—Se lo diré —prometió Ginebra.
Y se puso en marcha, pensativa. Morgana era reina de Cornualles y tenía que asumir su mando. Luego recordó que Arturo había querido casarla con su mejor amigo. Puesto que Lanzarote no era rico ni tenía tierras, sería conveniente que ambos reinaran juntos en Tintagel.
«Y ahora que voy a dar un hijo a Arturo, sería mejor alejar a Lanzarote de la corte, para no verlo nunca más, para que no me inspire pensamientos indignos de una buena esposa cristiana.» Sin embargo, no soportaba imaginarlo casado con Morgana. ¿Habría mujer más pecadora en toda la faz de este perverso mundo?
Viajaba con la cara escondida en la capa, sin oír los chismorrees de los caballeros que la escoltaban, pero pasado un tiempo se dio cuenta de que estaban cruzando una aldea incendiada. Uno de los hombres le pidió autorización para detener la marcha y se alejó en busca de supervivientes. Regresó ceñudo y lúgubre.
—Sajones —dijo a los otros. Y se mordió los labios al ver que la reina lo estaba oyendo—. No os asustéis, señora. Se han ido. Pero tenemos que apresurar la marcha para informar a Arturo. Si os conseguimos un caballo más veloz, ¿podréis seguirnos el paso?
Ginebra sintió que se sofocaba. Habían salido de un valle profundo; el cielo se arqueaba sobre ellos, muy abierto, lleno de amenazas. Su voz sonó trémula y débil como la de una niña:
—No puedo cabalgar más deprisa; estoy gestando al hijo del gran rey y no me atrevo a arriesgarlo.
Una vez más el caballero Griflet, el esposo de Meleas, su dama de compañía, pareció morderse los labios y apretar los dientes. Por fin dijo, disimulando su impaciencia:
—En ese caso, señora, será mejor que os escoltemos hasta Tintagel o hasta el convento, así podremos apresurar la marcha y llegar a Caerleon antes del próximo amanecer. Si estáis embarazada no podéis cabalgar durante la noche. ¿Permitiréis que uno de nosotros os acompañe con vuestra criada a Tintagel o al convento?
«Si hay sajones en esta zona me gustaría mucho estar nuevamente entre murallas. Pero no puedo ser tan cobarde. Arturo tiene que saber lo de su hijo.»
—¿No es posible que uno de vosotros se adelante hacia Caerleon, mientras el resto viaja a mi paso? ¿O contratar a un mensajero para que lleve la noticia cuanto antes?
Ginebra parecía a punto de decir una palabrota.
—No podría confiar en un mensajero de esta región, señora, y somos muy pocos para protegeros. Bien, sea: sin duda los hombres de Arturo ya habrán recibido la noticia.
Le volvió la espalda con expresión tan furiosa que Ginebra habría querido acceder a cuanto él dijera. Pero no podía ser tan cobarde ahora que gestaba al hijo real; tenía que comportarse como corresponde a una reina.
«Si fuera a Tintagel, con la región llena de sajones, tendría que permanecer allí hasta que terminara la guerra. Y como Arturo no sabe que vamos a tener un hijo, tal vez me dejaría allí para siempre. ¿Para qué quiere a una reina estéril en su nuevo palacio de Camelot? Pero todo saldrá bien cuando Arturo lo sepa…»
El viento helado parecía calarla hasta los huesos. Después de un rato les rogó que hicieran otro alto y sacaran la litera, a fin de viajar en ella; el movimiento del caballo la sacudía demasiado. Por un momento tuvo la sensación de que Griflet olvidaría su cortesía para insultarla, pero dio las órdenes pertinentes. Se acurrucó en el vehículo, agradecida por el ritmo más lento y las cortinas cerradas que ocultaban el terrorífico cielo.
Antes del anochecer la lluvia cesó por un rato; asomó el sol, bajo e inclinado sobre aquel horrible páramo.
