Era como tratar de oponerse a un oleaje implacable que la arrastraba.
—Así ha sido siempre —dijo, vacilando—. En la carrera de los ciervos, aunque la Madre lo impela hacia delante, él regresa a la Doncella.
Aun así, Gwydion tenía razón. Era mejor que oficiara una sacerdotisa bien informada y no una criatura a medio formar, sin más calificaciones que la de ser demasiado niña para haber estado en las fogatas. Inclinó la cabeza.
—Sea. Celebrarás el gran matrimonio conmigo en representación de la Diosa.
Pero cuando quedó sola volvió a sentir miedo. ¿Cómo había podido aceptar? ¿Qué poder tenía Gwydion para lograr que todos obraran según su voluntad?
«¿Qué será del Macho rey?»… Morgana soñaba.
«Beltane y los ciervos corriendo en las colinas… Y la vida del bosque circulando por su cuerpo… Había caído entre los ciervos, el macho, el hombre desnudo con la cornamenta atada a la frente…, pero ya estaba de pie y se lanzaba a la carga, con el cuchillo refulgiendo al sol. Y el Macho rey caía estruendosamente, llenando el bosque con su bramido desesperado.»
Luego se vio en la caverna oscura, y los signos allí pintados estaban grabados en su cuerpo, pues ella era la caverna… Sentía en la boca el sabor de la sangre fresca, y ahora en la boca de la cueva aparecía la sombra de la cornamenta… No tenía que ser plenilunio, ella no habría tenido que ver con tanta claridad que su cuerpo desnudo no era la silueta esbelta de una doncella, pero tenía los pechos blandos, henchidos, casi chorreando leche… ¿Qué le dirían por no haber llegado virgen al rito para el Macho rey?
Él se arrodilló a su lado, pero sus ojos estaban ensombrecidos. Sus manos eran tiernas, pero frustrantes; jugaban con el placer y le negaban el rito del poder… No era Arturo, no: era Lanzarote, Macho rey, quien tenía que derribar al ciervo viejo, consorte de la Doncella de Primavera. Pero la miró con ojos atormentados, diciendo: «Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana…»
Aterrorizada, con el corazón palpitante, Morgana despertó en su cuarto. Uriens roncaba a su lado. Atrapada todavía en la terrorífica magia del sueño, negó con la cabeza para alejar el pánico.
«No, ya pasó Beltane…» Había celebrado los ritos con Accolon. No se encontraba en la cueva, aguardando al Macho rey. ¿Y por qué soñaba ahora con Lanzarote y no con Accolon, de quien había hecho su sacerdote y señor de Beltane, su amante? ¿Por qué, después de tantos años, el recuerdo de aquel sacrílego rechazo la hería en el alma misma?
Trató de serenarse para dormir, pero permaneció despierta, estremecida, hasta que el sol lanzó en su alcoba los rayos de esos primeros días del verano.
G
inebra había llegado a odiar el día de Pentecostés, fecha en que los antiguos caballeros de Arturo tenían que volver a Camelot para renovar la amistad. Con el país en paz y los caballeros desperdigados, cada año eran menos los que acudían, más los que tenían que atender sus vínculos con el propio hogar, la familia y el Estado. Y Ginebra se alegraba de que así fuera, pues esas reuniones le recordaban demasiado los tiempos en que Arturo enarbolaba el odiado estandarte del Pendragón: en Pentecostés pertenecía a sus caballeros y ella no desempeñaba ningún papel en su vida.
De pie, tras él, lo vio sellar las veinticuatro copias que habían hecho sus escribanos para reyes y amigos.
—¿Por qué envías una invitación especial, si quienes no tengan otros compromisos vendrán sin que los llames?
—Este año no basta con eso —explicó Arturo, volviéndose hacia ella con una sonrisa. Empezaba a encanecer, aunque era tan rubio que sólo se notaba desde muy cerca—. Quiero asegurarles que habrá juegos y justas, para demostrar a todos que las legiones de Arturo siguen en condiciones de combatir.
