Era oblongo y blanco con los bordes redondeados. Thomas había visto algo parecido antes. De hecho, varios. Tras escapar del Laberinto y entrar en la enorme cámara de la que salían los laceradores, habían visto varios de aquellos contenedores con aspecto de ataúdes. Entonces no le había dado tiempo a pensarlo, pero al verlo ahora, pensó que debía de ser donde se quedaban los laceradores —¿donde dormían?— cuando no estaban cazando humanos en el Laberinto.
Antes de que pudiera reaccionar, otras partes del suelo del desierto, que rodeaba al grupo en un gran círculo, empezaron a rotar y a abrirse como oscuras y enormes mandíbulas.
Montones de ellas.
El sonido del metal era ensordecedor mientras las secciones cuadradas giraban despacio sobre sus ejes. Thomas se tapó los oídos con las manos para tratar de alejar el ruido. El resto del grupo estaba haciendo lo mismo. A su alrededor, esparcidos uniformemente, rodeando por completo la zona donde ellos estaban, trozos del desierto rotaban hasta desaparecer, sustituidos al final por un gran cuadrado negro que se fijaba al suelo con un fuerte ruido metálico, con uno de esos ataúdes bulbosos y blancos apoyado encima. Como mínimo, había un total de treinta.
El chirrido del metal rozando el metal cesó. Nadie habló. El viento azotaba la tierra y levantaba corrientes de polvo alrededor de los contenedores redondeados. Emitía un sonido tintineante, que terminó convirtiéndose en un ruido que a Thomas le daba escalofríos. Tuvo que entrecerrar los ojos para que no se le metiera nada dentro. Ninguna otra cosa se había movido desde que aquellos objetos extraños, casi alienígenas, aparecieron. Tan sólo estaban aquel sonido, el viento, el frío y el picor de ojos.
¿Tom?
—le llamó Teresa.
Sí.
Te acuerdas de eso, ¿no?
Sí.
¿Crees que hay laceradores dentro?
Thomas se dio cuenta de que eso era exactamente lo que pensaba, pero también había empezado a asumir que era imposible esperarse algo. Reflexionó un segundo antes de contestar.
No lo sé. Bueno, los laceradores tenían unos cuerpos muy húmedos. Sería difícil para ellos estar aquí fuera.
Parecía algo muy estúpido, pero se estaba agarrando a un clavo ardiendo.
Quizá tengamos que… meternos dentro
—dijo Teresa tras una pausa—.
A lo mejor son ellos el refugio seguro o nos transportan a otro sitio.
A Thomas no le gustaba la idea, pero pensó que tal vez ella tuviera razón. Apartó los ojos de aquellas grandes vainas y la miró. Ya estaba caminando hacia él. Por suerte, sola. No podía encargarse de ella y Brenda en aquel momento.
—Eh —la llamó en voz alta, pero el viento pareció llevarse el sonido incluso antes de que saliera de su boca.
Empezó a alargar la mano hacia ella, pero la retiró; casi había olvidado lo mucho que habían cambiado las cosas. Teresa no pareció darse cuenta mientras pasaba junto a Minho y Newt y les daba un golpecito para saludarlos. Se volvieron para mirarla y Thomas se acercó para hablar con ellos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Minho. Miró a Teresa enfadado, como si no quisiera que formase parte de la decisión que iban a tomar.
—¿De qué estáis hablando, chicos?
Thomas se dio la vuelta para ver a Harriet y Sonya. Era Harriet la que había hablado. Y Brenda estaba justo detrás de ellas, con Jorge a su lado.
—Oh, genial —masculló Minho—. Las dos reinas del glorioso Grupo B.
Harriet actuó como si no lo hubiera oído.
—Supongo que todos visteis también esas vainas en la cámara de CRUEL. Debe de ser donde se cargan los laceradores o lo que sea que hagan.
—Sí —respondió Newt—. Tiene que ser eso.
En el cielo estalló y retumbó un trueno, y aquellos destellos de luz se hicieron más brillantes. El viento tiraba del pelo y la ropa de todo el mundo; olía a mojado y a la vez a polvo, una extraña combinación. Thomas volvió a comprobar la hora.
—Tan sólo nos quedan veinticinco minutos. A la hora señalada o bien vamos a luchar contra los laceradores, o bien vamos a tener que meternos dentro de esos enormes ataúdes. Quizá sean…
Un fuerte silbido atravesó el aire desde todas las direcciones. El sonido perforó los tímpanos de Thomas, que apretó otra vez las manos contra los laterales de su cabeza. Un movimiento en el perímetro que los rodeaba atrajo su atención y observó con detenimiento lo que les estaba pasando a las enormes vainas blancas.
Un rayo de luz azul oscuro había aparecido a un lado de cada contenedor; a continuación, se expandió mientras la mitad superior del objeto empezaba a moverse hacia arriba sobre unas bisagras, como la tapa de un ataúd. No hizo ruido, al menos no lo bastante para que lo oyeran por encima del vendaval y el retumbante trueno. Thomas notó que los clarianos y los otros se juntaban cada vez más, formando un grupo compacto. Todos intentaban alejarse lo máximo posible de las vainas y no tardaron en ser una espiral de cuerpos rodeados por unos treinta contenedores blancos y redondeados.
