—¿Qué es esa sombra, tía? —susurró Nimue.
—Es la iglesia de Glastonbury —respondió Morgana, sorprendida de que su voz sonara tan serena—. Está en la otra isla, la Que se ve desde aquí. Allí está sepultada tu abuela, la madre , tu padre. Tal vez algún día veas su monumento.
—¿Vamos hacia allí? Dicen que en Glastonbury también hay un convento.
—No, no vamos hacia allí. Espera en silencio y verás.
Ahora venía la verdadera prueba: ¿podría partir las nieblas para llegar a Avalón? No era posible intentarlo y fracasar; simplemente, tenía que ponerse de pie y hacerlo, sin detenerse a pensar. Y estaban en el centro exacto del Lago; otro golpe de remos los pondría en la corriente que iba hacia la isla de Glastonbury.
Morgana se levantó rápidamente y alzó los brazos. Una vez más recordó la primera vez que lo hizo, la impresión de descubrir que la tremenda descarga de poder era silenciosa, cuando habría debido llenar el cielo de truenos. No se atrevió a abrir los ojos hasta que Nimue lanzó una exclamación de miedo y extrañeza.
La lluvia había desaparecido. Bajo el último fulgor del sol poniente se extendía la isla de Avalón, verde y bella; había esplendor sobre el Lago, en el círculo de piedras del Tozal y en los muros del templo. Morgana lo vio entre un borrón de lágrimas, tambaleándose. Una mano la sujetó por el hombro, impidiéndole caer.
«Aquí estoy, aquí estoy, he vuelto a casa…»
Se compuso al sentir que la barca se deslizaba sobre los guijarros de la costa. No estaba bien que la vieran con los velos de seda y los dedos llenos de anillos, pero no tenía remedio. Con la cabeza en alto, orgullosa, cogió a la niña de la mano. Pese a todos los años transcurridos, pese a todos los cambios, era Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Gran Diosa, descendiente de la antigua estirpe real de la isla.
No la sorprendió ver ante sí a una fila de criados inclinados en reverencia; detrás de ellos, esperándola, las túnicas oscuras de las sacerdotisas, que habían acudido a darle la bienvenida. Y entre ellas vio un rostro que sólo había visto en sueños: una mujer alta, rubia y majestuosa, con el pelo trenzado sobre la frente. Ésta se acercó rápidamente para abrazarla.
—Bienvenida, parienta —dijo con voz suave—. Bienvenida al hogar, Morgana.
Y Morgana pronunció el nombre que había oído de Kevin, confirmando sus sueños.
—Os saludo, Niniana, y os traigo a la nieta de Viviana para que la eduquéis aquí. Se llama Nimue.
Niniana la estaba estudiando con curiosidad, pero entonces se agachó para observar a la pequeña.
—¿Es la hija de Galahad?
—No —aclaró Nimue—: Galahad es mi hermano. Soy hija del caballero Lanzarote.
La Dama sonrió.
—Lo sé —dijo—, pero aquí no llamamos a tu padre por el nombre que le dieron los sajones. Lleva el mismo que tu hermano. Bien, Nimue: ¿has venido para ser sacerdotisa?
La niña contempló el paisaje crepuscular.
—Es lo que me ha dicho mi tía Morgana. Me gustaría aprender a leer, a escribir y a tocar la lira, y saber de estrellas y todas esas cosas que ella sabe. ¿Es cierto que sois hechiceras malas? Yo creía que las hechiceras eran viejas y feas, pero vos sois muy hermosa. —Se mordió el labio—. De nuevo he sido descortés.
Niniana rió.
—Di siempre la verdad, niña. Soy hechicera, sí. No creo ser fea; si soy buena o mala, tendrás que decidirlo tú misma. Trato de hacer la voluntad de la Diosa; nadie puede hacer más.
—Yo lo intentaré, si me enseñáis cómo.
