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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (70 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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—Así lo quiera la Diosa. Pero aun así los cristianos no aceptarían a un hijo engendrado en ese rito. Tenemos que conservar para Gwydion un sitio cerca del trono, para que pueda heredar a su padre, y algún día volveremos a tener un rey nacido en Avalón. Ante la Diosa lleva la más pura de las sangres reales. Es preciso que llegue a verse de tal modo, que no lo contaminen los curas diciéndole que su nacimiento fue vergonzoso.

—Viviana miró a su sobrina a los ojos—. ¿Crees tú que es vergonzoso?

Morgana bajó la cabeza.

—Siempre has sabido leer en mi corazón, tía.

—La culpa es de Igraine… y mía, que te dejé por siete años en la corte de Uther. Eres sacerdotisa de Avalón, querida niña: ¿porqué no volviste? —Viviana se volvió, con el peine en la mano y el largo pelo descolorido cayéndole junto a la cara.

Las lágrimas de Morgana se abrieron paso por la barrera de los párpados apretados.

—No puedo —susurró—. No puedo, Viviana. Lo intenté… y no pude hallar el camino.

Y lloró, abrumada por la humillación. Viviana dejó el peine para estrecharla contra su seno, meciéndola como a una criatura.

—Querida, mi niña querida, no llores, no llores. Si lo hubiera sabido, hija, habría acudido a ti. No llores; te llevaré yo misma. En cuanto haya entregado mi mensaje a Arturo te llevaré conmigo, antes de que se le meta en la cabeza casarte con algún asno cristiano… Sí, sí, hija, volverás a Avalón. Iremos juntas. —Le secó las mejillas mojadas con su velo—. Ahora ven y ayúdame a vestirme.

Morgana aspiró muy hondo.

—Sí, madre. Dejad que os trence el cabello. —Trató de reír—. Esta mañana peiné a la reina.

Viviana se apartó, muy enfadada:

—¿Acaso Arturo te ha puesto a servir a su esposa, a ti que eres sacerdotisa de Avalón y princesa por derecho propio?

—No, no —corrigió Morgana apresuradamente—. Recibo tantos honores como la misma reina. Sólo la peiné por amistad, tal como ella suele peinarme a mí o abrocharme el vestido.

La Dama suspiró con alivio.

—No querría que te deshonraran. Eres la madre del hijo de Arturo y ambos tienen que aprender a respetarte como tal.

—¡No! —exclamó Morgana—. No, os lo ruego. Arturo no tiene que enterarse. Delante de toda la corte… Escuchadme, madre: todas estas gentes son cristianas. ¿Querríais avergonzarme delante de todos ellos?

Viviana respondió, implacable:

—Tienen que aprender a no considerar vergonzosas las cosas sagradas.

—Pero los cristianos tienen poder sobre todo este país y no es posible cambiarles la manera de pensar con unas cuantas palabras.

En el fondo se preguntaba si la ancianidad no habría vuelto demente a Viviana. No podía exigir que se impusieran las antiguas leyes de Avalón, derribando doscientos años de cristianismo. Los curas la expulsarían de la corte por loca y continuarían como antes. Pero Viviana asintió, diciendo:

—Tienes razón: es preciso andar despacio. Pero al menos debemos recordar a Arturo su promesa de proteger Avalón. Y algún día le hablaré en secreto del niño. No podemos proclamar en voz alta entre los ignorantes.

Luego Morgana la ayudó a peinarse y a ponerse las majestuosas vestiduras de sacerdotisa. Cuando salían de la habitación Viviana le tocó delicadamente la mano.

—Volverás a Avalón conmigo, ¿verdad, querida hija?

—Si Arturo me lo permite…

—Eres sacerdotisa de Avalón, Morgana; no tienes que pedir permiso para ir o venir a tu antojo. Le diré que te necesito en Avalón y veremos qué responde.

