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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Las seis piedras sagradas (40 page)

BOOK: Las seis piedras sagradas
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Parece representar un volcán hueco con el orbe de Delfos en la cumbre, pero su significado es desconocido.

—¡Eh, yo he visto esa pintura! —dijo Zoe—. Estaba en…

—Estaba en el primer vértice —la interrumpió el Mago—. Esto sugiere una clara vinculación entre nuestra búsqueda y los neethas, la clave, sin embargo, es Hieronymus. —Buscó en la base de datos de su ordenador—. Hieronymus… Hieronymus… ¡Ah, aquí está!

Había dado con la entrada que buscaba: una imagen de un antiguo pergamino escrito en griego.

—¿Qué es eso? —preguntó Lily.

—Es un pergamino que se guardaba en la biblioteca de Alejandría, escrito por el gran maestro y explorador griego Hieronymus.

Años antes, el Mago y Jack habían descubierto una gran colección de pergaminos en las montañas del Atlas, una colección que había resultado ser parte de la fabulosa biblioteca de Alejandría y que se creía destruida desde que los romanos habían incendiado el famoso edificio. Después de meses de cuidadosos escaneos, el Mago había conseguido introducir todos los pergaminos en los discos duros de sus diversos ordenadores.

—Hieronymus era un hombre del todo excepcional. No sólo era un gran maestro, sino también un explorador sin rival, el Indiana Jones del mundo antiguo. Enseñaba junto a Platón en la academia, y tuvo como estudiante nada menos que a Aristóteles. También fue el hombre que les robó a los neethas el orbe de Delfos y se lo llevó a Grecia, donde el oráculo lo utilizó más tarde para predecir el futuro.

—¿El orbe de Delfos? —preguntó Zoe mientras pilotaba—. ¿Te refieres a la Piedra Vidente de Delfos? ¿Una de las seis piedras sagradas?

—Sí —contestó el Mago—. Hieronymus se la robó a los neethas pero, por lo que sé, siempre tuvo la intención de devolverla.

Es por eso por lo que escribió este pergamino, donde dejó una serie de indicaciones que detallan la ubicación de los neethas, de tal forma que algún día le devolviesen el orbe.

—¿Lo devolvieron alguna vez? —quiso saber Alby.

—Después de ver su poder, los griegos no quisieron devolverlo —explicó el Mago—, pero años después Hieronymus entró en la cueva templo del oráculo, se apoderó de la Piedra Vidente y escapó de Grecia en un barco. Se detuvo en Alejandría, donde dejó estos pergaminos en la biblioteca antes de continuar viaje al sur hacia África. Nunca más volvieron a verlo. —El Mago se volvió hacia Lily—: ¿Crees que puedes traducir este pergamino?

La niña se encogió de hombros. El griego clásico no tenía misterios para ella.

—Por supuesto. Dice lo siguiente:

En el valle de los Guardianes Arbóreos,

en el cruce de los tres arroyos de montaña,

tomad el siniestro,

entraréis en el reino oscuro de la tribu

a la que teme incluso el gran hades.

—¿La tribu que teme el gran Hades? —preguntó Zoe—. Qué encantador.

—Los neethas tienen una reputación tan temible que se ha convertido en un mito —intervino Solomon—. Muchos africanos narran cuentos de los neethas para asustar a los niños: canibalismo, sacrificios humanos, asesinato de los pequeños.

—Hace falta más que un cuento de terror para asustarme —afirmó Lily con su mejor voz de adulto—. ¿Qué significa el «valle de los Guardianes Arbóreos»?

—Arbóreo significa árbol —señaló Alby—. Los árboles guardianes…

El Mago buscaba entre más entradas del ordenador.

—Sí, sí. Acabo de ver una referencia a un valle así. Aquí está. Aja…

Lily se inclinó y vio en la pantalla la cubierta de un libro, un viejo libro en rústica del siglo XIX titulado
A través del continente negro,
de Henry Morton Stanley.

—Stanley escribió muchos libros de sus expediciones en África, la mayoría de los cuales no son nada más que pamplinas románticas —explicó el Mago—. Éste, en cambio, detalla su notable viaje a través del continente africano, desde Zanzíbar en el este hasta Boma en el oeste. Stanley partió de Zanzíbar con una caravana de trescientos cincuenta y seis hombres y un año más tarde apareció en el estuario del río Congo, cerca del Atlántico, con sólo ciento quince, la mayoría de ellos casi muertos de hambre.

