También ésta debe de haber sido la razón por la que este lienzo ha servido de fuente de inspiración a algunas personas para escribir libros y llegar incluso a hacer una película. ¿Quién había sido esta «joven de la perla» y qué relación tenía con Vermeer, o sólo se trataba de una «faz», un rostro que Vermeer se había inventado como algunos expertos afirmaban? Esa pregunta probablemente nunca encontraría respuesta, porque, si bien por una parte era sorprendente que se conociera tanto de una persona fallecida hacía más de trescientos años, en cambio se sabía muy poco acerca de su arte y de lo que le había motivado. No en vano le llamaban «la Esfinge de Delft».
Para mi sorpresa, Simon Ferares me llamó el domingo por la mañana. Se disculpó por molestarme en domingo y me preguntó si ese mismo día podía pasarme a verle un poco más tarde. Tuve que contenerme para no preguntarle si había alguna razón especial por la que quisiera hablar conmigo y volvimos a quedar en la Sinagoga Portuguesa.
En la puerta del pasillo lateral me estaba esperando un muchacho que, con la excepción de una camisa de un blanco impecable, iba vestido por completo de negro. Llevaba una kipá en la cabeza y le colgaban largos tirabuzones a ambos lados de las orejas. Por su pálido y enfermizo color de piel, podía deducirse que no había pasado mucho tiempo al sol de esta maravillosa primavera. Me miró escrutador, como si no fuera él, sino yo, el de aspecto extraño. Después de saludarme de un modo en exceso formal para alguien tan joven, fue abriéndome el camino hacia la habitación donde ya me había reunido con Simon Ferares la vez anterior.
Cuando el muchacho nos dejó solos y estuve sentado frente a él, pude ver lo que estaba estudiando. Lo que había sobre la mesa debía de ser probablemente la Torá, la Biblia judía. No era un libro corriente, sino más bien un rollo con dos palos que sobresalían del pergamino al principio y al final, de manera que el texto podía desplegarse sin necesidad de que lo tocaran los dedos. Era un magnífico ejemplar y, a simple vista, muy antiguo. Los asideros de madera, deformados por el frecuente uso de las manos humanas, estaban rematados en los extremos con unas torrecitas de plata provistas de campanillas. Junto a esta Biblia propiamente dicha se hallaba el manto en que se conservaba el rollo escrito a mano con letras en hebreo. Al lado del libro había una varita de plata artísticamente labrada con una pequeña mano cerrada en un extremo en la que se destacaba el dedo índice estirado. Así también podía leerse el texto sagrado sin tocarlo.
Mi mirada interesada le llamó la atención.
—¿Le parece un bello ejemplar? El manto es herencia de la familia y tiene siglos de antigüedad, pero todo el texto lo he escrito yo letra a letra. Es algo muy relajante y una buena manera de detenerse en el contenido y olvidar por un momento todo lo demás.
—¿Cuánto tiempo le ha llevado? Debe de haber sido un trabajo ímprobo.
—Esta escritura fue mi «sabático», como se llama hoy en día, y me ha llevado más de un año.
—¿Y qué está leyendo ahora?
—El libro del Génesis. Justo ahora que he llegado al final de mi vida, regreso al relato de la Creación. No me pregunte por qué, pues no sabría qué contestarle. En cualquier caso, ya no leo para comprender o interpretar, esa época ya pasó para mí. Ahora sólo leo porque la considero una historia fabulosa. Así transcurren mis domingos. Y usted, ¿se ha sosegado ya? Cuando hablamos justo después de haber visto a ese señor Vis y a su novia, parecía usted bastante intranquilo.
—¿Le sorprendió mi reacción? Estaba conmocionado, en efecto, no me avergüenza decírselo. Creo que ese hombre asesinó a su novia por puro egoísmo. Un acto carente de sentido, sólo porque no quería que estuviera con ningún otro y cuando ya había decidido que su propia vida se había terminado. En nombre de Dios, ¿por qué no la dejó que siguiera su camino?
Lo dije con tranquilidad, pero mi incapacidad de comprender un acto semejante, tan insensato, parecía que sólo había ido en aumento.
Simon Ferares buscó mi mirada y me dijo:
—Para volver a su primera pregunta: su reacción me sorprendió, en efecto. Pero no porque no pudiera concebir su compasión. La comprendo muy bien. Sin embargo, tuve la impresión de que se sentía culpable. Me parece que no hay razón alguna para albergar ese sentimiento de culpa.
—Suena usted muy tajante.
—¿Le sorprende?
Su voz seguía siendo dulce, pero de ella había desaparecido la amabilidad. Sin esperar mi respuesta, continuó:
—Yo soy quien le ha contratado, y debe creerme si le digo que en ningún momento me he sentido responsable o culpable de lo que ha pasado.
—Eso suena muy duro.