Oh, volver a Avalón, al hogar… Pero aún le parecía imposible. Más tarde pensaría: «Yo lo sabía, lo sabía», y reconocería el presentimiento desesperado que la golpeó con aquellas palabras. Pero en aquel momento creyó que era sólo su miedo, la sensación de que no era digna de lo que había repudiado.

Luego bajaron al gran salón de Arturo para el festín de Pentecostés.

Camelot estaba como Morgana nunca lo había visto y como quizá no volviera a verlo. La gran mesa redonda había sido instalada en un salón digno de su majestuosidad. De los muros pendían sedas y estandartes, y un truco en la disposición de los comensales dirigía todas las miradas hacia el asiento de Arturo, que aquel día había sentado a su lado a Gareth y a su reina. Los caballeros formaban un grupo de ropa elegante y armas relucientes; las señoras parecían flores con sus coloridos atuendos. Entraron los reyes menores, uno tras otro, para arrodillarse ante Arturo y entregarle sus regalos. Morgana observó el rostro de su hermano, grave, solemne y benévolo, y echó una mirada de soslayo a Viviana, sintiendo un viejo estremecimiento de inquietud, como cuando en Avalón le habían enseñado a utilizar la videncia como instrumento. Se descubrió pensando, sin saber por qué: «¡Ojalá Viviana estuviera a cien leguas de aquí!»

Paseó la vista entre los caballeros: Gawaine, muy rubio, fuerte como un bulldog, sonriendo a su hermano menor; Gareth, radiante como el oro recién acuñado. Lanzarote, moreno y hermoso, abstraído, como si sus pensamientos estuvieran en el otro extremo del mundo; Pelinor, encanecido y atildado, atendido por su hija Elaine.

Al trono de Arturo se acercó alguien que no formaba parte de los caballeros. Morgana no lo conocía, pero vio que Ginebra hacía un gesto de miedo.

—Soy el único hijo varón superviviente del rey Leodegranz —dijo—, y hermano de vuestra reina, Arturo. Exijo que reconozcáis mi derecho sobre el país del Estío. Arturo dijo con suavidad:

—En esta corte no se presentan exigencias, Meleagrant.

Estudiaré tu solicitud y pediré opinión a mi reina. Puede que consienta en nombrarte regente. Pero no puedo dictaminar ahora.

—¡En ese caso, puede que no aguarde vuestro dictamen! —gritó Meleagrant. Era corpulento y portaba, no sólo espada y puñal, sino también una gran hacha de bronce. Vestía pieles y cueros mal curtidos; su aspecto era salvaje y ceñudo como el de cualquier bandido sajón. Sus dos escuderos parecían aún más rufianes que él—. Soy el único hijo varón superviviente de Leodegranz.

Ginebra se inclinó hacia su esposo para susurrarle algo. El rey manifestó:

—Me dice mi señora que su padre siempre negó haberte engendrado. Ten la seguridad de que analizaremos este asunto y, si tu reclamación es justa, accederemos. Por el momento, señor Meleagrant, te ordeno que confíes en mi justicia. Participa con nosotros del festín.

—¡Al diablo con el festín! —bramó Meleagrant, furioso—. ¡No he venido para comer confites y admirar a las señoras! Os digo, Arturo, que soy rey de ese país. Y si osáis denegar mi reclamación será peor para vos… ¡y para vuestra señora!

Apoyó la mano en la empuñadura de su gran hacha de combate, pero Cay y Gareth se abalanzaron hacia él, sujetándole los brazos a la espalda.

—¡Nadie exhibe su acero en el salón del rey! —dijo enérgicamente Cay, mientras el joven le quitaba el hacha de la mano para ponerla a los pies del trono—. Id a vuestro asiento, hombre, y comed la carne. En la mesa redonda tiene que haber orden, y si nuestro rey ha dicho que os hará justicia, esperaréis hasta que a él le plazca.