El sol se ocultó tras el horizonte; de pronto la costa fue toda penumbra gris. A una seña de la Dama, un criado encendió la antorcha de su vecino; la llama pasó de mano en mano hasta que la orilla quedó iluminada por las teas. Niniana dio a la niña una palmadita en la mejilla y dijo:
—Hasta que seas mayor, ¿obedecerás a las mujeres que cuidarán de ti?
—Lo intentaré —dijo Nimue—, pero siempre me olvido. Y hago muchas preguntas.
—Puedes hacer todas las que quieras cuando sea apropiado. Pero has pasado el día a caballo y ya es tarde. Esta noche, mi primera orden es que cenes, te bañes y te acuestes como una niña buena. Despídete de tu tía y ve con Lheanna a la Casa de las doncellas.
Señaló con un gesto a una mujer de aspecto maternal, que vestía la túnica del sacerdocio. Nimue sollozó un poquito, diciendo:
—¿Tengo que despedirme ahora? ¿No vendréis mañana, tía Morgana? Creía que aquí estaría con vos.
Morgana corrigió con mucha suavidad:
—No; tienes que ir a la Casa de las doncellas y hacer lo que te ordenen. —La besó en la mejilla, suave como un pétalo—. Que la Diosa te bendiga, querida. Volveremos a encontrarnos cuando Ella lo disponga.
Y mientras hablaba vio a Nimue ya mujer, alta, pálida y seria, con la media luna azul pintada entre las cejas, y una sombra: la Parca… Se tambaleó. Niniana alargó una mano para sostenerla.
—Estáis cansada, señora Morgana. Dejad que la pequeña vaya a descansar y acompañadme. Mañana charlaremos.
Morgana puso un último beso en la frente de Nimue, que se alejó al trote con Lheanna. Le parecía tener una bruma ante los ojos. Niniana le ofreció el brazo.
—Apoyaos en mí. Acompañadme a mis habitaciones. Allí podréis descansar.
La llevó a la morada que en otros tiempos ocupaba Viviana y la dejó a solas en el pequeño cuarto donde dormían las sacerdotisas que atendían a la Dama del Lago. Morgana se las compuso para dominarse.
Después de lavarse el cuerpo fatigado, se envolvió en una larga túnica de lana sin teñir que encontró sobre la cama; comió algo de los alimentos que le habían llevado, pero no probó el vino caliente especiado. Extrajo un cazo de agua de la jarra que había junto al hogar y bebió con lágrimas en los ojos. «Las sacerdotisas de Avalón sólo beben agua del Pozo Sagrado.» Ya en la cama, durmió como una criatura.
Nunca supo qué la había despertado. Percibió una pisada en el cuarto; luego, silencio. El último resplandor del fuego agonizante y el claro de luna que atravesaba las celosías le revelaron una figura velada. Por un momento pensó que Niniana iba a hablar con ella, pero la cabellera que caía sobre los hombros era larga y oscura; la cara, atezada y serena. En una mano distinguió el parche engrosado de una vieja cicatriz. ¡Cuervo!
—Cuervo, ¿eres tú?
Cuervo se llevó un dedo a los labios, en el antiguo gesto de silencio, y se acercó a ella para darle un beso. Sin decir nada, se quitó el largo manto para tenderse junto a Morgana y la cogió en sus brazos. Ninguna de las dos dijo una palabra en todo el tiempo que siguió. Era como si el mundo real y Avalón se hubieran alejado; una vez más se encontraba en las sombras del País de las hadas, entre los brazos de la Dama… Oyó en su mente la antigua bendición de Avalón, en tanto Cuervo la tocaba lentamente, en silencio ritual, y el sonido pareció temblar en torno de ella: «Benditos sean los pies que te han traído a este lugar… Benditas las rodillas que se doblarán ante su altar… Bendito el portal de la Vida.»
Cuervo se incorporó. Siempre sin hablar, sacó de alguna par te una medialuna de plata, el ornamento ritual de las sacerdotisas Morgana comprendió que era el mismo que dejó en su cama, en la Casa de las doncellas, al huir de Avalón con el hijo de Arturo en el vientre. Sin decir nada, dejó que Cuervo se lo colgara del cuello. A la última luz de la luna, ésta le señaló la hoz que pendía de su cintura. Morgana asintió; la de Viviana no se apartaría jamás de su lado. Estaba bien que Cuervo llevara la que había sido suya hasta el día en que fuera atada a la cintura de Nimue.