Las tapas continuaron moviéndose hasta que se abrieron del todo y cayeron al suelo. Algo voluminoso descansaba en el interior de cada recipiente. Thomas no veía mucho, pero desde donde estaban no distinguía nada parecido a los extraños apéndices de los laceradores. Nada se movía, pero sabía que no debía bajar la guardia.
¿Teresa?
—la llamó con la mente. No se atrevió a decirlo muy alto por si le oían, pero tenía que hablar con alguien o iba a volverse loco.
¿Sí?
Alguien debería ir a echar un vistazo. A ver qué es eso
—lo dijo, pero en realidad no quería tener que hacerlo él.
Vamos juntos
—respondió ella con soltura.
A Thomas le sorprendió su valor.
A veces se te ocurren las peores ideas
—replicó. Trató de que sonara sarcástico, pero estaba más aterrorizado de lo que quería admitir.
—¡Thomas! —le llamó Minho.
El viento, todavía furioso, quedó ahogado por el trueno y el relámpago que se acercaban, retumbando y estallando en un brillante espectáculo encima de sus cabezas y sobre el horizonte. La tormenta estaba a punto de descargar con furia sobre ellos.
—¿Qué? —respondió Thomas.
—¡Newt, tú y yo! ¡Vamos a ver qué es!
Thomas estaba a punto de moverse cuando algo salió deslizándose de una de las vainas. Un grito ahogado colectivo se escapó de los que estaban más cerca de Thomas y él se dio la vuelta para mirarlo mejor. Había algo moviéndose dentro de todas las vainas, algo que sin duda estaba saliendo de sus casas oblongas. Thomas se centró en la vaina más próxima y forzó la vista para distinguir qué era exactamente a lo que iba a enfrentarse.
Un brazo deforme colgaba del borde y su mano estaba a unos centímetros del suelo. En ella había cuatro dedos desfigurados, unas tiras de repugnante carne
beige,
ninguno de la misma longitud. Se movían e intentaban agarrar algo que no estaba allí, como si la criatura del interior tratara de cobrar para salir. El brazo estaba lleno de arrugas y bultos, y había algo muy extraño justo a la altura de lo que debería ser el codo. Un quiste o protuberancia perfectamente redonda, quizá de diez centímetros de diámetro, que resplandecía con un color naranja intenso. Parecía como si aquella cosa tuviera una bombilla pegada al brazo.
El monstruo continuó saliendo. Dejó caer una pierna; su pie era una masa carnosa, con cuatro bultos por dedos que se retorcían como los de las manos. Y en la rodilla había otra de aquellas increíbles esferas de luz naranja, que parecían nacer en la propia piel.
—¿Qué es eso? —gritó Minho por encima del ruido de la tormenta que se avecinaba.
No hubo respuesta. Thomas, aturdido, miraba a la criatura, hipnotizado y aterrado al mismo tiempo. Al final consiguió apartar la mirada lo suficiente para ver que unos monstruos similares salían de cada vaina, todos simultáneamente. Luego volvió su atención al que estaba más cerca.
De algún modo, había conseguido bastante impulso con la pierna y el brazo derecho para empezar a tirar del resto del cuerpo. Thomas siguió observando, presa del terror, mientras aquella cosa abominable se retorcía hasta que sacó el cuerpo por la abertura de la vaina y cayó tropezando al suelo. De una forma similar a la humana, aunque al menos medio metro más alto que cualquiera de allí, aquel cuerpo grueso se hallaba desnudo y lleno de agujeros y arrugas. Más inquietantes eran aquellas protuberancias bulbosas, tal vez unas dos docenas esparcidas por todo su cuerpo que brillaban con una luz naranja resplandeciente. Tenía varias en el pecho y en la espalda. Una en cada codo y cada rodilla —la bombilla de la rodilla derecha se había roto en un aluvión de chispas cuando la criatura aterrizó en el suelo— y varias sobresalían de un gran bulto de… lo que tenía que ser la cabeza, aunque no tenía ojos, nariz, boca u orejas. Ni tampoco pelo.
El monstruo se puso de pie, se balanceó un poco mientras mantenía el equilibrio y después se dio la vuelta, de cara al grupo de humanos. Un vistazo rápido mostró que cada vaina había soltado a su criatura y ahora todas estaban en círculo alrededor de los clarianos y el Grupo B.
Al unísono, las criaturas levantaron los brazos hasta que apuntaron al cielo. Entonces, todas a la vez, dispararon unas hojas que salieron de las puntas de sus dedos, pequeños y gruesos, y de sus hombros. Los destellos de los relámpagos del cielo se reflejaron en su afilada superficie, plateada y reluciente. Aunque no había ni rastro de ningún tipo de boca, un espeluznante y mortal gemido emanó de sus cuerpos. Era un sonido que Thomas podía sentir más que oír. Y tenía que ser muy fuerte para sobresalir por encima de los terribles truenos.
