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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (49 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Ginebra quería ser virtuosa, pero también era importante que la gente la considerara intachable. Morgana, por ejemplo, era igualmente virtuosa, hasta donde se sabía; no obstante, por sus artes curativas y su videncia, se rumoreaba que era bruja y que estaba en tratos con el pueblo de las hadas o con el diablo, y ella misma se había preguntado en ocasiones si lo que tantos repetían sería cierto.

Echaba de menos a Morgana, sí… pero en realidad se alegraba de que ya no estuviera en la corte. Se imaginó repitiendo ante su cuñada lo que Arturo le había dicho; se habría muerto de vergüenza. Y probablemente Morgana le habría dicho, riendo, a ella le correspondía decidir si tomaría o no a Lanzarote como amante, o tal vez a él.

De inmediato le recorrió una llamarada intensa como los fuegos del infierno: ¿y si se ofrecía a Lanzarote y él la rechazaba? Entonces sí que se moriría de vergüenza. ¿Cómo soportaría volver a salir, abandonar el espacio seguro del dormitorio, de su ama? Allí no podía sucederle nada malo.

Ciertamente, se encontraba algo descompuesta. Por la mañana lo diría a sus damas y ellas, como Lanzarote, lo atribuirían al cansancio. Así continuaría siendo la de siempre: una reina virtuosa y una buena cristiana. Arturo estaba alterado por su herida y su larga inactividad, pero cuando se repusiera no volvería a pensar en semejante cosa, y hasta le agradecería que no hubiera prestado oídos a su locura.

Pero cuando estaba a punto de caer en un profundo sueño, recordó algo que había dicho una de sus damas, pocos días antes de que Morgana abandonara la corte: que ella tendría que proporcionarle algún hechizo. En verdad, si un hechizo la obligara a amar a Lanzarote, quedaría liberada de tan penosa decisión. «Cuando Morgana regrese le hablaré de esto», pensó.

Pero hacía casi dos años que Morgana no estaba en la corte y bien podía ser que no volviera jamás.

9

«Y
a soy demasiado vieja para estos viajes —pensó Viviana, a caballo bajo la lluvia invernal, con la cabeza inclinada y la capa bien ceñida al cuerpo—. De esto tendría que ocuparse Morgana, que iba a ser mi sucesora en Avalón.»

Cuatro años atrás Taliesin le dijo que la joven se había quedado en Caerleon, como dama de Ginebra, tras la boda de Arturo. ¿La Dama del Lago, criada de una reina? ¿Cómo podía haber abandonado de aquel modo el verdadero camino? Sin embargo, cuando envió recado a Caerleon para que Morgana volviera a Avalón, el mensajero regresó diciendo que había abandonado la corte para volver a la isla, según se creía.

Pero no estaba en Avalón, ni en Tintagel con Igraine, ni en la corte de Lot. ¿Adonde habría ido? Tal vez había sufrido algún percance en uno de sus viajes solitarios, podía haber perdido la memoria, podían haberla violado y matado… «Oh, no —pensó Viviana—, si algo le hubiera sucedido, sin duda yo lo habría visto en el espejo… o con la videncia.»

Pero no podía estar segura. Su videncia se había vuelto irregular; a menudo sólo surgía ante sus ojos una enloquecedora niebla gris. Y el destino de Morgana estaba oculto detrás de aquel velo.

«Diosa, Madre —rezó—, devuélveme a mi niña.» Pero la respuesta de la Diosa estaba escondida en aquel cielo implacable.

La última vez que hizo el viaje, seis meses antes, ¿se había cansado tanto? Tenía la sensación de que sólo ahora el trote del burro le sacudía todos los huesos, mientras el frío la roía con dientes helados.

Un miembro de su escolta se volvió a decirle:

—Ya veo la granja, señora. Llegaremos antes de que caiga la noche.

Viviana le dio las gracias, tratando de disimular su gratitud para no traicionar su debilidad.