Inmóvil, como en un sueño, vio que Cuervo dirigía la hoz hacia su cuello, para arrancar de la clavícula una sola gota de sangre. Morgana cogió el instrumento e hizo un pequeño corte sobre su corazón. Su compañera lamió la sangre de ese tajo. Ella se inclinó para aplicar los labios a la mancha de Cuervo. Así sellaban un voto mucho más allá de los que habían pronunciado al entrar en la edad adulta. Luego se abrazaron.
«Entregué mi doncellez al Astado, di un hijo al Dios, ardí de pasión por Lanzarote y Accolon me devolvió al sacerdocio en los campos arados. Pero hasta ahora nunca supe lo que era ser recibida simplemente en el amor…» Y tuvo la sensación de yacer en el regazo de la Gran Madre.
Cuando despertó estaba sola. Abrió los ojos al sol de Avalón, sollozando de júbilo, y por un momento se preguntó si habría soñado. Pero sobre su corazón había una pequeña mancha de sangre seca. Y en la almohada, la medialuna de plata, joya ritual de la sacerdotisa, que había dejado al huir.
Morgana se la colgó del cuello. La sepultarían con ella, como a Viviana. Sus dedos temblaban al atar la tirilla de cuero, sabiendo que era otra consagración. En la almohada había algo más, que por un momento cambió de forma: un capullo de rosa, una rosa en flor. Ya en la mano de Morgana resultó ser la baya del escaramujo, redonda y carmesí, palpitando con la agria vida del rosal. Luego se marchitó ante sus ojos, hasta quedar seco en su palma. Entonces comprendió.
«La flor, e incluso el fruto, es sólo el comienzo. En la semilla reside la vida y el futuro. Y lo que soy tiene que permanecer oculto, tal como la rosa yace oculta en la semilla.»
La túnica de sacerdotisa volvería a ser suya, pero aún tenía que ganarse el derecho a usarla. Se sentó a esperar que Niniana la convocara.
Cuando entró en el cuarto central, donde tantas veces se había enfrentado a Viviana, el tiempo giró sobre sí mismo; por un momento creyó verla en su sitial, menuda e impresionante… Luego parpadeó; era Niniana quien estaba allí, alta, delgada y rubia, casi una niña jugando en el trono. Por un momento la invadió el resentimiento; esa joven necia y ordinaria, que ocupaba el lugar de Viviana, sólo había sido elegida porque llevaba la sangre de Taliesin.
La miró desde arriba, sabiendo que había asumido el antiguo hechizo de majestad. Y de pronto le pareció leerle los pensamientos: «Tendría que estar aquí, en mi lugar. ¿Cómo puedo hablar con autoridad ante la reina Morgana de las Hadas?» Y al gran respeto se mezclaba un simple resentimiento: «Si no hubiera huido, faltando a su deber, yo no estaría esforzándome por desempeñar un papel para el que no soy apta.»
Morgana se acercó para estrecharle las manos. Niniana se sorprendió al oírla hablar con tanta suavidad.
—Lo siento, pobre niña. Daría la vida por volver y libraros de esta carga. Pero no puedo, no me atrevo. No me es posible esconderme aquí y evadir la tarea que se me ha asignado. —Ya no sentía arrogancia ni desprecio por la muchacha, sino compasión—. He iniciado un trabajo en el oeste y tengo que completarlo. Tenéis que guardarme el lugar, y que la Diosa nos ayude a ambas.
Niniana permaneció rígida un momento; luego, desaparecido su resentimiento, se aferró de ella, parpadeando para alejar las lágrimas.
—Quería odiaros.
—Y yo a vos, quizá. Pero Ella ha querido otra cosa.
