—Ah. Vos sos de las que piensan que no necesitan a nadie.
—A nadie no sé. Pero a vos seguro que no te necesito.
—¿No tenés miedo de que te violen? —dijo el otro (algunos tipos tienen una forma especial de pronunciar ese verbo, mordiéndose los labios, con una «v» casi extranjera).
—¿De que me viole quién? ¿Tu tío abuelo? Si es un viejo enfermo al que ni siquiera se le para.
Silencio. Era obvio que no sabían que Marisol se había confesado conmigo. Al más chico le llevó dos o tres metros recuperarse. Insistió:
—Pensás que sos muy viva, vos. ¿Qué te creés? ¿Que porque te cortaste el pelo como un tipo la gente te va a respetar más?
—Nicolás… —intercedió el otro.
—¿Qué? Me vas a decir que no tengo razón. A ésta no se la coge ni un preso.
Sentí que el hermano mayor tensaba toda su espalda. Cerró su paraguas y se detuvo. Yo seguí caminando por inercia. El otro también, se ve que iba impulsado por la bronca.
Lo que siguió no tuvo tiempo de ser un pensamiento. Sé que López quería correr hacia el paredón de la escuela, que ya se entreveía en la otra esquina. En cambio, en mi boca se formó una pasta espumosa y el escupitajo dio directamente en el centro de la frente de Nicolás Arguibel. Pareció que iba a quedarse pegado ahí pero no, resbaló por la curva de su ojo izquierdo. Nicolás quiso empujarme o pegarme pero se enredó con el paraguas, que me golpeó en el pecho. Vi que desde el colegio un grupo de tres personas cruzaba la calle. Eran un hombre y dos mujeres. Seguramente padres vigilantes. Aproveché y grité:
—Ayuda. Violador.
No pude evitar acompañar al grito con una carcajada, que hasta a mí me sorprendió por lo parecida que sonaba a un pedido de auxilio. Los vigilantes desviaron su ruta y corrieron hacia nosotros. Antes de que su hermano lo agarrara del brazo, Nicolás tuvo tiempo de desgranar uno o dos insultos más. El mayor lo tironeó de la campera y, antes de salir corriendo, me dijo, a modo de despedida:
—No es un pobre tipo, ¿sabés? No te creas que entendés ni un poco de lo que nos está pasando.
No me quedó claro si se refería a su hermano o a su tío abuelo. Por como lo dijo, pareció que hablaba de mucha gente. Decidí que probablemente hablaba de todos.
Al día siguiente, Felisa tampoco fue a la escuela. Quiero decir que no apareció en nuestros rituales cotidianos, a la entrada, en la formación de saludo a la bandera o en las clases. Algunas empezaron a decir que tenía mononucleosis, una enfermedad contagiosa que te hinchaba totalmente la cara y que solamente le daba a los adolescentes. Escuché a dos chicas asegurar que no salía de su casa porque tenía vergüenza de que la vieran así, transformada en un bicho. Otras dijeron que se había vuelto a Londres, con su padre, que era un tipo relindo y siempre le estaba comprando perfumes franceses, jeans de marca y blusas de encaje que hubieran sido el sueño de cualquier chica pero que Felisa nunca se ponía. Recuerdo que en esos días algunas llegaban a pasar gran parte de los recreos especulando sobre el precio y la cantidad de esos regalos, soñando en detalle con un clóset en el que Felisa supuestamente guardaba todos esos tesoros rechazados.
Yo no podía hacer otra cosa más que esperar. Marisol también esperaba. Podía verla totalmente ocupada por esa actividad, que parecería ser un sinónimo de calma, de inacción, pero en el caso de Marisol no lo era. No le dije nada del encuentro con sus hermanos. Intuía que ella ya lo sabía y que no importaba.