—Acamparemos aquí —dijo Griflet—. Al menos, en el páramo se tiene una buena perspectiva. Mañana llegaremos al viejo camino romano y podremos apretar el paso.
Luego bajó la voz para decir a los otros caballeros algo que Ginebra no oyó, pero lo sabía furioso por aquella lentitud. ¿Querrían acaso que perdiera otra vez al hijo de Arturo?
Durmió mal en la tienda, con el suelo duro bajo el cuerpo, las mantas húmedas y la espalda dolorida por el viaje, pero al fin concilio el sueño. La despertó un ruido de jinetes y la voz de Griflet, recia y enérgica:
—¡Alto! ¿Quién vive?
—Sois vos, Griflet? Reconozco vuestra voz —dijo alguien en la oscuridad—. Soy Gawaine y vengo en busca de vuestro grupo. ¿La reina está con vosotros?
Ginebra se echó la capa sobre el camisón para salir de la tienda.
—¿Sois vos, primo? ¿Qué hacéis aquí?
—Esperaba encontraros todavía en el convento —explicó el caballero mientras desmontaba. Detrás de él, en la oscuridad, se veían otras siluetas: cuatro o cinco de los hombres de Arturo—. Puesto que estáis aquí, señora, supongo que la reina Igraine ha abandonado este mundo.
—Murió antenoche —confirmó Ginebra.
Gawaine suspiró.
—Bueno, ha sido la voluntad de Dios. Pero el país está en armas, señora. Puesto que habéis llegado hasta aquí, supongo que tenéis que continuar hasta Caerleon. Si os hubiera encontrado en el convento, tenía órdenes de acompañaros al castillo de Tintagel, junto con las hermanas que desearan pedir protección, para que permanecierais allí hasta que el país estuviera a salvo.
—Y ahora os ahorraréis el viaje —respondió ella irritada.
Pero el caballero negó con la cabeza.
—Puesto que mi mensaje es inútil y las hermanas, sin duda, querrán refugiarse entre las murallas del convento, tengo que llegar a Tintagel para convocar a todos los hombres que deben fidelidad a Arturo. Los sajones se están concentrando cerca de la costa, con más de cien barcos.
—Le dije a la reina que tenía que permanecer en Tintagel, pero ya es demasiado tarde para regresar allí —intervino Griflet—. Y si los ejércitos se están reuniendo en los caminos… Quizá sería mejor que llevarais a la reina al castillo, Gawaine.
—No —manifestó Ginebra, con toda claridad—. Tengo que volver a Caerleon. No temo viajar a donde sea necesario.
Si se avecinaba otra guerra, Arturo desearía aún más la noticia que le llevaba. Gawaine negó con la cabeza, impaciente.
—No puedo retrasarme llevando el paso de una mujer.
—Y la reina está embarazada. Tiene que viajar a paso lentísimo —añadió Griflet, con igual impaciencia.
—¿Podéis darme un poco de pan y vino? —pidió Gawaine—. Cabalgaré toda la noche para llegar al amanecer. Llevo un Mensaje a Marco, el duque guerrero de Cornualles, para que traiga a sus caballeros. Ésta puede ser la gran batalla predicha por Taliesin, donde pereceremos o expulsaremos a los sajones de estas tierras de una vez por todas. Pero todos los hombres tienen que combatir junto a Arturo.
—Id, pues, Gawaine, y que Dios os acompañe.
Los dos caballeros se abrazaron. Luego Gawaine se inclinó ante Ginebra. Ella alargó una mano, diciendo:
—Un momento… Mi parienta Morgause, ¿está bien?
—Tan bien como siempre, señora.
—Y mi cuñada Morgana, ¿está a salvo en la corte de Lot?
El caballero la miró con sorpresa.
—¿Morgana? No, señora. Llevo muchos años sin ver a mi prima Morgana. Según mi madre, no ha visitado el reino de Lothian. —Se comportaba con cortesía, pese a la impaciencia— Ya tengo que partir.