Lo hicieron volverse con brusquedad, pero Meleagrant forcejeó hasta liberarse, exclamando:

—¡Al diablo con vuestro festín y con vuestra justicia! Y al diablo también con vuestra mesa redonda y con todos los caballeros.

Y les volvió la espalda para alejarse a grandes pasos, dejando allí el hacha. Cay dio un paso tras él y Gawaine se levantó a Cedías, pero Arturo les indicó que volvieran a sentarse.

—Que se vaya —dijo—. Ya ajustaremos cuentas cuando llegue el momento. Lanzarote, puede corresponderte a ti tratar con ese usurpador, ya que eres el campeón de mi señora.

—Será un placer, mi rey. —El caballero del lago dio un respingo, como si estuviera medio dormido. Morgana sospechó que no tenía la menor idea de lo que acababa de aceptar.

Los heraldos de la puerta continuaban proclamando que todos debían acercarse para recibir la justicia del rey. Se produjo un breve y cómico interludio cuando un granjero se presentó a decir que había reñido con su vecino por un pequeño molino de viento, levantado en las lindes de ambas propiedades.

—Y como no pudimos ponernos de acuerdo, señor, pensamos que el rey había puesto a salvo todo el país para poder poner molinos de viento, y por eso dije que vendría a vos, señor, para ver qué decíais.

El asunto se liquidó entre risas bonachonas, pero Morgana notó que Arturo no reía: escuchó con seriedad y pronunció su dictamen. Sólo cuando el hombre se retiró, entre muchas reverencias y frases de agradecimiento, se permitió sonreír.

—Cay, asegúrate de que ese hombre coma algo en las cocinas antes de iniciar el regreso; ha caminado mucho. —Suspiró—. ¿Quién es el próximo? Dios quiera que sea algo más adecuado para mí. ¿Acaso vendrán a pedirme consejo sobre la cría de caballos o algo así?

—Eso da a entender lo que piensan de su rey, Arturo —dijo Taliesin—. Pero tendríais que hacer que los señores locales también se hagan responsables de administrar justicia en vuestro nombre. —Levantó la cabeza para ver al siguiente demandante—. Pero esto parece más digno de la atención real, pues se trata de una mujer y no dudo que está en dificultades.

Arturo le indicó por señas que se aproximara. Era una mujer joven y con aplomo, educada en la altanería de las cortes. Su único acompañante era un enano menudo y feo, pero de buena musculatura, que portaba un hacha corta y poderosa.

Después de hacer una reverencia al rey, contó su historia. Servía a una señora que había quedado sola en el mundo, como tantas otras después de la guerra; sus propiedades estaban en el norte, cerca de la antigua muralla romana, y la mayoría estaba en ruinas. Pero una banda de cinco hermanos rufianes había fortificado cinco de los castillos y estaban asolando los alrededores. Ahora uno de ellos, que se hacía llamar el Caballero Rojo de las Rojas Tierras, había puesto sitio a su señora. Y sus hermanos eran aún peores.

—¡Ja! ¡El Caballero Rojo! —dijo Gawaine—. Lo conozco. Combatí contra él en mi última visita a Lot y casi no logré salir con vida. Convendría enviar a un ejército para expulsar a esos individuos, Arturo. En esa parte del mundo no hay ley.

El monarca asintió, ceñudo, pero el joven Gareth se puso de pie.

—Eso está dentro del país de mi padre, mi señor Arturo. Me prometisteis una gesta; enviadme en socorro de esta señora.

La joven, al observar su rostro lampiño y la túnica de seda blanca que se había puesto para la ceremonia, rompió a reír.

—¿Vos? ¡Pero si sois un niño! —Luego irguió la espalda—. Mi rey y señor: vine a pediros uno de vuestros grandes caballeros, cuya reputación de combatiente intimidara a ese Caballero Rojo: Gawaine. Lanzarote o Balin. ¿Vais a permitir que vuestro mozo de cocina se burle de mí, señor?

