Las poseídas de Stepford (15 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

BOOK: Las poseídas de Stepford
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No sólo Walter, advirtió de pronto. Todos debían haber salido en su persecución, y seguramente estarían controlando las carreteras con linternas y faros. ¿Cómo iban a permitir que se les escapara y luego contara el cuento? Cualquier hombre era una amenaza; cualquier auto, un peligro. Tendría que comprobar que el marido de Ruthanne no estaba ahí, antes de tocar el timbre: mirar por las ventanas, y asegurarse.

Oh, Dios, ¿podría escapar? Ninguna de las otras había podido. Pero tal vez ninguna lo hubiera intentado. No lo había intentado Bobbie, ni Charmaine. Tal vez ella era la primera en descubrir las cosas a tiempo. Si todavía era tiempo...

Dejó Winter Hill, y siguió andando apresuradamente por Talcott Lane.

Delante brillaron faros, y un coche dobló desde un camino lateral, y avanzó por la mano opuesta. Joanna se acurrucó junto a otro auto estacionado, se congeló; una ola de luz pasó por debajo de ella, y el coche siguió de largo. Permaneció quieta, mirando: andaba lentamente y —no cabía duda— el rayo de una linterna se proyectaba desde su interior, y recorría con una viva claridad tambaleante los frentes de las casas y los canteros de nieve.

Se alejó de prisa, camino abajo, junto a las casas silenciosas con ventanas iluminadas de Navidad y puertas guarnecidas de luces navideñas. Al final de Talcott, se extendía la carretera de Old Norwood, y desde allí tomaría por Chimmey o por Hunnicut.

Cerca, ladraba un perro; ladró furiosamente; pero el ladrido se fue apagando a su espalda, a medida que aceleraba el paso hacia delante.

Una rama caída apoyaba su brazo negro sobre la nieve pisoteada; le plantó la bota encima, la partió por la mitad y siguió caminando rápidamente, con media rama húmeda y fría apretada en la mano, a través del guante fino.

Una linterna fulguró en Pine Tree Lane. Joanna echó a correr en medio de dos casas; corrió sobre nieve hacia la cúpula de nieve de un arbusto; se acurrucó detrás, jadeante, y apretó más la rama en la mano dolorida de frío.

Se asomó a mirar... los fondos de las casas con sus ventanas encendidas. Desde el tejado de una, un reguero de chispas rojas subió y danzó en el aire, para morir entre las estrellas.

El haz de la linterna se acercaba, oscilando entre las dos casas, y ella volvió a encogerse detrás del arbusto. Se friccionó una rodilla cubierta por la media, y abrigó la otra con el hueco del codo.

Una pálida claridad osciló hacia ella, por encima de la nieve, y puntos de luz se deslizaron por encima de su falda y de su mano enguantada.

Aguardó, aguardó más tiempo y se asomó.

Una oscura silueta de hombre se alejaba en medio de las casas, por una franja de nieve iluminada.

Aguardó a que el hombre hubiera desaparecido, y se encaminó de prisa a la calle próxima. ¿Hickory Lane? ¿Switzer? No estaba segura, pero las dos conducían a Short Ridge Road.

Tenía los pies entumecidos a pesar del forro de piel de las botas.

Una luz brilló, cegadora, y Joanna se volvió y hecho a correr. Una luz, enfrente, se balanceó hacia ella, y la eludió corriendo a una calle lateral, corrió cuesta arriba por una calzada despejada; pasó al costado de un garaje, y siguió corriendo cuesta abajo, por una larga pendiente de nieve. Resbaló y cayó; se arrastró gateando hasta ponerse de pie, sin soltar la rama —las luces se bamboleaban hacia ella— y corrió sobre la nieve llana. Una luz se abalanzó hacia ella. Se volvió: no había más que una llanura de nieve, sin ningún escondrijo; y se volvió de nuevo, y permaneció inmóvil en el mismo lugar, jadeando. «¡Váyanse!», gritó a las luces que la acorralaban, oscilantes, dos a un lado, una al otro lado. Esgrimió la rama: «¡Váyanse!»