—¿Usted cree? Lamento la muerte de esa muchacha igual que usted. En nuestra religión la justicia y la compasión se consideran los dos atributos más importantes del Creador, y cada uno de nosotros espera llegar a ser su reflejo. Dejemos a su juicio la determinación de cuál es el dolor mayor, el de usted o el mío. Sin embargo, yo no me siento culpable. Si hablamos de justicia, esas pinturas deben retornar a los legítimos herederos: Eva y Bernard Lisetsky. Estará de acuerdo conmigo, ¿no?
La conversación había tomado un giro desagradable, como si él y yo de pronto empezáramos a formar parte de bandos distintos.
—Señor Ferares, con todos mis respetos, me está usted hablando como si estuviéramos enfrentados. Todavía tengo la intención de realizar mi trabajo, pero me sorprende la dureza de su reacción. ¿Es ésa la razón por la que me ha pedido que viniera, para comprobar si sigo siendo capaz de hacer mi trabajo?
Mientras nos mirábamos fijamente a los ojos, se produjo un silencio momentáneo entre los dos. Aunque yo había alzado la voz, el anciano parecía igual de tranquilo que antes de mi exabrupto.
—No dudo de que hará bien su trabajo. Si hubiera tenido alguna duda, ya le habría sustituido por otro. ¿Piensa usted que ya nadie puede reemplazarle encontrándose tan cerca del objetivo final? Ahora podría pagarle y agradecerle los servicios prestados, pero, como usted era amigo de Adriaan Mantingh, quien le tenía en muy alta estima, me parece importante que comprenda por qué actuamos como lo hacemos. Considere una señal de respeto el que quiera justificarme con usted.
Había eliminado la tensión del ambiente, pero su rostro todavía no había recuperado la suave expresión de antes.
—Quiero que sea precisamente usted quien comprenda nuestros motivos. La justicia no es lo único que perseguimos. Naturalmente, estamos en nuestro pleno derecho, pero todo lo que hacemos para conseguirlo es, en primer lugar, una declaración de que hemos dejado de ser impotentes. Todavía hoy muchos afirmarán que, como somos judíos, lo que nos mueve es el dinero, el afán de lucro. No hace falta que le diga lo vivo que está aún el antisemitismo, que es una constante en toda la historia. Otros rebatirán la legitimidad de nuestro proceder con la aséptica actitud de un observador objetivo. Y un tercer grupo se preguntará públicamente si ahora, tantos años después de haber concluido la guerra, no es hora ya de poner punto final a este asunto. Cada una de estas opiniones ofrece muestras de una total falta de comprensión sobre aquello que nos importa realmente. Quizá haya que ser judío para poder entender cuál es el móvil fundamental de todo nuestro proceder. No queremos volver a sentirnos impotentes frente a lo que otros decidan hacernos.
Se trasladó en su silla de ruedas a una especie de aparador que había junto a una pared. Cogió un marco de fotos, se lo puso en el regazo y regresó a la mesa donde estábamos sentados para, a continuación, depositar la fotografía ante mí.
Era una foto antigua en blanco y negro en la que aparecía un muchacho vestido con un traje impecable compuesto por unos pantalones cortos, medias hasta un poco por debajo las rodillas, una camisa blanca de manga corta y corbata. El pelo del chaval, al que yo no le echaba más de diez años, estaba muy bien peinado.
—Éste es mi hermano Isaac. Sé que muchos de los nuestros me alaban por lo que hago por nuestra comunidad. Sin embargo, no soy ningún santo, también tengo razones personales. Isaac fue el único hermano mío que sobrevivió a la guerra. El año sabático del que le hablaba hace un momento me lo tomé después de que se suicidara. Por desesperación.
La última palabra hizo aún más angustioso el silencio que surgió entonces.
—¿No es terrible que mi hermano, que había sobrevivido al campo de concentración, no se derrumbara de veras hasta después de haber regresado? En la injusticia que perpetró el gobierno neerlandés contra nosotros no había nada casual, pero su mayor crueldad para él radicaba quizá en el descuido con que se producía: en la indiferencia del funcionario que seguía las reglas de manera insensible, en el político que argüía que debíamos mirar al futuro y que debíamos dejar el pasado en paz. Como la gota que socava la montaña, no fue un hecho concreto demostrable el que derrumbó a mi hermano, sino una concatenación de pequeñas humillaciones. Me parece importante contárselo no para despertar su compasión, nada más lejos de mi intención, sino para que comprenda lo que nos motiva, lo que me mueve a mí.
Tuve dificultades para encontrar una respuesta adecuada. Señalé con un gesto de cabeza a la Biblia que tenía delante:
—¿Y a pesar de todo sigue usted creyendo en Dios?
En el rostro apergaminado y casi inmutable de Simon Ferares fue apareciendo despacio lo que debía de ser un asomo de sonrisa.