Su forma de esperar también era la de una reina: mantenía una distancia protocolar, casi condescendiente, mientras en realidad vigilaba cualquier cambio, cualquier indicio que indicara mi simpatía. Desde el día de nuestro encuentro en el baño, caminaba a mi lado a la salida del colegio, interrumpía las charlas con sus admiradoras para saludarme, la descubría observándome desde el otro lado del salón o del patio. Su vigilancia (o la vigilancia de su secreto en mí) empezó a molestarme. Marisol sospechaba algo, por lo menos debía sospechar que yo sabía más de lo que le había dicho, pero no sabía cómo provocar una confidencia. Era gracioso ver sus esfuerzos, sus intentos de hallar una inflexión, un común que nos contuviera. Requiere cierto talento ser capaz de provocar en otros el deseo de hablar, crear la ilusión de que la palabra no caerá en un pozo de iniquidades ni bien abandone «el recinto sagrado de la boca». Marisol no tenía ese talento. Y yo entonces no era de las que se confesaban. «Hay quien calla porque no tiene nada que responder y hay quien calla esperando.» Yo callaba porque sabía. Y si no hubiera sido porque en esos días desapareció una chica de la primaria, quizás Marisol nunca habría logrado que yo le dijera nada.
Se llamaba Natalia y tenía siete años. Había salido de la escuela al mediodía y nunca había llegado a su casa. Gioconda la había visto caminar hacia la avenida con otras dos chicas, que contaron que Natalia había regresado al colegio en la mitad del camino porque se había olvidado la billetera. Las monjas fueron las primeras en revisar cada rincón del edificio. Ni siquiera encontraron la billetera perdida. La policía cercó y revisó la zona y enseguida descartó las explicaciones más tranquilizadoras (el accidente, la escapada a la playa o un juego transformado en algo más serio). Hacia el anochecer de ese día, un viernes, ya todos hablaban de rapto y señalaban al exhibicionista. El «caso» —en unas horas, Natalia ya había dejado de ser «una chica»— llegó a la televisión ese mismo día y la tensión —medida por la frecuencia de los flashes informativos y por las caras cada vez más desencajadas de los padres en las entrevistas— fue creciendo durante todo el fin de semana.
Los Ángeles de la Guarda también salieron en la televisión, algunos enfurecidos, otros golpeándose el pecho con satisfacción de
prima donnas
. Otra vez se habló del libertinaje y de los tiempos pasados. Alguien recordó en cámara la época en que el barrio era un refugio de medianías y lugares comunes en los que uno podía solazarse sin problemas. Otros hablaron de degeneración. Aparecieron nuevos testimonios y teorías sobre la personalidad del exhibicionista, sobre su ropa, sus hábitos y sus frustraciones. Aunque el viejo no era más que un dibujo a lápiz hecho por un perito de la policía, con cada edición del noticiero crecía hasta adoptar nuevas facetas y señas personales mientras Natalia retrocedía al plano único y desierto de la víctima. Sus padres habían hecho circular una foto en donde se la veía vestida de blanco, muy seria y con las manos enlazadas en un rosario. Era de su primera comunión. No sé en qué piensa la gente en esas ocasiones. Probablemente no piensa. Para mí, entregar al público a esa nena vestida de blanco en la pose rígida de las felicidades familiares equivalía a darla por muerta.
Durante los días que duró la noticia, se convocó a un debate entre psicólogos y expertos policiales, que no pudieron ponerse de acuerdo sobre el perfil criminal del viejo pervertido. Hablaron de sus patologías, que más allá del exhibicionismo podían llegar al sadismo y a otras alturas literarias. También hablaron de su miedo a la soledad. No a la soledad física, sino a la soledad simbólica, dijo una experta en psicología experimental, que agregó que el hombre seguramente se sentía como una llama apagada y por eso necesitaba estar siempre encendido, con su «luz» proyectada sobre los ojos ajenos. Los gritos e insultos del público le impidieron continuar con las explicaciones. Los programas dejaron de convocar expertos y se contentaron con los conductores, que siguieron hablando de degeneración, de depravación y de castigos.