—¿Crees que cabe alguna duda? —preguntó Ginebra.
—Tal vez no. Pero en la baja Britania está ese Lucio… Bors me ha enviado aviso y tengo que acudir en auxilio de mis súbditos. ¡Emperador de Roma, se hace llamar!
—¿Y tiene algún derecho a ser emperador?
—Mucho menos que yo —dijo Arturo—. Hace más de cien años que Roma no tiene emperadores, esposa mía. Cuando era niño leí algo de historia romana; no era novedad que cualquier advenedizo se asegurara la lealtad de una o dos legiones y quisiera la púrpura imperial. Pero aquí, en Britania, se requiere algo más que un estandarte con un águila. ¡De lo contrario Uriens sería emperador! Lo he mandado llamar; hace tiempo que no veo a mi hermana.
Ginebra se estremeció.
—No quiero ver otra vez a este país tocado por la guerra y desgarrado por las matanzas.
—Tampoco yo —dijo Arturo—. Creo que todos los reyes preferirían la paz.
—No estoy tan segura. Algunos de tus hombres no hablan sino de los viejos tiempos en que guerreaban contra los sajones.
—No creo que sea la guerra lo que echan de menos —sonrió Arturo—, sino los tiempos en que éramos jóvenes y la hermandad que había entre nosotros. ¿No añoras nunca aquellos años?
Ginebra sintió que enrojecía. Los recordaba muy bien, los días en que Lanzarote era su campeón y ambos se amaban. Pero una reina cristiana no tenía que pensar así.
—Por supuesto, mi señor. Y como dices, debe de ser sólo nostalgia de mi juventud. Ya no soy joven —suspiró.
Él le cogió la mano.
—Para mí eres tan bella como el día en que compartimos el lecho por primera vez.
Ginebra comprendió que era verdad. Pero se obligó a mantener la calma.
«Ya no soy joven —se repitió—; no es decoroso echar de menos aquellos tiempos, porque entonces era pecadora y adúltera. Ya me he arrepentido y estoy en paz con Dios, y hasta Arturo ha hecho penitencia por su pecado con Morgana.» Tenía que pensar en cosas prácticas, como correspondía a la reina de toda Britania.
—Entonces supongo que tendremos más visitantes que de costumbre. Tengo que hablar con Cay y Lucano para ver dónde alojarlos y qué comida servir. ¿Vendrá Bors de la baja Britania?
—Si le es posible, sí, aunque Lanzarote me envió un mensaje pidiendo licencia para acudir en ayuda de su hermanastro, si se ve sitiado. Le mandé decir que viniera aquí, pues tal vez vayamos todos. También vendrá Agravaín, por Morgause de Lothian, y Uriens… o uno de sus hijos. El mayor es algo necio, pero Accolon fue uno de mis caballeros y Morgana puede aconsejar al rey.
—No me parece correcto —observó Ginebra—. El Santo Apóstol dijo que las mujeres tenían que subordinarse a sus esposos, pero Morgause sigue gobernando Lothian y Morgana hace más que ayudar a su rey en Gales del norte.
—No olvides, señora, que ambas descienden de la estirpe real de Avalón. Desde tiempos inmemoriales la Dama del Lago es quien gobierna y su consorte sólo reina en tiempos de guerra. Todos los gobernantes de Britania, incluso mi padre, han llevado el título que los romanos acuñaron para el jefe guerrero que obedece a una reina:
dux bellorum
, duque de la guerra. Uther primero, yo ahora, ocupamos el trono de Britania como
dux bellorum
de la Dama de Avalón.
Ginebra dijo, impaciente:
—Suponía que eso ya había terminado, que te habías declarado rey cristiano y hecho penitencia por tu servidumbre al pueblo de las hadas de esa isla pecaminosa.
