Mientras Felisa iba y venía por la sala, descolgando los cuadros, se oyeron pasos en el piso de arriba. Quise detenerla, pero mis piernas ni siquiera se movieron y de mi boca salió un aire mudo. Ella siguió como si no oyera nada, como si ni siquiera supiera que yo estaba ahí.
—Al despedirse de sus pocos amigos, dicen que preguntó: «¿Qué me harán por lo que ignoro, si por lo que sé me han muerto?».
I know, all very dramatic for a doctor
, pero nadie le contestó nada, porque allá la gente no es tan leída como se cree y acá tampoco, pero acá al menos nadie lo molestaba, y se pudo encerrar en su palacio de piedra a perseguir la inocencia de los ángeles… ¡Con una cámara de fotos!…
I say, that’s style, isn’t it?
—Acá su grito me tomó por sorpresa—. Ahí, donde menos te lo esperás,
that’s really style
.
La última réplica acompañó la carrera de su cuerpo, que alcanzó de un salto la mesa de la sala. En el camino, volteó una lámpara y varias estatuitas de porcelana. Medio acostada sobre su espalda, mirando al techo, como si de pronto se hubiera desconectado completamente de su relato, Felisa cantó, gritó o lloró (de verdad no sé cuál es el verbo que mejor describiría los sonidos que su cuerpo producía) unos versos de Pink Floyd. Al hacerlo, su voz sonó más espesa, casi ronca. Desde entonces, siempre que oigo esas líneas, no oigo una de las canciones más trilladas de la historia del rock. Oigo a Felisa:
So, so you think you can tell,
Heaven from Hell, blue skies from pain…
Can you tell a green field from a cold steel rail?
A smile from a veil? Do you think you can tell?
Después, rió o tosió y, con la misma rapidez que había saltado, se sentó en la mesa, cruzó las piernas, se acomodó el pelo y volvió a mirarme:
—Una de las primeras cosas que hizo Roderick fue enseñarme esa canción en la guitarra, lástima que no se me ocurrió traerla.
Los pasos se habían detenido con el grito de Felisa, pero ahora habían vuelto. Yo los oía con total claridad, los oía con la mente, con el corazón, con todo el cuerpo, y sabía que en cualquier momento llegarían a las escaleras.
—La cuestión es que el hombre, ¿ya te dije que se llamaba míster Lambert?, creía que sí se podía, de verdad, de verdad creía que en las niñas como Vera podía espiarse el cielo. Todo muy científico y muy religioso o muy de alguien a quien de verdad, de verdad se le ha botado la canica. Pero no vayas a creer que se trataba de otra cosa, como todo el mundo o como la pobre Vera, que acabó enamorándose del señor y volviéndose loca, loca, loca de odio cuando él dejó de interesarse en ella porque,
come on
, el cielo en las niñas nunca dura muchos años. Mucho menos para Vera, que en todo siempre fue demasiado precoz. No. Para míster Lambert, con la adolescencia se acababa todo: el juego, la gracia
and the research
. Pero no para Vera. ¿Y qué crees que hizo ni bien dejó de ser bienvenida en el palacio de piedra? Lo que nadie hubiera creído posible. No, no dejó de crecer (aunque eso es lo que ella hubiera querido). No, la pequeña Vera no se dio por vencida, todo lo contrario, salió al mundo y empezó a conseguir nuevas modelos para míster Lambert: amigas de un día que conocía en la calle o en alguna plaza, chicas de la escuela, primas lejanas que llegaban sin avisar y se iban sin despedirse dejando un poco de su reflejo para míster Lambert. Un rosario entero de chicas que al pasar los años se hicieron más difíciles de conseguir. Hasta su propia hermana menor. Pero nadie contaba con que Vera se fuera haciendo más vieja y más sabia, y eso fue exactamente lo que pasó: Vera se hizo la más vieja y la más sabia de todas, pero por las dudas también rezó y rezó para que los ángeles le dieran una sola, una sola niña perfecta con la que pudiera seguir jugando en el cielo de esta casa.