»A lo largo de su viaje, Stanley menciona numerosas batallas con tribus nativas, incluida una especialmente horrible con una tribu que se parecía a los neethas. Después de la batalla, Stanley dice que había atravesado por un aislado valle donde los árboles aparecían tallados en maravillosas estatuas, inmensas estatuas de hombres, algunas de ellas de más de veinte metros de altura.

«Dicho valle nunca ha sido encontrado, un hecho desafortunado que sólo ha servido para sostener la opinión histórica de que Stanley se inventó la mayoría de sus aventuras.

—Entonces… —dijo Zoe.

—Creo que Stanley decía la verdad, sólo que interpretó erróneamente los detalles de su ruta, algo que hacía con frecuencia. Es por eso por lo que nadie encontró este valle. Pero si podemos reconstruir la verdadera ruta de Stanley por las señales y las formaciones de tierra que mencionó en su libro, quizá tengamos suerte.

—No puedo decir que tenga un plan mejor —repuso Zoe.

—Yo tampoco —admitió Lily—. Vamos a hacerlo.

El Congo.

Antes conocido como Zaire, pero rebautizado con el nombre de República Democrática del Congo en 1997, es el tercer país más grande de África, casi del tamaño de la India. No obstante, sólo el tres por ciento de la inmensa región está cultivada, y eso significa que el noventa y siete por ciento restante del Congo es pura selva, que continúa inexplorada en gran parte hasta el día de hoy.

Es una tierra brutal —desde los peligros del poderoso río Congo a las densas selvas pobladas de serpientes y hienas, por no mencionar las cadenas de volcanes activos en el salvaje sureste—, el corazón negro del continente negro.

Siguiendo las indicaciones del Mago, Zoe los condujo hacia el sur.

Volaron durante tres días deteniéndose de vez en cuando en los depósitos abandonados de las Naciones Unidas para robar comida y combustible, hasta que llegaron a la zona menos poblada del país —y quizá de todo el continente—, la meseta de Katanga, en el sur. Salpicada con volcanes, montañas y grandes ríos en los fondos de los valles, era tan espectacular como remota. Enormes cascadas vertían sus aguas desde las cornisas. Alimentadas por la constante humedad, las capas de niebla envolvían los valles sin levantarse en todo el día.

Mientras volaba, Zoe tenía en marcha su sintonizador, de manera que pudiera vigilar todas las frecuencias, militares y comerciales, y llevar así control de cualquier actividad radiofónica en la zona: patrullas del ejército congoleño, personal de Naciones Unidas y quizá…

—Lobo, aquí Alfanje. Acabamos de captar una señal al sur de Kalemie. Señal de Huey. Podrían ser ellos…

—Compruébalo —respondió la voz de Lobo.

Los hombres de Lobo estaban muy cerca.

Luego, a última hora del tercer día, tras seguir una docena de pistas falsas, el Mago vio una montaña que Stanley mencionaba en su libro, una montaña con dos cataratas.

—¡Ahí están! —exclamó entusiasmado por encima del estruendo de los rotores—. ¡Zoe, vira al suroeste!

Zoe hizo lo que le decían y llevó el helicóptero a baja altura por encima de un valle fluvial densamente arbolado que estaba alimentado por tres pequeños torrentes de montaña. Cada uno de estos pequeños torrentes salía de valles montañosos con una selva aún más densa.

—Llévanos al cruce de los ríos —añadió el Mago.

Aterrizaron en la ribera, el Huey sin patines deslizándose suavemente sobre la panza. Luego, con mucha cautela, bajaron del helicóptero.

Fue Lily quien los vio primero.

—Sí que es bonito… —susurró al mirar hacia la selva.

Alby se le acercó.

—¿Qué…? Oh.

Se quedó boquiabierto.

Allí, delante de ellos, perdiéndose en la bruma, había un bosque gigantesco.

De un color fantasmagórico, los árboles alcanzaban una altura de sesenta metros, y sus ramas entrelazadas formaban un techo por el que no podía pasar el sol.

Pero fueron los troncos, sus inmensos troncos, los que captaron la atención de los chicos.

Cada gigantesco tronco, docenas de ellos, fila tras fila, todos al menos de diez metros de diámetro, habían sido tallados con figuras de hombres. Algunos representaban antiguos caciques, otros guerreros y monjes. Todos eran de apariencia grave, feroz, belicosa. Todos eran viejos, muy viejos. Los grandes árboles se habían quedado grises por la edad y estrangulados por innumerables trepadoras, enredaderas que parecían abrazar las figuras como gigantescas boas. Las grandes figuras se perdían en la distancia, un ejército de centinelas que montaban guardia sobre el tiempo.