Arturo replicó con idéntica impaciencia:
—Mi vida personal y mi credo religioso son una cosa, Ginebra, pero las Tribus me apoyan porque llevo esto. —Su mano golpeó la vaina carmesí de
Escalibur
, que pendía de su costado—. Si sobreviví a la guerra fue por la magia de este acero.
—Sobreviviste porque Dios te quería para cristianizar este país.
—Algún día, quizá. Pero aún no ha llegado ese momento, señora. En Lothian los hombres están contentos con el gobierno de Morgause. tal como Morgana reina en Gales del norte. Si esos pueblos estuvieran maduros para el imperio de Cristo, pedirían a gritos un rey varón.
Ginebra iba a seguir discutiendo, pero vio la irritación de sus ojos y optó por ceder.
—Quizá con el tiempo hasta los sajones y las Tribus se postren ante la cruz. Dice el obispo Patricio que un día Cristo será el único rey entre los cristianos. Dios así lo quiera.
Y se persignó. Arturo se echó a reír.
—Seré de buena gana servidor de Cristo —dijo—, pero no de sus sacerdotes. Supongo que Patricio estará entre los invitados. Puedes agasajarlo tanto como gustes.
—Así que vendrá Uriens, con Morgana, sin duda. ¿Y del país de Pelinor? ¿Lanzarote?
—Sí, pero temo que si deseas ver a tu prima Elaine tendrás que ir a hacerle una visita: Lanzarote mandó decir que está a punto de dar a luz nuevamente.
Ginebra hizo una mueca de dolor. Sabía que Lanzarote pasaba poco tiempo con su esposa, pero Elaine le había dado hijos.
—¿Qué edad tiene el varón? —preguntó Arturo—. Si va a ser mi heredero, tendría que criarse en esta corte.
Ginebra respondió:
—Me ofrecí cuando nació, pero Elaine dijo que tenía que criarse de una manera sencilla y modesta, aunque estuviera destinado a ser rey. Tú mismo creciste como hijo adoptivo de un hombre sencillo y eso no te hizo daño.
—Tal vez tenga razón —reconoció Arturo—. Me gustaría conocer al hijo de Morgana. Ya debe de tener diecisiete años. Sé que no puede sucederme, pero es el único hijo que he engendrado; me gustaría decirle… No sé qué le diría, pero sería grato verlo siquiera una vez.
Ginebra luchó por contener la réplica furiosa que le subía a los labios; no ganaría nada discutiendo el tema otra vez.
—Está bien donde está —se limitó a decir.
Y supo que decía la verdad; prefería que el hijo de Morgana se educara en aquella isla de hechiceros que ningún rey cristiano podía pisar. De ese modo era más seguro que ningún giro de la fortuna lo pusiera en el trono después de Arturo, pues los curas y la gente desconfiaban cada vez más de Avalón y sus hechicerías. De criarse en la corte, algún inescrupuloso habría podido pensar que el hijo de la hermana era un sucesor más legítimo que el de Lanzarote.
Arturo suspiró.
—Pero es duro saber que tengo un hijo y no verlo nunca. Tal vez algún día… —Pero se encogió de hombros con resignación—. Supongo que tienes razón, querida. Bien, ¿cómo será ese festín de Pentecostés? Sé que harás de él, como siempre, algo memorable.
Y así sería, pensó Ginebra esa mañana, mientras contemplaba la extensión de tiendas y pabellones. El gran terreno para los torneos había sido despejado y adornado con estandartes; el viento estival agitaba las banderas de medio centenar de reyezuelos y más de cien caballeros. Era como si allí acampara todo un ejército.
Buscó el estandarte de Pelinor, el dragón blanco que había adoptado tras matar al del lago. Allí estaría Lanzarote; llevaban más de un año sin verse y muchos más sin estar a solas siquiera un momento. En la víspera de su boda con Elaine la había buscado para despedirse.