La voz de Felisa había ido bajando hasta volverse un suspiro. La vi pálida, transpirada y con la boca seca. Y en ese momento, entre el calor y la amargura en mi estómago, lo que fuera que se hubiera apoderado de ella acabó de entrar en mí.
En la pared de la sala quedaban pocos cuadros y los pasos se habían detenido en una sombra al comienzo de las escaleras. Con una fuerza que me sorprendió más a mí misma que a ella, levanté una lámpara de pie y la arrojé como una lanza contra las puertas de la galería. La casa entera se sacudió. Felisa soltó una carcajada y me siguió con los pocos objetos que quedaban sobre la mesa: un pisapapeles de metal, un cenicero, algunas tazas. Yo sentía que con cada ruido, con cada nuevo objeto que rompíamos, el calor, que era como una sed del cuerpo entero, disminuía. Y aunque volaba en fiebre, con cada estallido me volvía cada vez más liviana, me iba deshaciendo en un vértigo parecido a un ahogo o a una vaga repugnancia.
No podía, no quería pensar. Solamente quería que esa rabia, esa inmensa alegría animal no se acabara nunca. Y aunque debería haber pensado más, y, sobre todo, aunque debería haber visto y oído y hablado más, no quise. Por un tiempo, sólo fuimos Felisa y yo y la fuerza de nuestros brazos. Y en lo único que yo podía pensar era en cuántas cosas más seríamos capaces de destrozar ese día.
«En el pecado se lleva la penitencia.» La madre Imelda pronunció la frase sin mirarnos, de cara a la ventana de la rectoría, los dedos ocupados en el rosario que pendía de su cintura, como si sus manos tuvieran mejores cosas que hacer que el resto de su cuerpo. Felisa no apartaba la vista de un punto fijo a la altura de su cofia. Yo, en cambio, lo veía todo. Los muebles hartos de tragarse la luz de las ventanas, la sangre del Sagrado Corazón, la silla en la que el tedio de tantas chicas todavía hablaba.
Si con esa sentencia la madre superiora pretendía dejar en nuestras manos o en el curso natural del pecado el castigo que nos correspondía, significaba que Felisa y yo habíamos ido más lejos, que ya estábamos en algún lugar entre la vida suspendida y la vida real, un limbo al que no afectaban las amonestaciones o la divina amenaza. Un lugar en el que ya no había nada que hacer salvo esperar.
Como la flor en la semilla, como el fruto en la flor, como la podredumbre que late en el azúcar del fruto, el pecado avanzaba su ciclo de vida y muerte adentro nuestro. También eso lo vi con total claridad. ¿Podía ser que todo fuera tan fácil? La madre superiora no sabía ni la mitad de lo que Felisa y yo habíamos hecho el día anterior pero parecía adivinarlo. Para nosotras no alcanzaban las penitencias contables, sólo cabía esperar el renacimiento en el pecado.
Habíamos entrado a dos casas más ese día. Sólo a los jardines. Pero desde allí habíamos arrojado piedras a las ventanas, destrozado estatuas de ninfas y macetas y liberado animales domésticos, un perro que nos siguió por unas cuadras y un loro con las alas recortadas. Yo todo lo recordaba como una carrera hacia el río, una carrera impulsada por la urgencia del descubrimiento: la felicidad es el sonido de algo que se rompe, ese instante entre el ser perfecto del objeto y su fantasma, entre el sí y el no, entre la autosuficiencia de la forma y la liberación de su pluralidad secreta.