Gawan la esperaba en el estrecho patio de las cuadras y la ayudó a desmontar sin pisar el barro.

—Bienvenida, señora —le dijo—. Es un placer veros, como siempre. Mañana vendrán mi hijo Balin y el vuestro; mandé a Caerleon por ellos.

—¿Tan grave es, viejo amigo? —preguntó Viviana.

Gawan asintió con la cabeza.

—Apenas se la reconoce, señora. Está reducida a nada; si come o bebe un poco dice que se le incendian las entrañas. Ya no puede faltar mucho, pese a todos vuestros remedios.

Viviana lanzó un suspiro.

—Es lo que temía —dijo—. Cuando esta enfermedad se apodera de alguien ya no abre las garras. Tal vez pueda ofrecerle algún alivio.

—Dios lo quiera. Las medicinas que nos dejasteis la última vez ya no sirven de mucho. Se despierta por la noche, llorando como una criatura. No tengo siquiera el valor de rezar para conservarla a costa de más sufrimientos, señora.

Viviana volvió a suspirar. En su última visita, seis meses antes, les había dejado sus drogas más fuertes, casi deseando que Priscila enfermara de fiebres en otoño y muriera antes de que los medicamentos perdieran efecto. Ya no había mucho que pudiera hacer. Se dejó conducir al interior de la casa y sentar frente al fuego. La criada le llevó un cuenco de sopa caliente.

—Descansad, señora —invitó él—. Podréis ver a mi esposa después de cenar. A esta hora suele dormir un rato.

—Cualquier rato de descanso es una bendición; no voy a molestarla —resolvió Viviana calentándose los dedos helados con el tazón de sopa, mientras las criadas le sacaban las botas y la secaban con toallas calientes. Por un momento descansó cómodamente, olvidando aquella lúgubre misión. Pero desde una habitación interior les llegó un grito débil y la criada dio un respingo.

—Es el ama, pobre —dijo a Viviana—. Debe de estar despierta. Esperábamos que durmiera hasta que la cena estuviera servida. Tengo que ir a atenderla.

—Yo también voy.

Viviana siguió a la mujer hasta la alcoba, viendo la expresión horrorizada de Gawan ante aquel débil grito.

Viviana nunca había dejado de hallar en Priscila algún rastro de su antigua hermosura, cierto parecido con la joven alegre que había criado a su hijo Balan. Ahora, el rostro, los labios y el pelo descolorido eran del mismo color gris amarillento; incluso los ojos azules parecían desteñidos por la enfermedad. Era evidente que llevaba meses sin poder levantarse. Y si hasta entonces las pociones de Viviana le habían ofrecido alivio, consuelo y una recuperación parcial, ya era demasiado tarde para prestarle ninguna ayuda.

Por un momento los ojos desvaídos vagaron por la habitación. Por fin, Priscila parpadeó un poco, susurrando:

—¿Sois vos, señora?

Viviana le cogió la mano marchita.

—Lamento veros tan enferma —dijo—. ¿Cómo estáis querida amiga?

Los labios resquebrajados se tensaron en una mueca que parecía un gesto de dolor, pero pretendía ser una sonrisa.

—No podría estar peor —susurró—. Creo que Dios y su Madre me han olvidado. Pero me alegra volver a veros. Y espero vivir lo suficiente para dar la bendición a mis queridos hijos. —Suspiró con fatiga, tratando de cambiar de posición—. Me duele la espalda de tanto estar acostada, pero cuando me tocan es como si me clavaran cuchillos. Y aunque tengo mucha sed, no me atrevo a beber por miedo al dolor.

—Haré todo lo que pueda —prometió Viviana.

Después de ordenar a los criados lo que necesitaba, le vendó las llagas y le enjuagó la boca con una loción refrescante. Luego se sentó junto a ella, sosteniéndole la mano, sin molestarla con palabras. Poco después del oscurecer se oyó ruido en el patio. Priscila dio un respingo, febriles los ojos a la luz de la lámpara.

—¡Son mis hijos!

