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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Las seis piedras sagradas (37 page)

BOOK: Las seis piedras sagradas
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Iban a dejarla caer dentro.

Iban a dejarla a caer dentro del pozo ahora. «Mierda.» Eso estaba ocurriendo demasiado de prisa.

Jack comenzó a respirar muy de prisa. Miró en derredor y contempló su mano derecha, ensangrentada y clavada a la lápida.

La lápida debajo de él: el pensamiento le provocó náuseas al imaginar a todos los etíopes crucificados que yacían debajo, aplastados entre docenas de lápidas apiladas.

—Adiós, Cazador —entonó Lobo mientras la lápida lo ocultaba de la vista de Jack—. Eras de verdad un buen soldado, un verdadero talento. Créeme cuando digo que es una verdadera lástima. Podríamos haber luchado juntos y haber sido invencibles. Pero ahora, debido a las elecciones que hiciste, como la araña que lleva tu apodo, debes ser aplastado. Adiós, hijo mío.

La lápida cubrió del todo el pozo y, mientras Jack gritaba «¡No!», el equipo de guardias etíopes retiró los rodillos de madera que la sujetaban por encima del pozo y de pronto la gran lápida cayó, los seis metros, al interior del pozo, sus afilados bordes rozando las paredes, bajando hacia Jack West Jr. antes de golpear contra el fondo con un tremendo ¡bum! que resonó por toda la mina.

Lobo miró la lápida de piedra que acababa de aplastar a su hijo. Había aterrizado torcida, como era habitual cuando caía sobre un cuerpo humano. Durante los días siguientes seguiría hundiéndose sobre el cuerpo de Jack West Jr., aplastándolo.

Se encogió de hombros y dio media vuelta para encaminarse a continuación hacia el montacargas que llevaba fuera de la mina. Mao, Estoque y Navaja lo siguieron.

Astro, en cambio, no lo hizo.

Se tambaleó sobre sus pies, drogado y mareado, sostenido por dos etíopes que habían estado fuera de la vista de Jack.

—Padre —dijo Estoque, y señaló a Astro—. ¿Qué hacemos con él?

Lobo se detuvo para mirar a Astro por un momento.

—Un gesto inútil de parte de nuestros enemigos en Estados Unidos, una lamentable jugada de un gobierno débil que se ha situado en el bando de estas pequeñas y patéticas naciones, pero no puede haber ninguna prueba de que matamos a soldados norteamericanos. Nos lo llevaremos. Cuando recobre el sentido, podrá elegir: o viene con nosotros o muere.

—¿Qué hay de los otros dos? —preguntó Navaja en voz baja—. El francotirador israelí y el gordo segundo hijo de Anzar al Abbas.

Lobo hizo una pausa.

—¿El israelí todavía está arriba?

—Sí.

—Hay una considerable recompensa por su cabeza. Dieciséis millones de dólares para ser exactos. El Mossad la ofreció después de que rehusó obedecer sus órdenes en los Jardines Colgantes. Su destino está sellado: lo entregaremos al viejo maestro y reclamaremos la recompensa. Dieciséis millones de dólares es mucho dinero. Después, ese vengativo cabrón de Muniz y el Mossad podrán torturarlo hasta que se aburran.

—¿Qué pasa con el segundo hijo de Abbas?

Lobo echó una ojeada al siniestro entorno de la mina.

Al otro lado del enorme espacio, contra la pared más lejana, colgaba una pequeña jaula medieval, suspendida sobre una gran charca de un líquido hirviente.

Encerrado en la jaula, tres metros por encima de la charca oscura, estaba Osito Pooh. Sucio, ensangrentado y golpeado por sus vuelcos en la autopista en Egipto pero vivo. Sus brazos estaban abiertos, sostenidos por grilletes sujetos a los barrotes de la jaula.