También recordaba haber vomitado en un rincón del porche de una de esas casas. Un líquido morado y espumoso que antes había sido té, que antes había sido flor, que antes había sido semilla. «Es normal», dijo Felisa. «Es normal. Siempre pasa con la Flor del Ángel.» Y me sostuvo la cabeza. Cuando pasaron las arcadas, vi que había vomitado sobre una pila de raquetas, zapatillas y pelotas que la gente de esa casa guardaba al aire libre. Toda una triste familia deportiva se revolvía en ese cajón de madera; un cajón de cosas listas para usar, embarradas de usos anteriores, de pasto, de sudor y de costumbre. También eso lo vi con claridad, los sentidos afilados por la flor que crecía en mi estómago.
Resultó que esa casa era de los Arguibel, que esa familia deportiva era la de Marisol y que todos pensaron que ese líquido asqueroso era una afrenta deliberada a sus ceremonias de natural esparcimiento. Todas, incluidas las monjas y las profesoras, rodearon a la Reina con nuevas muestras de cortesía y adoración. Nadie conectó nuestra escapada con la serie de destrozos que había sacudido el barrio. Se habló de una pandilla, de «la diferencia entre libertad y libertinaje», de la mala educación de los muchachos consentidos, de los efectos de la música punk. La madre Imelda pensaría en todo eso cuando decidió que ni siquiera merecíamos un castigo por habernos escapado del colegio. Pensaría en la hermana Silvia y en el exhibicionista, en cuándo dejaría de llover, en cómo y por qué Dios elegía formas tan vulgares de señalar un camino.
Porque había un camino. Felisa y yo lo sabíamos sin necesidad de decirlo. Yo creía que Felisa y yo veíamos lo mismo, una inminencia, un advenimiento en los ojos clausurados de nuestras compañeras y de eso, de esa gracia, de esa comprensión, huíamos.
López no. López se limitaba a anotar para el futuro. López sabía que tenía un futuro. Al día siguiente le dolía la cabeza y trató de convencerse de que todo aquello, esos ímpetus, esa carrera bajo el agua, había sido un sueño. Podría haberlo sido, excepto por la claridad con la que ahora veía las cosas. Una luz distinta iluminaba las aulas del colegio, las calles de ese barrio insignificante, los perros callejeros. Hasta le había costado vestirse esa mañana. Su ropa le había parecido un epílogo y no un comienzo, su cara en el espejo, tan lejana de la verdad que no convenía mirarla demasiado. También podía oír el ruido de las imágenes descascarándose en sus pedestales, las células de piel adolescente cayendo sobre la madera de los escritorios; por todas partes y en todo momento, la música cierta de la descomposición.
El efecto duró unos días, días en los que las formas de los hombres y su empresa se me presentaron agotadas. Cualquier objeto, por mínimo que fuera, cedía ante su propio ridículo y revelaba su enemistad natural. Donde todos veían una bicicleta abandonada sobre el césped con las ruedas todavía en movimiento, yo adivinaba el goce del equilibrio roto, la riqueza del accidente; lo que para todos eran jardines elegantes, para mí eran artificios de aplazamiento y acumulación; gente que creía que porque gastaba suntuosamente sus días podía detenerlos, que vivía amparada por el mal gusto de sus estatuas, de sus jardineros, de sus acoplamientos de fin de semana. Pero mis favoritos eran los coches. Una piedra bien lanzada podía crear un vitral de mil digresiones en lo que antes era una ventanilla o un parabrisas; si además era uno de esos autos importados, con alarmas, el placer del estruendo se multiplicaba en el desconcierto de los dueños, que, despojados de la máscara de urbanidad con la que regaban las plantas todos los días, corrían por la vereda descalzos y dispuestos a todo con tal de salvar lo que quedara de esa complacencia, de esa seguridad.
