De pronto Viviana se enfureció. Con la mirada clavada en el rey, dijo:
—¿Creéis poder conservar este reino por mucho tiempo sin la buena voluntad de las Tribus, Uther? A ellas no les interesa vuestro Cristo ni vuestra religión. Respetan Avalón. Os juraron Ciencia, pero si Avalón os retira su apoyo… Así como os encumbramos, Uther, así podemos abatiros.
—Grandes palabras, señora, pero ¿podéis cumplir vuestra amenaza? —contraatacó él—. ¿Haríais eso por una simple niña que, por añadidura, es hija de Cornualles?
—Ponedme a prueba.
Esta vez no bajó la mirada, la irritación le hizo mantenerla fija en ella. Era un adversario digno de su acero y Viviana decidió intentar que entrara en razón.
—Escuchadme, Uther. La niña tiene el don de la videncia; es innato. No hay modo de que pueda escapar de lo Invisible: la seguirá dondequiera que vaya. Y al jugar con esas cosas será tachada de bruja. ¿Es eso lo que deseáis para una princesa de vuestra corte?
—¿Dudáis que Igraine sea capaz de criar a su hija como conviene a una cristiana? En todo caso, tras los muros de un convento no podrá hacer ningún daño.
—¡No! —exclamó la Dama, en voz tan alta que algunos de los presentes se volvieron a mirarla—. La niña es una sacerdotisa nata, Uther. Metedla en un convento y languidecerá como una gaviota enjaulada ¿Condenaríais a la hija de Igraine a la angustia eterna o a la misma muerte? Porque en verdad creo, después de haber hablado con ella, que allí dentro se mataría.
Viendo que el argumento había dado en el blanco, se apresuró a insistir:
—Ha nacido para Avalón. Dejad que cultive debidamente sus dones. ¿Tan feliz es aquí? ¿Tanto adorna vuestra corte que lamentéis dejarla ir?
Él movió lentamente la cabeza.
—Por el bien de Igraine he tratado de amarla, pero es… extraña.
Viviana esbozó una sonrisa tensa.
—Cierto. Es como yo y como nuestra madre. No ha nacido para el convento ni para las campanas de la iglesia.
—Pero ¿cómo podría privar a Igraine de sus dos hijos al mismo tiempo? —inquirió el rey desesperado.
Ella también sintió una punzada de pena, casi de culpa, pero afirmó:
—Igraine también nació para sacerdotisa. Respetará su destino como vos respetáis el vuestro. Y si teméis la cólera de vuestro sacerdote —añadió, guiándose por una corazonada—, no digáis a nadie dónde la habéis enviado. Divulgad, si así lo preferís, que va a educarse en un convento. Es demasiado sabia y sobria para los coqueteos y las frivolidades de la corte. En cuanto a Igraine, si sabe que sus hijos son felices y están fuera de peligro, siguiendo cada uno su destino, se contentará con teneros a vos.
Uther inclinó la cabeza.
—Así sea —dijo—. El niño quedará bajo la tutela de mi vasallo más oscuro y leal. Pero ¿cómo viajará sin que se sepa? ¿No lo seguirá el peligro?
—Se le puede enviar por caminos ocultos y bajo un hechizo, tal como vos mismo llegasteis a Tintagel —apuntó la sacerdotisa—. Aunque no confiéis en mí, ¿confiáis en Merlín?
—Con mi vida —aseguró el rey—. Que él lo lleve. Y Morgana, a Avalón. —Apoyó la cabeza en las manos, como si la carga fuera demasiado grande—. Sois sabia —dijo. Luego la miró con un odio inflexible—. ¡Ojalá fuerais una pobre estúpida a la que pudiera despreciar, maldita seáis!
—Si vuestros curas están en lo cierto —señaló Viviana con serenidad—, ya estoy maldita. Podéis ahorrar saliva.
L
legaron al lago cuando ya se ponía el sol. Viviana se volvió en la montura para mirar a Morgana, que la seguía de cerca. La niña estaba demacrada por el hambre y el cansancio, pero no se había quejado. Su tía estaba satisfecha: la vida de las sacerdotisas de Avalón no era fácil; deliberadamente había llevado un paso vivo para saber si era capaz de soportar la fatiga. Por fin aminoró la marcha, permitiendo que ella se le adelantara.