Los haces de las linternas se balancearon, se movieron más despacio y se concentraron sobre ella, con una irradiación cegadora.

—¡Váyanse! —gritó Joanna, cubriéndose los ojos.

La luz se atenuó.

—Apáguenlas. No vamos a hacerle daño, Mrs. Eberhart —dijo una voz.

—No tenga miedo, somos amigos de Walter —dijo otra.

La luz se apagó; ella bajó la mano.

—Y amigos suyos, también. Yo soy Frank Roddenberry. Usted me conoce.

—Tranquilícese. Nadie va a hacerle ningún daño —dijo alguien.

Sombras más oscuras que la oscuridad se erguían ante ella.

—No se acerquen —dijo Joanna, levantando más la rama.

—No necesita eso.

—No vamos a hacerle daño.

—¡Entonces, váyanse!

—Todo el mundo ha salido a buscarla —dijo Frank Roddenberry—. Walter está realmente preocupado.

—De eso no me cabe duda.

Estaban parados frente a ella, a unos cuatro o cinco metros: eran tres hombres.

—No debería andar corriendo por la calle así, desabrigada —dijo uno de ellos.

—¡Váyanse!

—Deje eso. Nadie va a hacerle daño —dijo Frank.

—Mrs. Eberhart, estuve hablando por teléfono con Walter no hace ni cinco minutos. —Era el hombre del medio—. Sabemos esa idea que se le ha metido. Está equivocada, Mrs. Eberhart. Créame, no hay nada de eso.

—Nadie está fabricando robots —dijo Frank.

—Usted debe pensar que somos muchísimo más inteligentes de lo que somos en realidad —intervino el hombre del medio—. ¿Robots capaces de manejar autos? ¿Y cocinar? ¿Y hacer las trenzas de las chicas?

—¿Y tan parecidos a mujeres reales que los chicos no se den cuenta? —dijo el tercer hombre. Era bajo y corpulento.

—Debe creer que somos una comunidad de genios —dijo el hombre del medio—. Créame, no lo somos.

—Ustedes son los hombres que nos llevaron a la Luna —arguyó Joanna.

—¿Quién hizo eso? —dijo el hombre—. Yo no. Frank, ¿tú llevaste a alguien a la Luna? ¿Y tú, Bernie?

—Yo no —dijo Frank.

El hombre bajo se hecho a reír.

—Yo tampoco, Win —dijo—. A menos que lo haya olvidado.

—Creo que nos confunde con otros tipos —dijo el hombre del medio—. Leonardo da Vinci y Albert Einstein, quizá.

—¡Caray! No queremos robots por esposas —dijo el hombre bajo—. Queremos mujeres de carne y hueso.

—Váyanse y déjenme seguir mi camino.

Se quedaron allí, más oscuros que la oscuridad.

—Joanna —empezó Frank—. Si usted estuviera en lo cierto, y fuéramos capaces de fabricar robots tan fantásticos y con tal apariencia de vida, ¿no cree que lo explotaríamos de algún modo?

—Efectivamente —aprobó el hombre del medio—. Con un invento así podríamos ganar una fortuna.

—Tal vez lo hagan más adelante —dijo Joanna—. Tal vez esto no sea más que el principio.

—¡Oh, Señor! Usted tiene una respuesta lista para todo —dijo el hombre—. Debería haber sido usted el abogado, no Walter.

Frank y el tipo se rieron. —Vamos, Joanna —dijo Frank—, deje ya ese p-palo, o lo que sea, y...

—¡Váyanse y déjenme seguir mi camino!

—No podemos —dijo el hombre del medio—. Pescará una pulmonía, o la atropellará un auto.

—Voy a ir a casa de una amiga. Estaré bajo techo en unos minutos. Lo estaría ahora mismo, si ustedes no hubieran... ¡Oh, Dios! —Bajó la rama y se friccionó el brazo; se frotó los ojos y la frente, tiritando.