—Id con Dios —dijo ella.
Y esperó a que el ruido de los cascos se perdiera en la noche.
—Ya falta muy poco para el amanecer —observó—. ¿No tendríamos que levantar el campamento para continuar viaje hacia Caerleon?
Griflet pareció complacido.
—Si podéis viajar, señora, nada me complacerá tanto como salir al camino. Sabe Dios por qué tendremos que pasar antes de llegar a nuestro destino.
Pero cuando el sol se elevó sobre los páramos, lo que cruzaron fue territorio ya golpeado por la guerra. En aquella época del año los agricultores tendrían que estar trabajando en los sembrados, pero en las colinas no se veían ovejas pastando, no ladraba un solo perro, ningún niño salía a observarlos. Ginebra se estremeció, comprendiendo que los campesinos se preparaban para la guerra.
«¿Será peligroso para mi hijo viajar a este paso?» Pero ahora tenía que escoger entre dos peligros: correr el riesgo de una marcha forzada o demorarse en el camino, con peligro de caer en manos de los ejércitos sajones. Decidida a no dar más motivos de queja a Griflet, abandonó la litera, pero al montar a caballo tuvo la sensación de que el miedo la rondaba por doquier.
Se acercaba el anochecer de una larga jornada cuando vieron la torre de vigilancia de Caerleon. Ginebra se persignó al pasar debajo del gran estandarte carmesí del Pendragón: «¿Es correcto que este símbolo de un antiguo culto demoníaco sirva para convocar a los ejércitos cristianos contra los bárbaros?» En una ocasión lo había mencionado a Arturo, pero él le había respondido que había jurado reinar como Gran Dragón sobre cristianos y no cristianos por igual.
—Una cosa es el oficio de cura y otra el de rey, Ginebra, déjalo así.
Cruzaron lentamente por entre los ejércitos acampados en la llanura, ante Caerleon. Algunos de los caballeros se acercaron a vitorear a su reina, que los saludó con una sonrisa. Gaheris, el hermano de Gawaine, le hizo una reverencia. Luego preguntó a Griflet, mientras acompañaba a pie el paso de su caballo:
—¿Os encontrasteis con mi hermano? Llevaba un mensaje para la reina.
—Nos encontró cuando ya llevábamos un día de viaje —respondió la reina—. Era más fácil continuar hasta aquí.
—Iré con vosotros al castillo. Todos los compañeros de Arturo cenarán con él —dijo Gaheris—. Vuestra esposa está aquí, Griflet, preparándose para ir al nuevo castillo. Arturo ha decidido que todas las mujeres vayan allí, donde será más fácil defenderlas con pocos hombres.
¡A Camelot! El corazón de Ginebra dio un vuelco. Después de tanto viajar para dar la buena noticia a Arturo, iba a enviarla a Camelot.
—No conozco ese estandarte —comentó Griflet señalando un águila dorada de aspecto muy antiguo sobre un mástil.
—Es el de Gales del norte —explicó Gaheris—. Uriens ha venido con su hijo Avalloch. Dice que su padre lo arrancó a los romanos, hace más de cien años.
—Y aquél, ¿de quién es?
La propia Ginebra respondió:
—Es el estandarte de Leodegranz, mi padre: campo azul con la cruz bordada en rezo.
Ella misma, cuando era niña, había ayudado a bordarlo. «Bajo esa cruz tendríamos que combatir, no bajo las serpientes de Avalón.» Y se estremeció al pensarlo.
—Debéis de estar cansada por el viaje, señora —dijo Griflet amablemente—. Pronto estaréis con vuestras damas.
Cuando se acercaron a las puertas del castillo, muchos de los compañeros de Arturo la saludaron agitando la mano, de manera amistosa e informal. «El año que viene, por estas fechas, vitorearán a su príncipe», pensó Ginebra.
Un hombre corpulento, de movimientos torpes, se cruzó frente a su caballo, como si hubiera tropezado, pero le hizo un reverencia.