No se movía ni una brizna, el silencio en la selva era absoluto.

El Mago se acercó a Lily y apoyó una mano en su hombro.

—El valle de los Guardianes Arbóreos —dijo con voz suave—. Oh, Dios mío, lo hemos encontrado.

—¿Adonde vamos ahora? —quiso saber Solomon cuando se reunió con ellos.

Alby llevaba colgada alrededor del cuello la cámara digital de Zoe. Aprovechó para echar una rápida sucesión de fotos del maravilloso bosque tallado.

En respuesta a la pregunta, el Mago recitó el texto del pergamino de Hieronymus:

—«En el valle de los Guardianes Arbóreos, en el cruce de los tres arroyos de montaña, tomad el siniestro.» Parece bastante claro: iremos hasta el cruce de los tres torrentes y tomaremos el de la siniestra.

—¿La siniestra? —dijo Solomon.

Lily sonrió.

—No creía que te fueses a asustar, Solomon. En latín, «siniestra» significa izquierda. Seguiremos el torrente de la izquierda.

Mientras los demás miraban con asombro el inmenso bosque tallado, Zoe había ido a explorar la orilla río arriba.

Algo había llamado su atención a unos cincuenta metros en esa dirección y quería ver de qué se trataba.

Llegó a un recodo…

…y se detuvo de pronto.

—Mierda —susurró.

No menos de treinta embarcaciones estaban ante ella, destrozadas y medio hundidas en el río, embarcaciones de diversos tipos y épocas; algunas eran de diseño reciente, otras patrulleras de la segunda guerra mundial, había otras incluso más antiguas: canoas del siglo XIX parecidas a las que había utilizado Henry Morton Stanley. Había incluso un par de hidroaviones y un helicóptero con la insignia del ejército de Angola.

Zoe se quedó de piedra.

Era un muestrario de los vehículos que habían llegado a ese lugar y nunca se habían marchado.

—Oh, mierda. Acabamos de caer en una trampa. —Se volvió al tiempo que gritaba—: ¡Lily! ¡Mago! Volved al heli…

En ese momento, sin embargo, el helicóptero estalló.

La explosión resonó por todo el valle.

El Mago, Solomon y los chicos se volvieron a la vez para ver cómo el helicóptero estallaba en una inmensa bola de fuego.

Zoe regresó a la carrera por la orilla con la mirada puesta en las humeantes ruinas del helicóptero, luego se oyó que se quebraba una rama en la ribera opuesta y se volvió a tiempo para ver una figura oscura que salía del agua y desaparecía en el follaje, un nativo.

Entonces comprendió la verdad.

Los neethas habían sido encontrados probablemente muchas veces a lo largo de los siglos. Por los exploradores, por accidente, incluso al parecer por una patrulla del ejército de Angola, pero si un extraño hallaba a la tribu nunca conseguía escapar para comunicarle al mundo de su existencia, y de esa manera los neethas continuaban siendo un tema de leyenda. Qué mejor manera para distraer al recién llegado que los fantásticos árboles tallados; las grandes estatuas captaban la atención del visitante mientras los saboteadores de la tribu hundían sus barcos o incapacitaban sus helicópteros.

«Ahora nos han atrapado», pensó Zoe.

—Caray —dijo en voz alta—. ¿Cómo he podido ser tan…? Oh, maldita sea…

Emergieron del matorral al pie de los enormes árboles tallados: nativos de piel oscura, los rostros cubiertos con resplandeciente pintura blanca de guerra, los ojos amarillos inyectados en sangre. Unas horribles protuberancias salían de sus frentes y sus mandíbulas dándoles un aspecto que no parecía humano.

«El síndrome de Proteo —pensó el Mago—. Deformidades provocadas por la dieta y empeoradas por años de cruzamientos entre familias.»

Eran unos dieciséis y empuñaban arcos y otras armas. Avanzaron a paso lento y cauteloso pero firme.

Mientras se acercaban por todos los lados, Zoe, Solomon y el Mago formaron instintivamente un círculo alrededor de los dos chicos.

—Creo que nuestra búsqueda ha acabado —susurró Solomon—. Por lo visto, los neethas nos han encontrado.

LA SEXTA PRUEBA

La tribu a la que teme el Hades

REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO

14 de diciembre de 2007

Tres días antes de la segunda fecha límite

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