—¿Nos permitirá probarle que está en un error? —dijo el hombre del medio—. Después la llevaremos a su hogar, y podrá tener asistencia médica si la necesita.

Ella miró la silueta oscura.

—¿Probármelo?

—Pasaremos antes por la casa... Me refiero a la casa de la «Asociación de Hombres».

—¡Oh, no!

—¡Aguarde un segundo! ¡Déjeme hablar, por favor! La llevaremos a la casa y podrá registrarla de punta a punta. Estoy seguro de que nadie se opondrá, dadas las circunstancias. Y verá que allí...

—No voy a poner un pie en...

—Verá que allí no hay ninguna fábrica de robots. Hay un bar, una sala de juego y algunas habitaciones más, eso es todo. Hay un proyector de cine y unas cuantas películas muy censuradas: ahí tiene nuestro gran secreto.

—Y las máquinas tragaperras —añadió el tipo bajo.

—Sí. Adquirimos unas máquinas tragaperras.

—No pondré un pie allí sin una guardia armada —dijo Joanna—. De militares mujeres.

—Haremos salir a todo el mundo —dijo Frank—. Tendrá toda la sede p-para usted sola.

—No quiero ir.

—Mrs. Eberhart —dijo el hombre del medio—. Estamos procurando tratarla con toda la cortesía imaginable, pero el tiempo que podemos pasar aquí parlamentando tiene un límite.

—Espera un minuto —dijo el tipo bajo—. Se me ocurre una idea. Supongamos que una de esas mujeres que usted cree robots, se hiciera un tajo en el dedo, y sangrara. ¿Bastaría eso para convencerla de que es una persona real? ¿O diría que fabricamos robots con sangre debajo de la piel?

—Bernie, por el amor de Dios... —dijo el hombre del medio.

Y Frank añadió:

—No puedes... pedirle a alguien que se corte el dedo, sólo para...

—¿Quieren dejar que ella conteste la pregunta, por favor? ¿Y bien, Mrs. Eberhart? ¿La convencería esto? ¿Si se cortan un dedo y sangrara?

—Bernie...

—¡Maldición!, déjenla contestar a ella.

Joanna se quedó mirándolo, azorada, y asintió con la cabeza.

—Si sangrara, yo... pensaría que es... real.

—No vamos a pedirle a nadie que se haga un tajo. Iremos a...

—Bobbie se prestaría —dijo Joanna—. Si es realmente Bobbie. Es mi amiga. Hablo de Bobbie Markowe.

—¿Vive en Fox Hollow Lane? —preguntó el hombre bajo.

—Sí.

—¿Ven? —dijo el hombre—. A dos pasos de aquí. Piensen un segundo, ¿quieren? Evitamos todo el viaje hasta el Centro, y no obligamos a Mrs. Eberhart a ir adonde no desea ir...

Nadie dijo nada.

—Supongo que no es... una mala idea —admitió Frank, después de un momento—. Podríamos hablar a Mrs. Markowe...

—No sangrará —dijo Joanna.

—Sangrará —afirmó el hombre del medio—. Y entonces usted se dará cuenta de que está equivocada, y permitirá que la llevemos a su casa y a Walter, sin más discusión.

—Si sangra, sí.

—De acuerdo —concluyó el hombre—. Tú, Frank, corre a casa de Mrs. Markowe, ve si está, y explícale las cosas. Voy a dejar mi linterna aquí en el suelo, Mrs. Eberhart. Bernie y yo nos adelantaremos un poco, y usted la recoge y nos sigue a la distancia que le resulte tranquilizadora. Pero mantengámonos enfocados con el haz de la linterna, para que sepamos que no se ha ido. Voy a dejarle mi chaquetón, además. Póngaselo. Oigo castañetear sus dientes.

Estaba equivocada, lo sabía. Equivocada, aterida, húmeda, muerta de cansancio y de hambre, arrastrada en dieciocho direcciones por exigencias conflictivas, entre ellas la de hacer pis.

Si fueran asesinos, la habrían matado entonces. La rama no habría detenido a tres hombres contra una mujer sola.