—Señora, hermana mía —dijo—, ¿no me reconocéis?
Ginebra lo miró con el entrecejo fruncido. Al cabo de un momento exclamó:
—¿Eres…?
—Meleagrant. He venido a combatir junto a nuestro padre y vuestro esposo, hermana mía.
Griflet comentó, con una sonrisa amistosa:
—Ignoraba que vuestro padre tuviera un hijo varón, mi reina. Pero todos serán bien recibidos bajo el estandarte de Arturo.
—Podríais decir una palabra a vuestro esposo en mi favor hermana —continuó Meleagrant.
Ginebra, al observarlo, sintió un leve sentimiento de desagrado. Era casi un gigante; como tantos hombres corpulentos parecía contrahecho, como si un lado del cuerpo fuera algo mayor que el otro. Y era muy arrogante al tratarla de hermana delante de todos aquellos hombres. Cuando quiso besarle la mano sin permiso, ella apretó el puño y la retiró.
—Sin duda mi padre hablará por ti cuando lo merezcas, Meleagrant. Soy sólo una mujer y no tengo autoridad sobre esas cosas. ¿Está aquí mi padre?
—Dentro del castillo, con Arturo —respondió el gigante mohíno—. ¡Y yo aquí afuera, como un perro, con los caballos!
Ginebra replicó firmemente:
—No creo que tengas derecho a más. Te ha dado un puesto a su lado porque tu madre fue una de sus favoritas.
Meleagrant repuso ásperamente:
—Todo el mundo sabe tan bien como mi madre que soy hijo del rey, su único hijo varón. ¡Hablad a nuestro padre en mi favor, hermana!
Ginebra apartó la mano de sus repetidos esfuerzos por sujetarla.
—¡Déjame en paz! Mi padre asegura que no eres hijo suyo. ¿Qué más tengo que decir?
—Tenéis que escucharme.
El gigante le tiró de la mano con urgencia. Griflet se interpuso entre ambos.
—Un momento, amigo. No puedes tratar así a la reina, si no quieres que Arturo mande servir tu cabeza como cena. Nuestro rey Y señor te dará lo que te corresponda. Mientras tanto, ¡no molestes a la reina!
Meleagrant se volvió hacia él, muy erguido. Aunque Griflet era alto y atlético, a su lado parecía una criatura.
—¿Vas a enseñarme lo que tengo que decir o no a mi hermana, pequeño petimetre?
El caballero puso una mano en el pomo de su espada.
—Se me encomendó escoltar a mi reina, amigo. ¡Apártate si no quieres que te saque por la fuerza!
—¿Tú y quién más? —se burló Meleagrant, haciendo una mueca.
—Y yo, para empezar —dijo Gaheris, plantándose junto a Griflet, grande y forzudo como su hermano mayor.
—Y yo —añadió Lanzarote, saliendo de la oscuridad para acercarse rápidamente al caballo de Ginebra. Ella habría podido llorar de alivio. Nunca lo había visto más apuesto que en aquel momento. Aunque era de complexión delgada, algo en su presencia hizo que el gigante retrocediera—. ¿Os fastidia este hombre, señora Ginebra?
El otro barboteó:
—Y tú, ¿quién eres?
—Ten cuidado —advirtió Gaheris—. ¿No conoces al señor Lanzarote?
—Soy capitán de la caballería de Arturo y campeón de la reina —dijo el caballero, con su tono perezoso y guasón—. ¿Tienes algo que decirme?
—El asunto es con mi hermana.
Pero Ginebra gritó con voz aguda:
—¡No soy su hermana! Este hombre dice serlo porque su madre fue, por un tiempo, mujer de mi padre, el rey. Pero no es sino un vulgar payaso que tendría que estar en las cuadras.
—Harías bien en apartarte —manifestó Lanzarote observando con desprecio a Meleagrant.
Fue evidente que el hombre no tenía deseos de medirse con él, pues retrocedió, diciendo con voz agria: