como figuras pintadas en banderas ondulantes.

Se estabilizaron, se volvieron otra vez redondas.

—¿Puedo hacer algo, Skip? —dijo Salo. Rumfoord gruñó.

—¿La gente nunca dejará de hacer esas preguntas horribles? —dijo.

—Lo siento —dijo Salo. Sus pies estaban tan desinflados que eran cóncavos, convertidos en ventosas. Hacían un ruido de succión en el pavimento pulido.

—¿No puedes dejar de hacer ruido? —dijo Rumfoord de mal humor.

El viejo Salo quiso morirse. Era la primera vez que su amigo Winston Niles Rumfoord le decía palabras desagradables. Salo no podía soportarlo.

El viejo Salo cerró dos de sus tres ojos. El tercero estaba presa en dos manchas azules abigarradas en el cielo. Las manchas eran dos pájaros, dos azulejos de Titán suspendidos en el aire. La pareja había encontrado un sostén. Ninguno de los dos grandes pájaros agitaba un ala.

Ni un solo movimiento, ni siquiera el de una pluma, era inarmónico. La vida era un sueño suspendido en el aire.

—Gro —dijo socialmente un azulejo de Titán.

—Gro —convino el otro.

Los pájaros cerraron las alas simultáneamente y cayeron desde la altura como piedras.

Parecían desplomarse en una muerte segura fuera de las paredes de Rumfoord. Pero se remontaron de nuevo, iniciando otro ascenso largo y fácil.

Esta vez subieron a un cielo rayado por la huella de vapor de la nave espacial en que viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba por aterrizar.

—¿Skip? —dijo Salo.

—¿Tienes que llamarme así? —dijo Rumfoord.

—No —dijo Salo.

—Entonces no lo hagas —dijo Rumfoord—. No me gusta ese nombre, a menos que lo use alguien que me conoce desde chico.

—Pensé que... como amigo tuyo... —dijo Salo—, yo podía...

—¿Por qué no terminamos con esta falsa amistad? —dijo Rumfoord cortante.

Salo cerró el tercer ojo. La piel de su torso se estiró.

—¿Falsa?

—¡Tus pies están haciendo ese ruido otra vez! —dijo Rumfoord.

—¡Skip! —exclamó Salo. Rectificó esa insoportable familiaridad—. ¡Winston, es como una pesadilla que me estés hablando así! Creí que éramos amigos.

—Digamos que nos hemos ingeniado para ser de alguna utilidad el uno para el otro, y que quede en eso —dijo Rumfoord.

La cabeza de Salo se meció suavemente sobre sus cojinetes a bolilla. —Pensé que había habido algo más que eso —dijo al fin.

—Digamos —dijo Rumfoord ácido— que hemos descubierto el uno en el otro un medio para nuestros fines distintos.

—Yo... yo estaba contento de ayudarte... y confío en haberte ayudado de verdad —dijo Salo. Abrió los ojos. Tenía que ver la reacción de Rumfoord. Seguramente se mostraría amistoso de nuevo, porque Salo realmente lo había ayudado con generosidad.

—¿No te he dado la mitad de mi vulls? —dijo Salo—. ¿No te dejé copiar mi nave para Marte? ¿No despaché las primeras misiones de reclutamiento? ¿No te ayudé a calcular la manera de controlar a los marcianos, para que no causaran trastornos? ¿No me pasé los días y los días ayudándote a concebir la nueva religión?

—Sí —dijo Rumfoord—. ¿Pero qué hiciste después por mí?

—¿Qué? —dijo Salo.

—Nada —dijo Rumfoord cortante—. Es la última línea de una vieja broma que hacen en la Tierra, y no muy divertida, en estas circunstancias.

—Ah —dijo Salo—. Conocía una cantidad de bromas de la Tierra, pero esa no.

—¡Esos pies! —gritó Rumfoord.

—¡Perdón! —gritó Salo—. Si pudiera llorar como un terráqueo, lo haría. —No podía controlar sus molestos pies. Siguieron haciendo los ruidos que Rumfoord de pronto detestaba tanto—. ¡Lo siento por todo! Lo que sé es que he tratado siempre de ser un verdadero amigo, y que nunca pedí nada en cambio.

—¡No tenías por qué pedir! —dijo Rumfoord—. No tenías por qué pedir nada. Todo lo que debías hacer era sentarte y esperar a que te cayera en la mano.

—¿Qué es lo que yo quería que me cayera en la mano? —dijo Salo incrédulo.

