—¡No! —lo interrumpió ella violentamente, alzando una mano para ordenarle silencio—. Recuerda al menos una cosa: para ella serás siempre el Dios. Preséntate como el Astado.
Arturo se persignó, estremecido.
—Que Dios me perdone —susurró—. Este es el castigo…
Y enmudeció. Por un momento se miraron sin poder hablar. Por fin Arturo dijo:
—No tengo derecho. Morgana… ¿Puedes darme un beso?
—Hermano mío… —Con un suspiro, ella se puso de puntillas para darle un beso en la frente. Luego le hizo en la cabeza la señal de la Diosa—. Bendito seas. Ve con tu novia, Arturo. Te prometo, en nombre de la Diosa, que todo saldrá bien. Te lo juro.
Arturo tragó saliva. Luego se apartó de Morgana, murmurando:
—Que Dios te bendiga, hermana.
La puerta se cerró tras él.
Morgana se dejó caer en una silla a vigilar el sueño de Lanzarote, inmóvil, atormentada por las imágenes de su mente. Lanzarote, sonriéndole al sol, en el Tozal. Ginebra, con la falda empapada, aferrada a la mano del joven. El Astado, con la cara manchada de sangre, apartando la cortina de la cueva. Los labios de Lanzarote, frenéticos contra sus pechos… ¿Habían pasado sólo unas cuantas horas?
—Al menos no pasará la noche de bodas de Arturo soñando con Ginebra —murmuró.
Y se recostó en el borde de la cama, apoyando cautelosamente el cuerpo contra el del herido. En silencio, sin un sollozo, hundida en una angustia demasiado profunda para el llanto, pasó la noche sin cerrar los ojos. Luchaba contra la videncia y contra los sueños, luchaba por lograr el silencio y la insensible Esencia de pensamiento que le habían enseñado en Avalón.
Mientras tanto, en el ala más lejana del castillo, Ginebra yacía despierta, contemplando con culpable ternura el pelo de Arturo bajo el claro de luna, el pecho que subía y bajaba con tranquila respiración. Por las mejillas le corrían lentas lágrimas.
«Sólo quiero amarlo», pensaba. Luego rezó: «Oh, Dios mío. Virgen María, ayudadme a amarlo como debo, porque es mi rey y señor y es tan bueno que merece ser amado más de lo que yo puedo amar.»
A su alrededor la noche parecía respirar tristeza y desesperanza.
«Pero ¿por qué? —se preguntó—. Arturo es feliz. No tiene nada que reprocharme. ¿De dónde surge este pesar que llena el aire?»
A
fines de verano, en una tarde calurosa, la reina Ginebra estaba en el salón de Caerleon, con algunas de sus damas. La mayoría fingía hilar o cardar lo que restaba de la lana de primavera, pero los husos se movían con pereza. Incluso la reina, tan buena bordadora, había dejado de dar puntadas en el fino mantel de altar que estaba haciendo para el obispo.
Morgana, que estaba cardando, apartó la lana con un suspiro. En aquella época del año siempre sentía nostalgia de las nieblas y los acantilados de Tintagel; no había vuelto allí desde su infancia.
Arturo había ido con su legión a la costa del sur, a fin de examinar el nuevo fuerte construido por los sajones de las tropas aliadas. Aquel verano no habían sufrido incursiones; en dos años, las legiones montadas habían reducido el combate con los sajones a un ejercicio esporádico. Pero el rey aprovechaba esa temporada pacífica para fortificar todas las defensas de las costas.
—Tengo sed otra vez —dijo Elaine, la hija de Pelinor—. ¿Puedo pedir que envíen más jarras de agua?
—Llama a Cay; él se encargará —indicó Ginebra.
Morgana se dijo: «De ser una criatura tímida y asustada ha crecido hasta convertirse en reina.»
—Tendrías que haberte casado con Cay cuando el rey lo propuso, señora Morgana —dijo Elaine, al volver de su recado—. Los demás hombres de este castillo ya pasan de los sesenta años. Y la que se case con él no tendrá que dormir sola seis meses al año.