El líquido de la charca más abajo era una mezcla de agua y arsénico. Si bien ésa no era una mina de oro, de vez en cuando los mineros encontraban rastros del preciado metal en las paredes y utilizaban el líquido con arsénico para separarlo de la tierra. También la usaban para castigar a cualquiera que ocultara oro en el cuerpo: encerraban a los ladrones en la jaula y la bajaban a la charca, donde morían ahogados en el espeso líquido negro.

Para gran sorpresa de los guardias, Lobo y su gente no mostraban el menor interés por el oro que encontraban, y permitían que los guardias se quedasen con el metal desenterrado por los mineros esclavos.

No, al Lobo y a sus sicarios les interesaba otra cosa, algo que, de acuerdo con una antigua leyenda, yacía enterrado en algún lugar dentro de las estructuras de piedra como torres que rodeaban las paredes de ese misterioso complejo subterráneo.

Lobo miró la patética figura de Osito Pooh encima de la charca mortal.

—Que los guardias lo sacrifiquen a su dios, ya no es de utilidad para nadie.

Una vez dicho esto, Lobo se marchó.

Llegó al montacargas, donde lo esperaban dos figuras ocultas en las sombras.

Uno de ellos se adelantó. Era Buitre.

—Norteamericano —le dijo al Lobo con un tono astuto—. Mi gobierno se impacienta. Llegaste a Abu Simbel demasiado tarde y se perdió el pilar. Conocías nuestro acuerdo: nosotros recibíamos el primer pilar, con su recompensa, y vosotros el segundo.

—Conozco el acuerdo, saudí —replicó Lobo—. Recibirás el primer pilar, pero no antes de que tengamos en nuestras manos el segundo. Te conozco, Buitre, y conozco tus métodos: eres famoso por abandonar a tus aliados cuando consigues tus fines y ellos no consiguen los suyos. Quiero estar seguro de contar con tu lealtad en toda esta misión. El primer pilar no está ahora mismo en nuestro poder; lo tiene Max Epper, pero es fácil de conseguir. Es el segundo el que plantea un problema más inmediato.

—¿Por qué? —preguntó Buitre.

—El avión del capitán West fue visto por última vez volando hacia el sur. Van a buscar el segundo pilar, que guarda la tribu neetha en África central, pero los neethas son esquivos.

—Epper cree que puede encontrarlo —señaló Buitre.

—Por tanto, si lo encontramos a él, también encontraremos a los neethas y su pilar. Eso le vendrá bien a la casa de Saud, Buitre, porque cuando encontremos a Epper, tendréis vuestro pilar. Es por eso por lo que me vas a ayudar ahora: llama a tu gobierno y haz que abran su tesoro y les ofrezcan a todas las naciones africanas entre Sudán y Sudáfrica lo que sea por alquilar sus ejércitos y vigilar todas las carreteras, los ríos y las fronteras de África central. Con el Cazador muerto y el Mago a la fuga, no será difícil encontrarlo. Es hora de cerrarles el paso.

Lobo entró en el montacargas acompañado por Mao, Estoque y Navaja y subieron por el costado de la mina dejando allí a Buitre y a su compañero. Luego salieron del complejo a la superficie por un portal de tierra a setenta metros por encima del suelo de la gran caverna. En el momento en que emergían de la mina, Navaja le susurró al Lobo:

—¿El conocimiento de Epper será bastante para encontrar a los neethas?

Lobo continuó caminando.

—Max Epper es la mayor autoridad en el mundo en ese campo, y sus conclusiones hasta ahora han sido similares a las nuestras. Si tropieza o muere, no importa; tenemos nuestros propios estudios para seguir adelante. Además, disponemos de nuestra propia experta en estos temas para que nos ayude.

Lobo salió a la luz del día —pasando en el camino junto a otros muchos guardias etíopes— para contemplar, sentada y sonriente en el asiento trasero de su coche, a la señorita Iolanthe Compton-Jones, conservadora de los registros personales reales del Reino Unido, vista por última vez inconsciente en los muelles de Abu Simbel.

Buitre y su compañero permanecieron junto a la base del montacargas. El compañero de Buitre había pedido quedarse unos momentos más en el fondo de la mina.