Alzó la rama y la miró, mientras caminaba lentamente, con los pies doloridos. La dejó caer. Tenía el guante húmedo y sucio, y los dedos helados. Se los restregó y metió la mano bajo la otra axila. La linterna era larga y pesada: la mantuvo tan firme como pudo.

Los hombres caminaban delante, a pasos cortos. El bajo llevaba chaqueta marrón y gorra de cuero rojo; el alto, camisa verde y pantalones tostados, metidos en las botas oscuras. Tenía el pelo de un rubio rojizo.

Su chaquetón de badana reposaba, tibio sobre los hombros de Joanna, envolviéndola en un olor fuerte y saludable; olor a animal, a vida.

Bobbie iba a sangrar. Era pura coincidencia que Dale Coba hubiera trabajado en robots para Disneylandia, y que Claude Axhelm se las echara de Henry Higgins, que Ike Mazzard dibujara sus croquis halagüeños. Coincidencia que ella se hubiera ofuscado hasta..., hasta la locura. Sí, locura. («No es catastrófico —había dicho la doctora Fancher sonriendo—. Estoy segura de poder ayudarla.»)

Bobbie iba a sangrar, y ella volvería a su casa y entraría en calor.

¿A su casa, con Walter?

¿Cuándo había empezado a desconfiar de él, a sentir que nada los unía? ¿De cuál de los dos era la culpa?

Se le había puesto la cara más redonda. ¿Por qué no lo había advertido hasta hoy? ¿Había estado demasiado ocupada tomando fotografías, trabajando en el cuarto oscuro?

Llamaría a la doctora Fancher el lunes, iría a tenderse en el diván de cuero marrón; lloraría un poco, probablemente, y procuraría llegar a ser feliz.

Los hombres aguardaban en la esquina de Fox Hollow Lane.

Se obligó a caminar más de prisa.

Frank estaba esperando en la puerta iluminada de Bobbie. Los hombres conversaron con él y se volvieron a Joanna que avanzaba lentamente por el senderito.

Frank sonrió:

—Dice que sí, que lo hará con gusto si eso representa un alivio para usted.

Joanna entregó la linterna al hombre de la camisa verde. Su cara, ancha y curtida tenía una expresión enérgica; le sacó de los hombros su chaquetón y dijo:

—Nosotros esperaremos aquí.

—No es necesario que ella se...

—Sí, lo es. Ande, o volverá a empezar con sus cavilaciones.

Frank salió al umbral y anunció:

—Está en la cocina.

Joanna entró en la casa, y se sintió inmediatamente envuelta en su tibieza. Una música de rock trompeteó y aporreó desde el piso alto.

Recorrió el pasillo, flexionando las manos doloridas.

Bobbie estaba esperando, parada en la cocina; vestía pantalones rojos y delantal con una enorme margarita aplicada.

—Hola, Joanna —dijo, sonriendo.

Una Bobbie acicalada y pechugona. Pero no un robot.

—Hola —dijo Joanna. Se aferró a la jamba de la puerta, se reclinó y apoyó la cabeza.

—Lamento saber que estás en semejante estado.

—Lamento estar en él.

—No me importa cortarme un poco el dedo si eso va a sosegar tu mente.

Bobbie se dirigió a una alacena. Su andar era suave, parejo, gracioso. Abrió un cajón.

—Bobbie... —dijo Joanna. Cerró un momento los ojos, y los abrió de nuevo—. ¿Eres realmente Bobbie?

—Por supuesto que sí —dijo Bobbie con una cuchilla en la mano. Fue hasta el fregadero y añadió—: Acércate. Desde ahí. no puedes ver.

La música de rock atronó.

—¿Qué pasa arriba? —preguntó Joanna.

—No sé. Dave tiene allí a los chicos. Acércate. No puedes ver.

La cuchilla era grande y de hoja puntiaguda.

—Te vas a amputar la mano con esa cosa —dijo Joanna.

—Tendré cuidado —sonrió Bobbie—. Acércate. —Y le hizo una seña, empuñando la cuchilla.

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