Ese domingo sonó el teléfono en mi casa. Era Marisol. Su voz era la de alguien mayor, llena de autoridad y de peso. Supe enseguida lo que quería. Pero si yo no hubiera sentido la necesidad de volver a la casa de piedra (la necesidad de saber más, de encontrar algo que aclarara la historia de Felisa, la verdad sobre sus parientes o sus espíritus), quizás nunca le habría dicho que ése era el lugar donde probablemente se escondía su tío abuelo. O por ahí fue sólo una excusa para no tener que volver a esa casa sola (hacía rato que tenía claro que no podía confiar ni en mis sentidos ni en mis afectos). Marisol iba a ser mi amuleto. No contra el mundo de los espíritus, ni siquiera contra el mundo de Felisa o contra un crimen que yo prefería no imaginar. Un amuleto contra mí misma.
Pasé a buscarla por su casa esa misma tarde. Su madre, una mujer baja y rubia, que debía de haberse pasado la vida tendida al sol, me hizo pasar a la sala, desde la que se veía el jardín, con sus lámparas intactas y sus macetas recién compradas. No había quedado ni una huella de nuestro paso por esa casa. Desvié los ojos desde la explanada verde y perfecta hacia los de Malvina Arguibel. Ella sonrió, pero su cara —que las cirugías habían liberado de cualquier tipo de obligación expresiva— ni siquiera recuperó un parentesco con lo humano. Deseé con todas mis fuerzas que no hablara. Pero lo hizo. Con una voz que sólo logró arrastrarse alrededor de unas pocas trivialidades hasta que Marisol apareció al final de las escaleras, con el pelo todavía húmedo de la ducha y vestida con un jean y un suéter negros. Llevaba, además, una mochila y el palo de hockey (le había dicho a su madre que teníamos práctica en el campo de deportes del colegio).
Cuando salimos, Marisol se calzó la mochila y me entregó el palo como si fuera un atributo que me correspondiera. Yo lo acepté sin pensar. Atravesamos el jardín y seguimos por el camino que bordeaba el río, desandando la ruta que Felisa y yo habíamos hecho unos días atrás. Marisol iba callada. Se dejaba guiar metiendo los pies en el barro, sin fijarse en nada de lo que hacía. Adiviné que pensaba en la chica (nosotras tampoco nos animábamos a nombrarla). Yo iba tratando de recomponer aquella tarde, pero todo lo que podía recordar eran esos pasos y esa sombra (¿masculina?) en las escaleras. Felisa había insistido en que la casa estaba vacía, o al menos en que ella no había oído ni visto nada. Pero ¿cómo confiar en los sentidos de alguien que se sentía presa de dos espíritus? Le advertí a Marisol que yo podía estar equivocada, que bien podía ser que no encontráramos nada, pero ella ya había decidido que Valentín Arguibel se escondía en esa casa. Y una vez que la Reina se pronunciaba sobre algo, la realidad no podía más que adaptarse a su veredicto. No hablamos de lo que íbamos a hacer en el supuesto caso de que nos encontráramos con su tío abuelo o con algo todavía peor, pero yo todavía creía que era a mí a quien le iba a tocar decidirlo.
Llegamos a la casa por el jardín. Esta vez me detuve a observar la pileta y sus estatuas. La de Neptuno —que yo no había visto la primera vez— estaba totalmente cubierta por una enredadera que parecía haberse desviado de la pared con el único propósito de ocultar al dios. Todo lo demás parecía igual: las puertas de la galería estaban abiertas y vencidas, había vidrios en el piso y en el pasto y la lámpara que yo había lanzado estaba exactamente en el mismo lugar en el que había caído. Lo único que faltaba eran las fotografías.