Ambos cruzaron la caverna y se detuvieron delante de la solitaria jaula encima del charco de arsénico.

Osito Pooh estaba de pie en la pequeña jaula medieval con las manos esposadas a los barrotes y el aspecto de un animal capturado. Desde su encierro, no había podido ver a Buitre y a su compañero hablando con Lobo en el montacargas; así que cuando de pronto los vio acercarse confundió su presencia con un rescate.

—¡Hermano! —gritó.

El compañero de Buitre —Cimitarra, el hermano mayor de Osito Pooh— lo miró impasible. Pooh sacudió los barrotes.

—¡Hermano, de prisa, suéltame! Antes de que regresen…

—No volverán —dijo Cimitarra—. Al menos durante un tiempo. No hasta que esta mina entregue su secreto.

Osito Pooh se quedó de piedra, dejó de sacudir los barrotes.

—Hermano, ¿no has venido a liberarme?

—No.

Cimitarra se acercó al pozo donde habían matado a West y miró despreocupado al interior, observando la gran lápida que había aplastado a Jack West.

Luego regresó hasta la charca de arsénico.

—Hermano, siempre has tenido un defecto fatal: aliarte con los débiles. Incluso cuando eras un niño, en el patio de la escuela, defendías a los más pequeños y débiles. Eso parecerá noble pero, en última instancia, es una estupidez. No hay ningún futuro en ese comportamiento.

—¿Y tú qué estrategia defiendes, hermano? —replicó Osito Pooh con un tono de furia en la voz.

—Yo siempre estoy con los fuertes —afirmó Cimitarra con una mirada de hielo—. No me interesa el bien de nuestra familia ni el de nuestro país. No hay ningún futuro en la alianza con las pequeñas naciones del mundo. El vuestro es un sueño infantil, un cuento de hadas y de niños. Sólo la alianza con los poderosos, con aquellos que gobernarán, será un beneficio para los emiratos.

—¿Así que te juntas con tu amigo saudí y te pones de parte de esos norteamericanos renegados? —Osito Pooh dirigió una mirada de desprecio al Buitre.

—El coronel norteamericano y sus aliados chinos nos son útiles por ahora. Lobo utiliza a los chinos, y sin duda los chinos lo utilizan a él, y nosotros los utilizamos a ambos. Este arreglo tiene sus peligros, pero siempre es mejor que tu coalición de pequeños.

—Prefiero estar en una coalición de pequeños que en una de bandidos —replicó Pooh—. Recuérdalo, hermano, no hay honor entre ladrones. Cuando las cosas se pongan feas, tus aliados no permanecerán a tu lado. Te abandonarán en un segundo.

Cimitarra miró fijamente a Osito Pooh, esta vez con curiosidad.

—¿Aprecias a esas personas? —Hizo un gesto en dirección al pozo—. ¿Al trágico capitán West? ¿Al judío que ahora mismo está siendo enviado al Mossad? ¿A la vulgar hija del oráculo de Siwa, una niña que presume que es su derecho aprender y que te insulta dirigiéndose a ti con el nombre de un gordo personaje de cuento?

—Ahora se han convertido en mi familia, y comprendo que lo son más que tú.

—No hay ningún honor en vivir de esa manera, Zahir. Es una bofetada a todas las tradiciones que nos son queridas. Los musulmanes no entablan amistad con los judíos. Las niñas no van a la escuela. Tampoco se dirigen a los hombres musulmanes con apodos ridículos. El mundo que yo crearé volverá a implantar las tradiciones. Recuperará los viejos conceptos de honor. Está claro que no hay un lugar para ti en ese nuevo mundo, y es por eso por lo que debes morir.

—Al menos moriré por mis amigos. Tu, hermano mío, morirás solo.