Seguí haciéndolo. Sin plan ni método. Porque sí, porque podía. A pesar de López, que todavía se preguntaba por qué, que todavía quería creer que estaba intoxicada. Resistir el impulso era mucho peor; resistir significaba clavarme las uñas en la palma de la mano, hundir con lentitud la pata de un compás en la parte más gorda de mi pierna, golpearme casi inadvertidamente la frente contra la hoja abierta de una ventana. Porque yo también formaba parte de esa música rota. Yo también, en cada reflejo sorpresivo que el mundo me regalaba, revelaba con crudeza mi propia inadecuación. También ése, en cierto modo, era el efecto que producía alguien como Felisa.
En cambio, estar en la calle me tranquilizaba. Me daba la sensación de estar encargándome del problema. Dar vueltas por esas cuadras que tan bien conocía sin buscar nada pero encontrando de pronto un ventanal particularmente ofensivo, el despropósito de un teléfono público o el ruego de una hamaca desvencijada que necesitaba liberarse de la tabla del asiento era una forma de restaurar cierta armonía. Incluso jugaba con la idea de encontrarme con el exhibicionista. Imaginaba conversaciones inverosímiles con el viejo, lo veía diseñando su propia ronda del escándalo, calculando sus ataques con cuidado, completando mis pequeñas profanaciones a su manera.
Cuando pienso en esos días, en ese año, siempre lo recuerdo como una sucesión de destrozos. Las radios pasaban música que trataba de ser ultraviolenta pero se ahogaba en su propia ingenuidad. Las chicas empezaban a usar las medias y los jeans rotos. El público de los recitales de rock saludaba a los músicos extranjeros con patadas y botellazos mientras en las páginas de los diarios seguían apareciendo tumbas sin nombre, muertos condenados a la identidad única de sus esqueletos. Mientras, la gente invocaba a sus demonios de juguete en los programas de opinión y todos los que creían que el horror había llegado a su fin ni siquiera sospechaban que ése era nada más que otro principio (el principio de un desenterramiento constante, de una arqueología instalada para siempre en el pan nuestro de cada día). Tener dieciséis años en esa época era tener un corazón de piedra o salir a la calle a romper todo, a coleccionar heridas.
Lo cierto es que después de unos días y de algunos moretones, López dejó de hacer preguntas.
En el aula, busqué la mirada de Felisa, pero ella actuaba como si no me conociera. La estrategia no fue suficiente para detener a las demás. Las versiones fueron y vinieron rápidas de un grupo a otro y se encargaron de convencerme de mi nuevo estado, de mi derecho inalienable a la rareza: además de los libros y de los militares, a López le gustaban las chicas. No dejaba de tener cierto encanto (siempre es liberador que los demás nos ahorren las definiciones). Yo hubiera agregado a esa lista de ofensas ficticias la voluptuosidad que me producían ciertas palabras en desuso o el ruido de un vidrio partiéndose en pedazos. Pero en esos días no era tan valiente. Me limité a dejar que López sonriera, y a guardarme bien hondo mi descubrimiento.
Esas ideas sobre lo que pasaba entre Felisa y yo no salían enteramente de la cabeza de las clarisas. Habían sido puestas allí durante años, crecido a la sombra de los muchachos en flor y de cientos de hombres temerosos del poder de tantas jovencitas juntas, ideas que habían explotado en palabras solamente después de mucho callar. Clarisa con clarisa era la segunda fantasía más popular en el autoerotismo de los merodeadores. Para la primera, bastaba la provocación de la juventud, la religión y el uniforme. La verdad era que había tan pocas lesbianas en el colegio, que las clarisas no tenían más opción que recurrir a los mitos masculinos (cuando no era el demonio, eran los hombres los que venían a allanar el mundo con sus explicaciones). ¿Qué otra cosa pueden hacer más que toquetearse tantas chicas juntas todo el día? A López le divertía la idea justamente porque nada tenía que ver ni con la verdad de sus sentimientos ni con su jerarquía de los sentidos («ver y oír son las únicas cosas nobles que contiene la vida»). Decidió representar su papel con total naturalidad: se cortó el pelo, dejó de pintarse la cara y agregó una risa brutal a sus silencios.