Fue entonces que quise regresar. Vi claramente qué lejos estábamos Marisol y yo de poder entrar (mucho más de comprender o de reparar) a un mundo como ése. Pero ella se había adelantado y ya daba vueltas entre los muebles de la sala. La inspección le llevó unos minutos. Apenas si se asomó a la cocina y al cuarto de servicio que la continuaba. Me señaló la escalera sin hacer ruido y yo la seguí tratando de no pensar más que en la chica que supuestamente íbamos a rescatar.
La escalera terminaba en un rellano al que daban tres puertas. La primera se abría sobre un cuarto pequeño en el que sólo había una vieja ampliadora y un armario. Aunque era poco probable que un hombre pudiera esconderse en ese mueble, Marisol lo abrió con mucho cuidado. Una fila de vestidos, tules y juguetes brillaron en la oscuridad. La segunda habitación tenía tres ventanas y era enorme, pero sólo contenía un reclinatorio enfrentado a una pared vacía en la que todavía podía verse la huella de un cuadro o de un tapiz que seguramente la había adornado por mucho tiempo. El gris de la tarde le daba un aspecto todavía más severo a toda la escena, el de un orden o una composición capaz de resistir la mugre y el paso de los años.
La tercera puerta daba al dormitorio de míster Lambert. Los muebles eran más o menos los mismos que había descrito Felisa. Pero no había libros ni cámaras de fotos en los estantes, tampoco papeles en los cajones del escritorio, que revisé ya sin preocuparme por no hacer ruido. Alguien había puesto un colchón mucho más chico sobre la cama, que tenía el dosel y algunas varillas rotas. También había una frazada y un plato con restos de pan y el corazón de una manzana en el piso. Las ventanas no tenían cortinas. Afuera, los leones de piedra ya empezaban a desdibujarse.
Marisol limpió una silla con la manga de su suéter y se sentó, decepcionada. Yo todavía me entretuve en revisar el placard que estaba empotrado en una de las paredes. Sólo contenía una decena de perchas. La poca ropa que había estaba tirada en un rincón: un impermeable gris, un pantalón, un sombrero y un par de zapatos negros. El sombrero fue lo que más me llamó la atención. Cuando iba a mostrárselo a Marisol, oímos el ruido de una puerta que se cerraba y la sombra de un hombre pasó corriendo hacia las escaleras.
Las dos bajamos detrás de él lo más rápido que pudimos. Esta vez Marisol llevaba el palo de hockey. Mientras corría, recordé que la casa tenía una pequeña torre, debía haber otra escalera que nosotras habíamos pasado por alto. No sé por qué pensar en eso me tranquilizó, como si encontrar algo de lógica en lo que estaba ocurriendo pudiera aplazar o detener lo que seguía. Llegué al jardín a tiempo para ver que el viejo, que casi no podía respirar, se apoyaba con las dos manos en un árbol mientras Marisol, a unos metros de distancia, no dejaba de insultarlo y de amenazarlo con el palo en un gesto risible (lo tenía agarrado con las dos manos pero apenas un poco separado del piso, no como si fuera a golpear a alguien, más bien parecía que estuviera esperando un pase en un partido). Desde la galería, pude ver que Valentín Arguibel tenía puesta una bata de tela brillante y oscura. Iba descalzo y le sangraba un pie. El jardín ya estaba lleno de sombras, pero algo de la amargura de la tarde todavía se filtraba entre los pinos.
Le quité el palo a Marisol, que, aunque seguía concentrada en el acto de insultar, temblaba y parecía incapaz de moverse. Caminé hasta el árbol sin apurarme. El viejo se había sentado en el pasto y se pasaba las manos por el pelo. Recién cuando estuve a su lado, me miró a los ojos. Los suyos eran celestes y había en ellos una luz de completa beatitud o de estupidez. Le pregunté por la chica. No respondió, pero sus labios se estiraron en una sonrisa. Ni siquiera cuando levanté el palo dejó de sonreír. En el momento en que el golpe ya se formaba en el aire, me di cuenta de que no era a mí a quien miraba sino a algo más allá de mi hombro, más allá de la casa y el jardín, más allá de nuestras formas y palabras ridículas.