Él también era víctima de la cruel triquiñuela de Morgana; se lo había contado llorando, y ella guardaba el recuerdo de esas lágrimas como el mayor de los cumplidos que le hubiera hecho jamás. ¿Quién había visto llorar a Lanzarote?
—¿Qué podía hacer, Ginebra? Había poseído a la hija virgen de mi anfitrión; Pelinor tenía todo el derecho de matarme allí mismo. —Con voz quebrada, terminó—: Ojalá me hubiera arrojado contra su espada…
Ginebra le había preguntado: «¿Así pues, no amas a Elaine?» Era imperdonable, pero sin ese consuelo no podría vivir Pero él se había limitado a decir, rígidamente, que eso no era culpa suya y que se veía obligado, honorablemente, a tratar de hacerla feliz.
Y bien, Morgana se había salido con la suya y ella sólo podía recibir a Lanzarote como corresponde a un pariente político Al menos lo vería; era mejor que nada. Trató de borrar todos esos pensamientos ocupándose del festín. Se estaban asando dos bueyes; ¿serían suficientes? Y un enorme cerdo salvaje, cazado pocos días antes, y dos cerdos de las granjas cercanas…
Poco después de mediodía se reunieron formando una larga fila de nobles ricamente vestidos, que iban entrando en el gran salón para que se les indicaran sus correspondientes lugares. Los caballeros, como siempre, ocuparon la gran mesa redonda; aunque era enorme, ya no cabían todos en ella.
Gawaine, siempre el más cercano a Arturo, presentó a Morgause, su madre, quien llegaba del brazo de un joven que Ginebra no reconoció. Estaba tan esbelta como siempre, con la abundante cabellera trenzada con piedras preciosas. Hizo una reverencia a Arturo, quien la abrazó.
—Bienvenida a mi corte, tía.
—Me han dicho que sólo montáis caballos blancos —dijo Morgause— y os he traído uno del país sajón. Allí tengo un hijo adoptivo que lo envió como regalo.
Ginebra vio que Arturo apretaba los dientes; ella también podía adivinar quién debía de ser ese pupilo.
—Regio presente, tía.
—No haré traer el caballo al salón, como acostumbran los sajones —dijo Morgause, alegremente—. No creo que la señora de Camelot quiera ver su gran salón convertido en una cuadra.
Y abrazó a la reina. Llevaba la cara pintada y los ojos delineados con
kohl
, pero aun así era hermosa. Ginebra dijo:
—Te agradezco la consideración, señora Morgause. Aunque Lanzarote solía hablarnos de un romano que daba vino a su caballo en un pesebre de oro y lo honraba con guirnaldas de laurel.
El joven apuesto que acompañaba a Morgause se echó a reír.
—Os ruego que no hagáis lo mismo, mi señor Arturo. No tendríamos una silla adecuada para un caballero así.
Arturo le cogió de la mano, riendo de buena gana.
—No lo haré, Lamorak.
Ginebra, sobresaltada, cayó en la cuenta de que era el hijo de Pelinor. ¿Cómo podía esa mujer compartir su lecho con un hombre que podía ser su hijo? Observó a Morgause con fascinado horror y envidia secreta. «Parece joven, sigue siendo bella y hace lo que se le antoja, sin que le importe si la critican.» Y su voz sonó glacial:
—¿Quieres sentarte a mi lado, tía, y dejar a los hombres con sus conversaciones?
Morgause le estrechó la mano.
—Gracias, sobrina. Será un placer sentarme entre señoras, para variar, y chismorrear sobre amantes y puntillas. En Lothian estoy tan ocupada con el gobierno que no tengo tiempo para cuestiones de mujeres.
La fragancia que despedían sus cintas y los pliegues de su túnica llegaba a marear. Ginebra dijo:
—¿Por qué no buscas esposa para Agravaín y le permites gobernar en lugar de su padre? Seguramente el pueblo no será feliz sin un rey.