—Comprendo —Cimitarra bajó los ojos al suelo—. Que así sea. —Comenzó a alejarse—. Por respeto a nuestro padre, le diré que has muerto honrosamente, Zahir, protegiendo mi cuerpo de una bala enemiga. No dejaré que sea avergonzado por tu muerte. Te dejo con los salvajes.

Luego, con Buitre a su lado, Cimitarra salió de la mina en el montacargas.

—Haz lo que quieras, hermano —le gritó Pooh—. Haz lo que quieras.

Osito Pooh se quedó solo en la inmensa mina subterránea, colgado en una jaula medieval sobre una charca de líquido maloliente, a menos de cuarenta metros del pozo donde su buen amigo, Jack West Jr. había sufrido una muerte violenta a manos de su propio padre.

Diminuto contra la enorme escala de la mina, abandonado por su propio hermano y ahora solo en la oscuridad, Osito Pooh rompió a llorar.

PROVINCIA DE KIBUYE, RUANDA

11 de diciembre de 2007, 23.35 horas

Sacudido por el tremendo aguacero, sin combustible y con sólo tres de sus motores, el
Halicarnaso
aterrizó sin ser visto en una carretera de la remota provincia de Kibuye, en el extremo suroeste de Ruanda.

Una vez posado en tierra el 747, se abrió la rampa trasera y a toda velocidad salió el Freelander, con Zoe, Mago y los chicos a bordo. Llevaban consigo el ordenador portátil del Mago, un sintonizador de radio de multifrecuencia, varios bidones de gasolina y un par de pistolas.

Treinta minutos antes habían llamado a Solomon Kol en Kenia. Gran conocedor de los peligros locales y los puntos de encuentro que eran seguros, Solomon les había indicado que se reunieran con él en un taller abandonado de las Naciones Unidas, el número 409, en las afueras de la ciudad ruandesa de Kamembe, ubicada en la provincia más suroeste del país, Cyangugu.

Pero Monstruo del Cielo no fue con los demás.

Permaneció con su amado avión, solo, con dos pistolas a la cintura y una escopeta a la espalda. Iba a quedarse con el
Halicarnaso
a esperar a unos compañeros de Solomon que le llevarían combustible, el suficiente para volar sobre el lago Victoria hasta la vieja granja en Kenia.

Así fue cómo Monstruo del Cielo se quedó debajo de una de las alas del gigantesco avión, solo en las colinas de Ruanda, con la mirada puesta en el Freelander que se alejaba.

En la distancia, algo aulló.

El Mago, Zoe, Lily y Alby circulaban a toda velocidad por la remota carretera ruandesa.

Mientras Zoe conducía, el Mago buscaba en el sintonizador, atento a cualquier transmisión.

Poco antes del ocaso, el sintonizador captó una transmisión militar donde ordenaba a todas las tropas gubernamentales que estuviesen alertas a la aparición de un Land Rover como el suyo, ocupado por unas personas que respondían a sus descripciones: una mujer rubia, un viejo de barba, quizá un tercer hombre y dos niños.

Zoe maldijo. Vehículos aéreos no tripulados patrullaban el aire sobre Kenia. Las fuerzas de Ruanda rastrillaban el país en su búsqueda. Parecía como si todos los malos de África les pisasen los talones.

Aquello no era ninguna exageración.

No sabía que doce horas antes, por indicación de Buitre, diversas transferencias de varios millones de dólares habían sido enviadas desde la tesorería del reino de Arabia Saudí a las cuentas bancarias de varias docenas de países sumidos en la más absoluta miseria y gobiernos del todo corruptos.

Cada transferencia iba acompañada de un mensaje: «Encontrar un Boeing 747 negro que habrá hecho un aterrizaje de emergencia en algún lugar de África central. A bordo debe de haber por lo menos dos fugitivos occidentales: un hombre mayor con una larga barba blanca, una mujer de pelo rubio con las puntas teñidas de rosa y posiblemente también un tercer hombre, un tipo de Nueva Zelanda. Los acompañarán dos niños: una niña egipcia, también con las puntas del pelo rosa, y un chico negro con gafas.

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