Y en verdad no tardaron en entrar Balan y su hermano de leche, Balin, el hijo de Gawan.

—Madre —saludó el primero, inclinándose para besar la mano a Priscila. Sólo entonces se inclinó ante Viviana—. Señora…

La Dama tocó a su hijo mayor en la mejilla. No era tan hermoso como Lanzarote, pero tenía bellos ojos oscuros, como los de ella y los de su hermano. Balin era más bajo, recio y de ojos grises. Como Priscila, era rubio y de mejillas encarnadas.

—Mi pobre madre —murmuró acariciándole la mano—. Pero ahora que la Dama Viviana ha venido a ayudarte no tardarás en recuperarte, ¿no es así? Pero estás tan delgada, madre… Tienes que tratar de comer más para fortalecerte.

—No —susurró Priscila—. No volveré a fortalecerme hasta que cene con Jesucristo en el cielo, hijo querido.

—Oh, no, madre, no digas eso… —exclamó Balin.

Balan buscó la mirada de Viviana y le dijo en voz muy baja:

—No comprende que se muere, señora… madre. Insiste en que puede recuperarse. —Balan negó con la cabeza. Tenía el grueso cuello enrojecido y Viviana le vio lágrimas en los ojos, aunque él se las enjugó deprisa.

Después de un rato, Viviana dijo que todos tenían que salir para que la enferma descansara.

—Despedíos de vuestros hijos, Priscila, y dadles vuestra bendición —sugirió.

Los ojos de la mujer se animaron un poco.

—Ojalá fuera una verdadera despedida, antes de que esto empeore. No querría que me vieran como esta mañana —murmuró.

Viendo su terror, Viviana se inclinó hacia ella para decirle en un susurro:

—Puedo hacer que no haya más dolor, querida, si deseáis que termine.

—Por favor —susurró la moribunda, estrechándole la mano a modo de súplica.

—Os dejaré con vuestros hijos, pues. Los dos son vuestros, aunque sólo hayáis alumbrado a uno de ellos.

En la otra habitación encontró a Gawan.

—Traedme mis alforjas —dijo. Cumplida la orden, rebuscó en un bolsillo. Luego se volvió hacia el hombre—. Por el momento está en calma, pero no puedo hacer mucho más, salvo poner fin a sus sufrimientos. Creo que eso es lo que desea.

—¿No hay ya esperanza?

—No. Ya no le espera más que dolor. No creo que vuestro Dios desee hacerla sufrir más.

Gawan dijo conmovido.

—Ha dicho a menudo que se arrepentía de no haber tenido valor para arrojarse al río mientras aún podía caminar.

—Es hora, pues, de que se vaya en paz —musitó Viviana—, pero quería haceros saber que no hago sino su voluntad.

—Siempre he confiado en voz, señora —replicó Gawan—. Mi esposa os ama. No pido más. Sé que os bendecirá si ponéis fin a sus sufrimientos.

Pero estaba demudado por el pesar. Siguió a Viviana a la alcoba, donde Priscila charlaba en voz baja con Balin. Cuando le soltó la mano, éste se acercó a su padre, sollozando. La enferma tendió los dedos flacos a Balan, diciendo con voz trémula:

—Tú también has sido un buen hijo, muchacho. Cuida siempre de tu hermano de leche. Y no dejes de rezar por mi alma.

—Lo haré, madre —dijo Balan. Pero cuando quiso abrazarla, Priscila soltó un pequeño grito de miedo y dolor, de modo que se limitó a estrecharle la mano marchita.

—Ya os he preparado vuestro remedio, Priscila —dijo Viviana—. Dad las buenas noches y dormid.

—Estoy tan cansada… —susurró la moribunda—. Dormir será un placer. Bendita seáis, señora, y también vuestra Diosa.

—En su nombre, que ofrece misericordia —murmuró la Dama, en tanto le alzaba la cabeza para que pudiera tragar.

—Tengo miedo de beber esto. Es amargo. Y tragar cualquier cosa me causa dolor —susurró Priscila.