—La pieza de repuesto de tu nave espacial —dijo Rumfoord—. Ya está casi aquí. Está llegando, señor. El chico de Constant la tiene, lo llama su amuleto, como si tú no lo supieras.

Rumfoord se sentó, se puso verde, hizo una seña pidiendo silencio.

—Perdóname —dijo—, me siento mal de nuevo.

Winston Niles Rumfoord y su perro Kazak estaban enfermos otra vez, más violentamente que antes. El pobre y viejo Salo pensó que ahora desaparecerían chisporroteando o estallarían.

Kazak aulló en una bola de fuego de San Telmo.

Rumfoord se mantuvo derecho, los ojos desorbitados, como una columna orgullosa.

Este ataque también pasó.

—Discúlpame —dijo Rumfoord con mordaz corrección—. ¿Decías...?

—¿Qué? —dijo Salo desanimado.

—Estabas diciendo algo o por decirlo —dijo Rumfoord. Sólo el sudor de sus sienes traicionaba el hecho de que acabara de pasar por un tormento. Puso un cigarrillo en una larga boquilla de hueso, lo encendió. Proyectó la mandíbula. La boquilla apuntó hacia arriba—. No volveremos a ser interrumpidos durante tres minutos —dijo—. ¿Decías?

Salo tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el tema de la conversación. Cuando se acordó, se sintió más perturbado que nunca. Le había ocurrido la peor de las cosas posibles.

Rumfoord no sólo había descubierto, al parecer, la influencia de Tralfamadore en los asuntos de la Tierra, lo cual lo hubiera ofendido bastante, sino que se consideraba a sí mismo, de algún modo, una de las principales víctimas de esa influencia.

Salo había tenido de vez en cuando la incómoda sospecha de que Rumfoord estaba bajo la influencia de Tralfamadore, pero había expulsado el pensamiento de su mente porque no podía hacer nada al respecto. Ni siquiera lo había discutido, porque discutirlo con Rumfoord hubiera significado sin duda la ruina inmediata de su hermosa amistad. Muy débilmente, Salo exploró la posibilidad de que Rumfoord no supiera tanto como parecía.

—Skip... —dijo.

—¡Por favor! —dijo Rumfoord.

—Mr. Rumfoord... —dijo Salo—, ¿usted cree que lo he usado de alguna manera?

—Tú no —dijo Rumfoord—. Las máquinas como tú, allá en tu precioso Tralfamadore.

—Aja —dijo Salo—. ¿Te... te parece... que has sido usado, Skip?

—¡Tralfamadore —dijo Rumfoord con amargura—, llegó al Sistema Solar, me pescó y me usó como a un monigote!

—Si podías verlo en el futuro —dijo Salo lastimero—, ¿por qué no lo mencionaste antes?

—A nadie le gusta pensar que lo están usando —dijo Rumfoord—. Uno se niega a admitirlo hasta último momento. —Torció la boca—. Quizá te sorprenda saber que siento cierto orgullo, por estúpido y errado que pueda ser, en adoptar mis propias decisiones por mis propias razones.

—No me sorprende —dijo Salo.

—¿Aja? —dijo desagradablemente Rumfoord—. Pensé que era una actitud demasiado sutil para que una máquina la pescara.

Este era, sin duda, el punto débil de su relación. Salo era una máquina, porque había sido diseñado y manufacturado. Él no lo ocultaba. Pero hasta entonces Rumfoord nunca había usado el hecho como un insulto. Ahora lo usaba decididamente como un insulto. A través de un fino velo de
noblesse oblige,
Rumfoord dio a entender a Salo que ser una máquina era ser insensible, no tener imaginación, ser vulgar, era ser tenaz sin una pizca de conciencia.

Salo era patéticamente vulnerable a esta acusación. Que Rumfoord supiera tan bien cómo herirlo era un tributo a la intimidad espiritual que ambos habían compartido alguna vez.

Salo cerró de nuevo dos de sus tres ojos, contempló de nuevo los azulejos de Titán suspendidos en el aire. Los pájaros eran grandes como águilas terrestres.

Salo deseó ser un azulejo de Titán.

La nave espacial donde viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono se meció sobre el palacio y aterrizó en la orilla del mar Winston.

—Te doy mi palabra de honor —dijo Salo—, yo no sabía cómo te usaban, y no tenía la menor idea de lo que...

—Máquina —dijo Rumfoord con desprecio.