—¿Le sorprende? «
Eli, Eli, Lama Sabactani
: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Esas fueron las últimas palabras de Jesús en la cruz antes de morir. Tal vez conozca usted nuestra creencia de que el Creador tiene una relación especial, una alianza, con un solo pueblo, el nuestro, somos los elegidos. Eso no significa sólo que el Creador nos protegerá, sino también que seremos castigados con más severidad que otros si cometemos un error. Como hemos sido los elegidos, creemos, quizá más que cualquiera, que tenemos derecho a la respuesta de esa pregunta. Sólo cuando haya encontrado una respuesta sabré si debo abandonar mi religión o no.
Pensé en la intensidad de mis propios sentimientos cuando pasé por delante de esa imagen en madera de Jesús crucificado después del entierro de Adriaan: si Dios existiera, no querría tener nada que ver con nosotros. Yo ya había sacado mi conclusión, tanto más tras la muerte de mi mujer, que había sido arrancada de la vida de manera totalmente inesperada, mientras que este hombre, muchísimo mayor y que había padecido un dolor indescriptible, todavía seguía buscando una respuesta.
Simon Ferares rompió el silencio. Era como si me hubiera leído el pensamiento.
—Todo en usted emana soledad.
Como respuesta a esa constatación inesperada, expresada sin ningún dramatismo, no pude reprimir una sonrisa, pero él no me respondió con otra.
—Usted es bueno en su trabajo, conoce a muchas personas, sabe manejarlas, y tenía incluso un vínculo muy estrecho con un individuo como nuestro amigo común Adriaan. Sin embargo, usted parece no formar parte de nada. Usted funciona, pero no tengo la menor idea de qué es lo que le hace funcionar.
Mientras decía eso, mantenía clavados sus ojos en los míos. Sin decir nada, nos mirábamos fijamente.
Quizá hubiera esperado una respuesta, pero yo no sentí necesidad de dársela. Si se trataba de una ayuda por su parte, ¿cómo tendría que haber reaccionado entonces?
Me levanté y le extendí la mano diciendo:
—Volveré a llamarle cuando haya ido a visitar al señor Vis. Pase usted un domingo agradable.
Aceptó sin ninguna sorpresa mi mano extendida, que al igual que la vez anterior estrechó sin ejercer presión.
—Lo mejor sería que se pasara por aquí. Ya sabe usted dónde puede encontrarme.
Mientras iba caminando al sol por la calle, no tuve más remedio que pensar en lo que Peter Kurth me había contado sobre Simon Ferares. Para explicarme con qué clase de persona tenía que vérmelas, había citado unas palabras de Sartre: «
Il y a deux catégories de Juifs. Ceux qui se veulent Juifs et ceux que les autres veulent Juifs
(
hay dos categorías de judíos: los que quieren ser judíos y aquellos que los demás quieren que sean judíos)»
. En opinión de Peter Kurth, a Simon Ferares en su juventud no le había preocupado en absoluto su identidad judía, quizá fuera el arquetipo de judío al que los demás habían convertido en judío. Cada palabra que me había dicho esa mañana lo había confirmado. Sin embargo, en ningún momento pude sorprenderle compadeciéndose o considerándose víctima de lo ocurrido.
Tras mi visita a Simon Ferares, ya no habían vuelto a suceder muchas cosas más. Por Eva Lisetsky me enteré de que a su hermano le habían dado el alta en el hospital y que iba mejorando. Aunque no me dijo nada, supuse que estaría esperando aún con mayor impaciencia que su hermana que me decidiera a dar el siguiente paso.
Por fin abrí el sobre de Vincent Habets y me puse a leer el contenido con creciente interés. Se había aplicado mucho en describir con todo lujo de detalles el enfoque que su jefe había dado a la venta de la colección Lisetsky. Me envió la información sin ninguna carta y sin remite en el sobre. Había decidido colaborar, pero seguía confiando todavía en poder mantenerse al margen.
Lo que leí no hizo más que confirmar lo que yo mismo ya había averiguado durante todo este tiempo.
Había interés más que suficiente por parte de los compradores, y nada me hizo colegir que los antecedentes contaminados de la colección supusieran un inconveniente para los coleccionistas a los que se había dirigido Terborgh. Tampoco me sorprendió la postura de éste después de haber escuchado las historias de Adriaan Mantingh sobre el mercantilismo en el mundo del arte. Las obras de arte eran sólo simples mercancías y, en primer lugar, había que ganar dinero, mucho dinero. Eso a su vez implicaba que, en caso de duda sobre la autenticidad o el origen, la mayoría de los profesionales dedicados al arte miraran hacia otro lado. Después de todo, el cliente siempre tenía la razón, y, si éste insistía, ¿por qué tendría que ser el comerciante el que asumiera la responsabilidad de pisar el freno? No obstante, me sorprendió la codicia con que los ricos coleccionistas del mundo entero manifestaban abiertamente querer ampliar sus colecciones con uno o varios de estos lienzos excepcionales. Con toda probabilidad sabían que había muchos más peces en el mar y miraban con recelo a la competencia.