—Puedes quedarte con él, si quieres —dijo Morgana, amigablemente.
—Todavía me extraña que no lo aceptaras —dijo Ginebra—. Habría sido tan conveniente… Cay, hermano de leche y favorito del rey, y tú, su hermana y duquesa de Cornualles.
—Pero decidme, señora Morgana —dijo Elaine—. ¿fueron sólo sus cicatrices y su cojera lo que os amilanó? Cay no es ninguna belleza, pero sería un buen esposo.
—No me engañas —replicó Morgana, fingiendo un buen humor que no sentía—. Lo que te interesa no es mi felicidad conyugal con Cay, sino una boda que rompa la monotonía del verano. No seas codiciosa: ya tuviste la del señor Griflet con Meleas, esta primavera, y el año que viene habrá hasta un recién nacido para que arrulles.
—Pero lleváis mucho tiempo soltera, señora Morgana —dijo Alienor de Calis—. Y no podríais esperar mejor alianza que con el hermano de leche del rey.
—No tengo ninguna prisa por casarme. Y Cay estaba tan poco interesado en mí como yo en él.
Ginebra rió entre dientes.
—Cierto. Tiene una lengua tan afilada como la tuya y un carácter nada dulce.
—Además —dijo Meleas—, si Morgana se casara tendría que hilar para su familia. ¡Como de costumbre, está haciendo menos de lo que le corresponde!
Su huso volvió a girar, en tanto la bobina descendía lentamente hasta el suelo.
Morgana se encogió de hombros.
—En realidad, prefiero cardar, pero ya no hay más lana —dijo cogiendo el huso de mala gana.
Era cierto que detestaba hilar y lo rehuía en cuanto le era posible: retorcer la hebra entre los dedos, obligando al cuerpo a la inmovilidad, en tanto la bobina giraba y giraba y caía al suelo… y arriba otra vez, torcer y retorcer entre las manos… Era demasiado fácil caer en trance. Las mujeres chismorreaban sobre las pequeñas novedades cotidianas: las náuseas matutinas de Meleas, relatos sobre la escandalosa lascivia de Lot… «Yo podría contarles muchas cosas; doncella o matrona, duquesa o criada, todo le da igual mientras tenga faldas. Aun siendo la sobrina de su esposa, me costó no caer en su lecho…» Torcer la hebra, torcerla otra vez, y el huso que gira y gira. «Gwydion ya ha de estar crecido, tiene ya tres años.» Qué suerte, que no se pareciera a su padre; una pequeña réplica de Arturo en la corte de Lot habría dado pábulo a las habladurías, por cierto. Aun así, tarde o temprano alguien sumaría dos más dos…
Morgana levantó la cabeza, enfadada. Era muy fácil caer en trance mientras se hilaba, pero tenía que hacer su parte: en invierno haría falta lana para tejer… Cay no era el único hombre menor de cincuenta años en el castillo: también estaba Kevin el bardo, que había llegado con noticias del país del Estío… Con cuanta lentitud caía el huso… Retorcer, retorcer la hebra como si los dedos tuvieran vida propia. Incluso en Avalón entre las sacerdotisas, se ocupaba más de los tintes para evitar la odiosa tarea de hilar, que dejaba su mente vagar… Cuando la hebra giraba era como la danza en espiral en el Toral. Tal vez era la bobina la que giraba en torno del hilo, enroscándose como una serpiente… Si fuera hombre podría cabalgar con las legiones de Caerleon, corriendo hacia los sajones como la sangre corre por las venas, sangre roja en torrentes vertiéndose sobre la tierra…
Oyó su grito, que había roto el silencio de la habitación. Dejó caer el huso, que rodó por la sangre roja que caía a borbotones sobre la tierra…
—¡Morgana! ¿Te has pinchado con la bobina, hermana? ¿Qué te sucede?
—Sangre en la tierra —tartamudeó ella—. Mirad, allí, allí, ante el sitial del rey, como una oveja sacrificada delante del rey…
Elaine la sacudió. Aturdida, se pasó una mano por los ojos. No había sangre: sólo el lento pasar del sol de la tarde.
—¿Qué has visto, hermana? —preguntó Ginebra con suavidad.
«¡Madre Diosa! Ha vuelto a suceder.» Morgana trato de serenar la respiración.
—Nada, nada. Sin duda me dormí y soñé algo. —¿No visteis nada? —Calla, la gorda esposa del mayordomo, la miraba ávidamente.
Morgana recordó la última vez, más de un año atrás, en que había caído en trance mientras hilaba y vio al caballo favorito de Cay con una pata rota, condenado a muerte en las cuadras.
—No. Fue sólo un sueño —dijo impaciente—. ¿Acaso todos los sueños tienen que ser un augurio?
—Si vais a profetizar, Morgana —bromeó Elaine—, tendríais que anunciarnos algo útil. Cuándo llegarán los hombres, por ejemplo, para ir calentando el vino. O si Meleas tendrá una niña o un varón. O cuándo tendremos a la reina embarazada.
—Calla, bestia —murmuró Calla, pues los ojos de Ginebra se habían llenado de lágrimas.
A Morgana le dolía la cabeza como consecuencia del trance no buscado: veía luces ante los ojos, como gusanos de colores.
—¡Estoy harta de esta vieja broma! —estalló—. No soy una curandera de aldea para traficar con encantamientos y pociones de amor. ¡Soy sacerdotisa!
—Bueno, bueno —dijo Meleas contemporizando—. Dejad a Morgana en paz. Con este sol cualquiera ve cosas que no existen. ¿Queréis agua, señora? —Y se acercó al cántaro de agua para ofrecerle un cazo, del que Morgana bebió con sed—. Por lo que sé, las profecías rara vez se cumplen. Lo mismo daría preguntar cuándo matará el padre de Elaine al dragón que persigue de año en año.
Previsiblemente, la broma dio resultado.
—Si es que existe —dijo Calla—. ¿O será una simple excusa para ausentarse cuando se harta del hogar?
—Nunca lo he visto —dijo Elaine—. Dios no lo permita. Pero algo se lleva las vacas, de vez en cuando, y una vez vi un gran rastro de baba en los campos, y una vaca medio comida, cubierta de un limo maloliente. Eso no fue obra de un lobo.
—Hablando de vacas —intervino Ginebra con firmeza—, tengo que preguntar a Cay si tenemos una oveja o un cordero para sacrificar. Si esta noche o mañana llegan los hombres, no podremos alimentarlos con gachas y pan con mantequilla. Despejemos los bancos. Morgana, acompáñame. Elaine, hija, lleva mi bordado a la alcoba y cuida que no se manche.
Ya en el pasillo, le preguntó en voz baja:
—¿En verdad viste sangre, Morgana?
—Soñé —repitió Morgana tercamente.
Ginebra la miró con atención, pero entre ambas solía haber un auténtico afecto y prefirió no insistir en el tema.
—Vamos a preguntar a Cay qué reservas de carne tenemos. —Bostezó—. Ojalá pase este calor. Es posible que venga tormenta; esta mañana se agrió la leche. Tengo que decir a las criadas que la usen para hacer cuajada en vez de dársela a los cerdos.
—Eres muy buena ama de casa, Ginebra —comentó Morgana irónica—. Yo sólo pensaría en engordar a los cerdos.
—Ya están muy gordos, con tantas bellotas maduras. —La reina volvió a observar el cielo—. ¡Mira! ¿Eso fue un relámpago?
Morgana vio la descarga refulgente.
—Sí. Los hombres llegarán mojados y con frío. Tendríamos que preparar vino caliente —dijo distraída.
De inmediato dio un respingo. Ginebra parpadeaba.
—Ahora estoy convencida de que eres vidente. Diré a Cay que traiga carne.
Y se fue por el patio, mientras Morgana se apretaba la cabeza dolorida con una mano. «Esto no marcha bien.» En Avalón le habían enseñado a controlar la videncia, a no permitir que la pillara desprevenida. Pronto estaría vendiendo encantamientos y filtros de amor por puro aburrimiento. «Algún día me rebajaré a dar a Ginebra el hechizo que busca para dar un heredero a Arturo.»
La mayoría de las damas no pensaban más allá de la comida siguiente. Ginebra y Elaine, en cambio, tenían alguna instrucción; con ellas solía sentirse casi tan cómoda y relajada como en la Casa de las doncellas. La tormenta estalló poco antes del anochecer, con granizo y lluvia torrencial. Cuando el vigía de la torre anunció la proximidad de jinetes, Morgana no dudó que eran Arturo y sus hombres. Poco después, en las murallas de Caerleon se apiñaban hombres y caballos. Ginebra había ordenado iluminar el patio con antorchas, asar una oveja y preparar vino caliente. Como buen capitán, Arturo se ocupó del alojamiento de hombres y caballos antes de entrar en el patio, donde lo esperaba Ginebra. Llevaba la cabeza vendada y se apoyaba un poco en el brazo de Lanzarote, pero desechó con un gesto sus preguntas nerviosas.
—Ha sido una escaramuza, había jinetes enemigos en la costa. ¡Huelo a cordero asado! Esto es cosa de magia. ¿Cómo sabíais que vendríamos?
—Morgana me lo dijo. También tenemos vino caliente —replicó Ginebra.
—Bueno, es una suerte contar con una hermana vidente. —Arturo le dio un beso con una sonrisa jovial que le acentuó el dolor de cabeza.
—Estás herido, esposo mío. Permite que te atienda…
—No es nada. Nunca pierdo mucha sangre si llevo esta vaina. Pero ¿cómo estás tú, señora, después de tantos meses? Esperaba que…
Los ojos de la reina se llenaron lentamente de lágrimas.
—Me equivoqué otra vez. Oh, señor, esta vez estaba tan segura…
Él le estrechó la mano, sin poder expresar su desencanto.
—Bueno, bueno, Morgana tendrá que darte alguna pócima dijo—. Aún no somos viejos, Ginebra mía.
«Pero tampoco soy joven —pensó ella—. A los veinte años la mayoría de las mujeres ya tiene hijos criados. Melcas sólo tiene catorce y medio.» Trataba de parecer despreocupada y serena, pero la reconcomía la culpa. La primera obligación de una reina era dar al rey un hijo varón.
—¿Cómo está mi querida señora? —Lanzarote le hizo una sonriente reverencia y ella le dio la mano a besar—. Cada vez que regresamos a Caerleon os encuentro más bella que antes Comienzo a pensar que Dios lo ha decretado: mientras las otras mujeres envejecen y engordan, vos estaréis siempre hermosa.
Ella sonrió, reconfortada; tal vez era mejor no volverse tripona y fea; no habría soportado que Lanzarote la viera así. Aunque el mismo Arturo tenía un aspecto desaliñado, como si no se hubiera cambiado de ropa en toda la campaña, el caballero del lago estaba tan impecable como siempre. Parecía más rey que el propio rey.
Mientras las criadas pasaban con bandejas, ofreciendo carne y pan, Arturo se llevó a Ginebra a un lado.
—Ven a sentarte con Lanzarote y conmigo, Ginebra, para que charlemos. Tú también, Morgana, siéntate a mi lado. Estoy harto de estas campañas; quiero oír chismes sin importancia. —Mordió con apetito un trozo de pan—. ¡Qué grato es comer pan recién horneado en vez de galletas y carne seca!
Lanzarote se volvió hacia Morgana.
—¿Cómo estás, prima? ¿Hay alguna noticia de Avalón? Tenemos aquí a alguien deseoso de recibirlas: mi hermano Balan ha venido con nosotros.
—No tengo noticias de Avalón —dijo Morgana—. Pero hace años que no veo a Balan; supongo que él las tendrá más recientes.