—Os juro, hermana mía, que después de beber esto no habrá más dolor —aseguró Viviana con voz firme, inclinando la taza.

Después de beber, Priscila levantó una mano para tocarle la cara.

—Dadme un beso de despedida, señora —pidió con aquella horrenda sonrisa.

Y Viviana oprimió los labios contra la frente cadavérica, pensando: «He traído vida y ahora vengo como la Parca. Lo que hago ahora por ella, Madre, que algún día lo haga alguien por mí.» Y se estremeció otra vez al encontrar la mirada interrogante de Balin.

—Venid —dijo en voz baja—. Dejadla descansar.

Salieron del cuarto. Gawan permaneció junto a su esposa, sin soltarle la mano. «Así tiene que ser», pensó la Dama.

Las criadas habían servido la cena. Viviana ocupó su sitio y comió, fatigada por el largo viaje.

—¿Habéis venido desde Caerleon en un solo día, muchachos? —preguntó. Y sonrió para sí, pues los «muchachos» ya eran hombres.

—Sí —respondió Balan—, y fue un viaje infortunado a causa de la lluvia y el frío. —Después de servirse pescado, pasó la fuente a Balin, diciendo—: No comes nada, hermano.

El otro se estremeció.

—No tengo ánimos para comer, viendo así a mi madre. Gracias a Dios estáis aquí, señora. Se repondrá pronto, ¿verdad? La última vez vuestros remedios fueron como un milagro.

Viviana lo miró fijamente. ¿Era posible que no comprendiera? Por fin dijo en voz baja:

—Lo mejor que podemos esperar es que vaya a reunirse con su Dios en el más allá, Balin.

Él levantó con espanto la cara rubicunda.

—¡No! ¡No puede morir! Prometedme que no la dejaréis morir, señora…

Viviana replicó severamente:

—No tengo la vida y la muerte en mis manos, Balin. ¿Quieres que viva este tormento mucho más tiempo?

—Pero vos sois hábil en todo tipo de magia —protestó Balin enfadado—. ¿A qué vinisteis, si no fue para curarla otra vez? Hace un momento dijisteis que podíais poner fin a su dolor…

—Para la enfermedad que se ha adueñado de tu madre hay una sola cura —explicó Viviana apoyándole una mano compasiva en el hombro.

—Basta, Balin —dijo su hermano—. ¿Prefieres que siga sufriendo?

Pero Balin clavó en Viviana una mirada fulminante.

—Conque utilizasteis vuestras hechicerías para curarla cuando era un honor para vuestra maligna Diosa —gritó—. Y ahora que ya no podéis sacar beneficio, la dejáis morir.

—Calla, hombre —ordenó Balan con voz ronca y tensa—. Recuerda que nuestra madre la bendijo y le dio un beso de despedida. Era lo que deseaba.

Pero Balin alzó la mano, como para golpear a Viviana.

—¡Judas! —gritó—. Vos también traicionasteis con un beso. —Y se volvió para correr a la alcoba—. ¿Qué habéis hecho? ¡Asesina! ¡Sucia asesina! ¡Padre, padre! ¡Esto es asesinato y hechicería maligna!

Gawan apareció en la puerta de la habitación interior, muy pálido, pidiendo silencio con gestos nerviosos, pero su hijo lo apartó de un empellón. Viviana fue tras él. Al entrar vio que Gawan había cerrado los ojos a la difunta.

Balin, al notarlo, se volvió hacia ella entre gritos incoherentes:

—¡Asesina! ¡Traidora, bruja! ¡Maldita bruja asesina!

Gawan retuvo a su hijo entre los brazos.

—¿Ante el cuerpo de tu madre hablas así de la persona en quien más confiaba?

Pero Balin, delirante, forcejeaba para arrojarse contra Viviana, que trató de hacerlo entrar en razón, sin lograr que la escuchara. Por fin fue a sentarse junto al fuego de la cocina.

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