—Díme, ¿para qué has sido usado, por favor? —dijo Salo—. Palabra de honor, no tengo la más vaga...

—¡Máquina! —dijo Rumfoord.

—Si piensas tan mal de mí, Skip... Winston... Mr. Rumfoord —dijo Salo—, después de todo lo que he hecho e intentado en el solo nombre de la amistad, seguramente nada de lo que yo pueda decir o hacer cambiará tu opinión.

—Precisamente lo que una máquina diría —dijo Rumfoord.

—Es lo que una máquina dijo —replicó Salo humildemente. Infló sus pies hasta el tamaño de pelotas de fútbol, preparándose a salir del palacio de Rumfoord y caminar sobre las aguas del mar Winston, para no volver nunca. Sólo cuando sus pies estuvieron completamente inflados advirtió el desafío que contenían las palabras de Rumfoord. Contenían una clara insinuación de que el viejo Salo aún podía hacer algo para arreglar de nuevo las cosas.

A pesar de ser una máquina, Salo era lo bastante sensato como para saber que preguntar de qué se trataba hubiera sido rebajarse. Se puso rígido. En nombre de la amistad, se rebajaría.

—Skip... —dijo—, díme qué debo hacer. Todo... absolutamente todo.

—Dentro de muy poco —dijo Rumfoord— una explosión hará volar la terminal de mi espiral, borrándola del Sol, borrándola del Sistema Solar.

—¡No! —gritó Salo—. ¡Skip! ¡Skip!

—No, no, nada de compasión, por favor —dijo Rumfoord, retrocediendo por temor a que lo tocaran—. Es algo muy bueno, de veras. Veré una cantidad de cosas nuevas, de criaturas nuevas. —Trató de sonreír—. Uno se cansa, sabes, de estar preso en la monótona relojería del Sistema Solar. —Se rió ásperamente.

«Después de todo —dijo—, no es como si me muriera o algo por el estilo. Todo lo que ha sido será siempre, y todo lo que será siempre ha sido. —Sacudió la cabeza rápidamente y dejó caer una lágrima que sin saberlo le colgaba del párpado.

«Aunque el pensamiento infundibulado cronosinclásticamente es consolador —dijo—, de todos modos me gustaría saber cuál ha sido el punto principal de este episodio del Sistema Solar.

—Tú... tú lo has resumido mucho mejor de lo que nadie podría en tu
Breve Historia de
Marte
—dijo Salo.

—La
Breve Historia de Marte
—dijo Rumfoord— no menciona el hecho de que he sido poderosamente influido por fuerzas emanadas del planeta Tralfamadore. —Hizo rechinar los dientes.

«Antes que mi perro y yo estallemos en el espacio como chinches —dijo Rumfoord— me gustaría mucho saber cuál es el mensaje que tú llevas.

—No... no sé —dijo Salo—. Está sellado. Tengo órdenes...

—Contra todas las órdenes de Tralfamadore —dijo Winston Niles Rumfoord—, contra todos tus instintos de máquina, pero en nombre de nuestra amistad, Salo, quiero que abras el mensaje y me lo leas ahora.

Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y el joven Crono, el niño salvaje, comían de mal talante a la sombra de una margarita titánica, a orillas del mar Winston. Cada miembro de la familia tenía una estatua para apoyarse.

El barbudo Malachi Constant,
playboy
del Sistema Solar, usaba todavía el traje amarillo brillante con los signos de interrogación anaranjados. Era el único traje que tenía.

Constant se apoyó en una estatua de San Francisco de Asís. San Francisco estaba tratando de amistarse con dos enormes pájaros hostiles y aterradores, al parecer dos águilas calvas.

Constant no podía identificar correctamente a los pájaros como azulejos, porque aún no había visto un azulejo titánico. Había llegado a Titán apenas una hora antes.

Beatrice, que parecía una reina gitana, se consumía al pie de la estatua de un joven estudiante de física. A primera vista, el científico con su guardapolvo de laboratorio, parecía un perfecto servidor de la verdad y nada más que la verdad. A primera vista, uno que daba convencido de que nada sino la verdad podía agradarle allí sonriente ante su tubo de ensayo.

BOOK: Las sirenas de Titán
4.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Temptation's Kiss by Janice Sims
Mistress of the Sea by Jenny Barden
My Other Life by Paul Theroux
Friction by Samantha Hunter
Easy Motion Tourist by Leye Adenle
The Observations by Jane Harris
Sordid by Nikki Sloane