Sus labios agregaron algo más: las palabras que había callado durante tanto tiempo. Niniana, con la cabeza gacha, murmuró la respuesta debida. Luego dijo:
—Habladme de vuestra obra en el oeste, Morgana. No, sentaos aquí, a mi lado. Entre nosotras no hay rangos.
Cuando le hubo contado lo que podía, la Dama asintió.
—Algo de eso me dijo Merlín —comento—. Conque en ese país la gente vuelve al culto antiguo. Pero Uriens tiene dos hijos varones y su heredero es el primogénito. Vuestra misión consiste en lograr que Gales tenga un rey leal a Avalón, y eso significa que Accolon tiene que suceder a su padre.
Morgana cerró los ojos. Por fin dijo, con la cabeza inclinada:
—No mataré, Niniana. He visto demasiada sangre. La muerte de Avalloch no resolvería nada, pues a su vez tiene un hijo varón; allí imperan las costumbres romanas.
—Un hijo varón al que se podría educar en el culto antiguo ¿Qué edad tiene? ¿Cuatro años?
—Esa edad tenía cuando llegué a Gales. Basta, Niniana. Lo he hecho todo, pero no voy a matar, ni siquiera por Avalón.
Los ojos de la Dama arrojaron chispas azules.
—Nunca digáis: «De esta agua no beberé» —advirtió—. Haréis lo que la Diosa ordene.
Y de pronto Morgana comprendió, con inesperada humildad, por qué había sido enviada hasta allí. Entonces inclinó la cabeza, susurrando:
—Todos estamos en sus manos.
—Así sea.
Se hizo tal silencio que se oyó el chapoteo de un pez en el lago. Luego Niniana dijo:
—¿Y Arturo? Aún porta la espada de la Regalía druídica. ¿Cumplirá por fin con su juramento? ¿Podéis hacer que lo cumpla?
—No conozco el corazón de Arturo —respondió Morgana. Era una confesión amarga. «Tenía poder sobre él, pero fui demasiado timorata para usarlo.»
—Tiene que jurar otra vez su lealtad a Avalón. De lo contrario tendréis que quitarle la espada. Sois la única persona que puede encargarse de esa misión. Como sabéis, Arturo no ha tenido hijos de su reina y ha nombrado heredero al hijo de Lanzarote. Pero tiene un hijo varón, que puede recobrar ese reino para Avalón. Antaño el hijo del rey no tenía importancia. El heredero era el hijo de su hermana. ¿Comprendéis lo que quiero decir, Morgana?
«Accolon tiene que asumir el trono de Gales. Y mi hijo… es el heredero del rey Arturo.» Ahora todo tenía sentido, hasta su esterilidad tras el nacimiento de Gwydion. Pero preguntó:
—¿Qué pasará con el hijo de Lanzarote?
Niniana se encogió de hombros.
—No puedo verlo todo —dijo—. Si vos hubierais sido la Dama del Lago… Pero ha pasado el tiempo y es preciso hacer otros planes. Arturo aún podría cumplir con su juramento de fidelidad a Avalón y conservar la
Escalibur
, entonces procederíamos de una manera. Y si no, Ella preparará otro camino; cada una tiene su tarea a realizar. Pero de un modo u otro, Accolon tiene que ser el rey de Gales, y eso os incumbe. Cuando caiga Arturo (aunque los astros dicen que vivirá mucho tiempo), se elevará el rey de Avalón. De lo contrario, según las estrellas, sobre esta tierra caerá una sombra tal que será como si nunca hubiera existido. Y cuando el próximo rey asuma el poder, Avalón volverá a la gran corriente del tiempo y la historia… Y un rey subordinado gobernará las Tribus del oeste. Accolon ascenderá muy alto como consorte vuestro. Y a vos os corresponde preparar el país para el gran monarca de Avalón.
Una vez más Morgana inclinó la cabeza.
—Estoy en vuestras manos.
—Ahora tenéis que regresar. Pero antes os presentaré a alguien. Su tiempo aún no ha llegado…, pero habrá una tarea más para vos.