—Mi compañero Gareth no es un mozo de cocina, señora —dijo Arturo—. Es hermano del señor Gawaine, a quien promete igualar o superar. En verdad le prometí una gesta, y lo enviaré contigo. Gareth, te encomiendo acompañar a esta señora, protegerla de todo peligro durante el viaje y ayudar a su señora a organizar la defensa de su país contra los villanos. Si necesitas ayuda puedes enviarme un mensajero. Señora, te asigno a un buen hombre.

Ella no se atrevió a contestarle, pero miró a Gareth con fiereza y se retiró tempestuosamente.

Lanzarote apuntó en voz baja:

—Es joven para esto, señor. ¿No tendríais que enviar a alguien más experimentado?

Arturo negó con la cabeza.

—En verdad creo que Gareth puede hacerlo. Y no quiero que haya preferencias entre mis caballeros. Esa señora tendrá que conformarse con que uno de ellos vaya en ayuda de su pueblo. ¿Hay algún otro demandante?

—Uno más, mi señor Arturo —dijo Viviana en voz baja.

Y se levantó de entre las damas de la reina. Morgana iba a acompañarla, pero se lo impidió con un gesto. Parecía más alta de lo que era, en parte porque se mantenía muy erguida y en parte por el encantamiento de Avalón. De uno de sus costados pendía la pequeña hoz de las sacerdotisas; en su frente brillaba la marca de la Diosa: la media luna azul.

Arturo la observó un momento, asombrado. Al reconocerla le indicó por un gesto que se adelantara.

—Hacía tiempo que no honrabas a la corte con tu presencia, Dama de Avalón. Ven a sentarte a mi lado y dime cómo puedo servirte.

—Honrando a Avalón, como jurasteis —dijo Viviana, con voz grave y muy clara, que resonó en todos los rincones—. Mi rey: os pido que miréis la espada que lleváis. Pensad en los que os la pusieron en las manos y en lo que jurasteis…

En años posteriores, al discutirse lo sucedido entre los cientos de personas que estaban presentes aquel día, no habría dos que pudieran ponerse de acuerdo sobre lo que aconteció primero. Morgana vio que Balin se levantaba para arrojarse hacia delante, y una mano arrebató la gran hacha que Meleagrant había dejado apoyada en el trono. Luego hubo un forcejeo y un grito. Y oyó su alarido mientras el hacha descendía en un torbellino. Pero no vio el golpe: sólo las trenzas blancas de Viviana, súbitamente rojas de sangre, mientras la Dama se derrumbaba sin una exclamación.

El salón se llenó de voces. Lanzarote y Gawaine sujetaban a Balin, que se debatía. Morgana corrió hacia ellos, con su puñal en la mano, pero Kevin la retuvo, apretándole la muñeca con sus dedos torcidos.

—No, Morgana, no, es demasiado tarde —dijo con la voz enronquecida por los sollozos—. ¡Ceridwen, Madre Diosa! No, no la mires, Morgana…

Trató de apartarla, pero ella se mantuvo allí, como si se hubiera convertido en piedra, oyendo las obscenidades que Balin aullaba a todo pulmón.

Cay dijo abruptamente:

—¡Atended al señor Taliesin!

El anciano se había deslizado de su asiento, desvanecido. Cay se agachó para sostenerlo. Luego, murmurando una palabra de disculpa, cogió la copa del rey y vertió un poco de vino por la garganta del anciano. Kevin soltó a Morgana para acercarse torpemente a Taliesin. Ella no pudo dar un solo paso. Miraba fijamente al anciano desmayado, para no ver el horrible charco rojo en el suelo, que iba empapando túnicas, pelo y manto. En el último instante Viviana había asido su pequeña hoz y la tenía en la mano, manchada de sangre. Su cráneo estaba partido en dos y había tanta sangre, tanta… «Sangre en el trono, como la de un animal para el sacrificio, a los pies del trono de Arturo…»

Por fin el rey recuperó la voz.

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