—¿Qué hacés acá? Deberías estar en el gimnasio. ¿No vas a que te expliquen el misterio del campanario?
—¿Qué van a decir? Va a ser como cualquier otra cosa. Como cualquier otra historia, como la reconciliación y la sanación del país, como la concupiscencia o la tentación de la carne: pura retórica. Creo que todo funcionaba mejor cuando a cada pecado le correspondía un demonio. Era todo mucho más claro.
—Pensé que a vos te gustaban los policiales.
—Pero la Biblia no es un policial.
—Depende.
—Hermana Virginia, creo que Felisa va a tirarse por la ventana del quinto piso.
La sorpresa en la cara de la monja bibliotecaria duró muy poco. Dejó sobre el escritorio el libro que tenía en la mano, retiró una silla y se sentó frente a mí.
—No. No sabemos lo que va a hacer Felisa.
—Acabo de verla. Está totalmente trastornada.
—No, vos no la viste porque estuviste conmigo todo el tiempo. Me estuviste ayudando con los libros nuevos.
—¿Y eso por qué?
—Porque es mejor que no te metas, que no sepas. Hay cosas que no entenderías. Si es que salta, pero no va a saltar, quedate tranquila, es mejor decir que estaba sola, que se autodefenestró. Igual que Jezabel, que ya se había condenado a sí misma mucho antes de que llegaran sus asesinos. ¿No es gracioso cómo usamos las palabras sin saber en realidad lo que decimos? Defenestrar quiere decir eso literalmente: arrojar a alguien por una ventana. A Jezabel la defenestraron sus propios eunucos. Hay un grabado de Doré muy lindo sobre esa escena, si te fijás bien podés ver cómo ella trata de agarrarse a la pared hasta con el pie mientras abajo la esperan los perros para despedazarla.
—Eso no tiene nada que ver con Felisa.
—Pero perros hay acá lo mismo que en todas partes.
Fue en ese momento, en la biblioteca, la primera vez que me vi como me veía la hermana Virginia. Como realmente era. No como López (López había desaparecido ese domingo en el auto de Nicolás Arguibel). Ni siquiera como María de la Cruz. Vi lo absurdo de cualquier resistencia, de la rebelión tan esperada. Vi mi vulgaridad; la trama que me excedía. Virginia me pasó una de las cajas y me señaló un estante. Mientras acomodaba los libros (decenas de copias baratas de la traducción que Silvina Ocampo había hecho cuando era muy joven de
Las aventuras de Querubina
, lectura obligatoria en quinto grado de la primaria) oí el escándalo en las escaleras. Tres monjas subieron y volvieron a bajar. Hubo gritos, después silencio. Al rato se oyeron los pasos de las clarisas rumbo a las aulas.
Felisa no saltó por la ventana. Se quedó ahí hasta que las monjas fueron a buscarla, riendo, gritando y tirando su ropa hacia el patio, mientras las clarisas que iban hacia el gimnasio se detenían a mirarla, alucinadas. Su nuevo estado y la muerte de Natalia acabaron completándose mutuamente hasta encontrar la explicación que más les convenía: Felisa había estado en el campanario ese viernes (la llave estaba en el bolsillo de su túnica). Era ahí donde pasaba sus horas libres y los recreos, lejos de todas, alimentando sus trastornos y velando a su madre muerta (la abuela Fontes reconoció a Vera en las fotografías que un antiguo vecino le había tomado cuando era niña). La hermana Patricia fue especialmente creativa en sus interpretaciones. Sin usar las palabras «abuso», «locura» o «trauma» llegó a elaborar una complicada teoría de transferencia entre la historia del fantasma de una chica que tenía visiones y la de otra que se resistía a salir de un estado permanente de duelo y melancolía. Todo hubiera podido solucionarse con terapia. El problema era que ese viernes Natalia había seguido a Felisa hasta el campanario. Nadie sabía bien qué había pasado en la torre pero era obvio que el accidente había sido demasiado para Felisa, que seguramente también se culpaba por eso. La muerte de Natalia había sido la última gota, la que había terminado de desequilibrarla para siempre. Su padre tuvo que regresar de Europa para llevársela a una clínica psiquiátrica.
Yo, como siempre, no dije nada. Estaba demasiado ocupada tratando de entender mi nuevo atractivo.
No sé cómo fue para las demás, pero para mí conocer y desconocer a Felisa fue el comienzo de la vida verdadera. Las cosas tienden a romperse, a desunirse, a desacoplarse naturalmente. Nada de lo que hacemos tiene otra función más que acelerar ese proceso. Son muy raros los casos en los que ocurre lo contrario —cualquier acercamiento, cualquier intimidad lleva consigo la semilla potencialmente destructora del amor. La depravación absoluta no está reservada a los demonios. La depravación absoluta es la aceptación de esa verdad que te envuelve con su rara belleza. No hace falta comprender más que esa ley para entrar sin problemas en la música del mundo y su constante negación de la vida.
Las clarisas, en cambio, siguieron intentando entender, darle vueltas a la trama. Igual que los perros de Jezabel. Pero ya nadie hablaba de Marcelina ni de mensajes celestes.
Hablaban de Felisa.
De sus talentos artísticos.
De su nihilismo creativo.
De su virginidad.
De su locura.
De su clóset secreto.
De sus músicos favoritos.
De las drogas que le habían freído el cerebro.
De su diario íntimo.
De las múltiples violaciones que había sufrido desde chica.
De su poesía.
Se corregían entre sí y volvían a empezar.
Para mí, hablaban del amor: hablaban de Felisa.
BETINA GONZÁLEZ. Nació en la provincia de Buenos Aires en 1972. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, donde también trabajó como docente e investigadora. En el año 2003 se mudó a la frontera méxico-estadounidense para cursar una maestría bilingüe en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso. Ha publicado cuentos, poemas y ensayos en revistas mexicanas y argentinas. Actualmente vive en Pittsburgh, Estados Unidos. En 2006 su primera novela,
Arte menor
, obtuvo el Premio Clarín de Novela, otorgado por un jurado compuesto por José Saramago, Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson. También publicó el libro de relatos
Juego de playa
(2008).