Quizás hubieran sido mejor los laceradores
—dijo Teresa dentro de la mente de Thomas.
Bueno, son bastante parecidos como para que supongamos quién los ha creado
—respondió, esforzándose por mantenerse tranquilo.
Minho se volvió enseguida de cara al grupo de personas boquiabiertas que rodeaba a Thomas.
—¡Hay más o menos uno para cada uno! ¡Coged lo que tengáis como armas!
Casi como si hubieran oído el desafío, las criaturas bombilla empezaron a moverse, a caminar hacia delante. Los primeros pasos fueron torpes, pero se hicieron más firmes, fuertes y ágiles. A cada paso estaban más cerca.
Teresa le pasó a Thomas un cuchillo muy largo, casi una espada. No se imaginaba dónde podía haber estado escondiendo la chica aquellas cosas, pero ella misma llevaba ahora un puñal además de su lanza.
Mientras los gigantes iluminados se acercaban, Minho y Harriet hablaban con sus respectivos grupos, los desplazaban, los posicionaban, pero el viento se llevó sus gritos y órdenes antes de que Thomas pudiera oír nada. Se atrevió a apartar los ojos de los monstruos el tiempo suficiente para mirar al cielo. Unos brotes de luz se bifurcaron y arquearon por debajo de las oscuras nubes, que parecían colgar a tan sólo tres metros por encima de sus cabezas. El olor acre de la electricidad impregnaba el aire.
Thomas volvió a bajar la vista y se concentró en la criatura que estaba más cerca de él. Minho y Harriet habían conseguido que sus grupos permanecieran juntos, formando un círculo semiperfecto, mirando hacia fuera. Teresa estaba al lado de Thomas y él le habría dicho algo de habérsele ocurrido. Se había quedado sin habla.
Las últimas abominaciones de CRUEL estaban a tan sólo diez metros de distancia.
Teresa le dio un codazo en las costillas. Miró para ver que estaba señalando a una de las criaturas. Le decía a Thomas —se aseguraba de que lo supiera— que había elegido a su adversario. El muchacho asintió y luego hizo un gesto hacia aquel en el que había estado pensando todo el rato.
Seis metros.
A Thomas de repente se le ocurrió que era un error esperarlos, que necesitaban dispersarse más. Minho debió de tener la misma idea.
—¡Ahora! —gritó su líder, un rugido distante por los ruidos de la tormenta—. ¡A por ellos!
Un montón de ideas dieron vueltas en la cabeza de Thomas en aquel instante. Estaba preocupado por Teresa, a pesar de los cambios entre ellos. Estaba preocupado por Brenda, que se hallaba estoicamente a tan sólo unas personas de él en la misma fila, y lamentaba no haber hablado apenas con ella desde que volvieron a encontrarse. Se la imaginaba, después de haber hecho todo ese camino, muerta a manos de una feroz criatura. Pensó en los laceradores y en cuando Chuck, Teresa y él volvieron al Laberinto para llegar al Precipicio y al Agujero, mientras los clarianos luchaban y morían por ellos, para que pudieran introducir el código que lo paraba todo.
Pensó en todo por lo que habían pasado para llegar hasta allí y de nuevo enfrentarse a un ejército biotecnológico enviado por CRUEL. Se preguntó qué significaba todo aquello, si merecía la pena seguir intentando sobrevivir. La imagen de Chuck recibiendo en su lugar aquella puñalada le vino a la mente. Y eso fue determinante, le sacó de los nanosegundos de miedo y duda bloqueada. Gritando con los pulmones llenos, empuñó el enorme cuchillo con ambas manos por encima de su cabeza y echó a correr, directo al monstruo.
A su izquierda y derecha, los demás también arremetieron, pero él los ignoró. Tuvo que hacerlo, se obligó a sí mismo. Si no podía encargarse de su propia tarea, preocuparse por los otros no significaría nada.
Se acercó. Cuatro metros. Tres metros. Un metro y medio. La criatura había dejado de caminar y colocaba sus piernas en posición de ataque, con las manos extendidas y las hojas apuntando directamente a Thomas. Aquellas resplandecientes luces naranjas eran ahora intermitentes, brillaban y se apagaban, brillaban y se apagaban, como si de verdad aquella cosa horrible tuviera un corazón allí dentro. Era perturbador ver que el monstruo no tenía cara, pero a Thomas le ayudaba a pensar que sólo era una máquina. Nada más que un arma creada por el hombre que quería matarle.
Justo antes de que llegara a la criatura, Thomas tomó una decisión. Se deslizó sobre sus rodillas y espinillas, y describió un arco con aquella arma similar a una espada para clavársela al monstruo en la pierna izquierda, con un poderoso golpe mientras la sujetaba con las dos manos. El cuchillo penetró un par de centímetros en la piel, pero después topó con algo lo bastante duro para enviar una sacudida a ambos brazos de Thomas.