—Ahí está el lago —dijo—. Dentro de un rato estaremos bajo techo, con el hogar encendido, comida y bebida. ¿Estás cansada?
—Un poco —dijo la niña con timidez—, pero lamento que termine el viaje. Me gusta ver cosas nuevas. Hasta ahora no había ido a ninguna parte.
Detuvieron los caballos al borde del agua. Viviana trató de ver aquella costa tan familiar con ojos de forastero: el lago gris y opaco, los altos juncos que lo bordeaban, las nubes silenciosas y bajas, los manojos de algas en el agua. Era una escena silenciosa. Casi podía oír los pensamientos de la niña: «Esto es solitario, tenebroso y tétrico.»
—¿Cómo se llega a Avalón? No hay ningún puente. ¿Tendremos que hacer nadar a los caballos?
—No; llamaré a la barca.
Viviana alzó las manos para cubrirse la cara y emitió la llamada silenciosa. Poco después apareció una barcaza en la superficie gris. En un extremo llevaba colgaduras negras y plateadas, y se deslizaba tan quedamente que parecía rozar el agua como un cisne. Los remeros eran hombrecillos atezados y medio desnudos, con dibujos mágicos tatuados en la piel. Morgana se sorprendió al verlos, pero no dijo nada.
«Lo acepta todo con demasiada serenidad —pensó su tía—. Es tan joven que no ve ningún misterio en lo que hacemos. Tendré que hacerla consciente de ello.»
Los callados hombrecillos amarraron la embarcación y condujeron los caballos a bordo. Uno de ellos ofreció a la niña una mano callosa y dura para ayudarla a subir. Finalmente Viviana ocupó su lugar en la proa y la barcaza partió, lenta y silenciosa.
Enfrente se elevaba la isla y el Tozal, con su alta torre dedicada a san Miguel; por encima del agua les llegó el sonido de las campanas que llamaban al Ángelus. Morgana se persignó por costumbre; uno de los hombrecillos la miró con un gesto tan ceñudo que ella dejó caer la mano, acobardada.
—¿Vamos a la iglesia de la isla, tía?
—No llegaremos a la iglesia —respondió Viviana, tranquilamente—, aunque es verdad que un viajero ordinario jamás podría llegar a Avalón. Espera y no hagas preguntas; ése será tu destino durante el aprendizaje.
Morgana calló, con las pupilas aún dilatadas por el miedo.
—Es como en la leyenda de la barca mágica —dijo en voz baja—, que parte de las islas hacia la tierra de la Juventud…
Su tía no le prestó atención. Erguida en la proa, respiraba profundamente, reuniendo fuerzas para el acto mágico que estaba a punto de llevar a cabo. Se preguntó si aún podría hacerlo. «Soy vieja —pensó con momentáneo pánico—, pero tengo que vivir hasta que Morgana y su hermano hayan crecido. La paz del país depende de lo que yo pueda hacer para protegerlos.»
Pero cortó aquel pensamiento; la duda era fatal. Se obligó a recordar que lo había hecho casi todos los días de su vida adulta; a aquellas alturas le resultaba tan natural que habría podido hacerlo incluso dormida o moribunda. Se mantuvo quieta, rígida, encerrada en la tensión de la magia; luego alzó los brazos por encima de la cabeza, con las palmas hacia el cielo. A continuación, exhalando bruscamente el aliento, los bajó… y con ellos descendieron las brumas, borrando la imagen de la iglesia, la isla de los Sacerdotes y hasta el mismo Tozal. La barca se deslizaba por una niebla densa e impenetrable, negra como la noche. En la oscuridad oyó que Morgana respiraba agitadamente, como un animalillo asustado. Iba a tranquilizarla, pero calló deliberadamente; la niña era ya una aprendiza de sacerdotisa y tenía que aprender a dominar el miedo, al igual que la fatiga y el hambre.
De pronto, como si alguien abriera un telón, la bruma desapareció. Ante ellas se extendía el agua iluminada por el sol y una costa verde. Allí estaba el Tozal, pero Viviana oyó que su sobrina lanzaba una exclamación de sorpresa y estupefacción: en su cima se alzaba un círculo de piedras, refulgentes bajo la luz del sol. Hacia allí se dirigía el gran camino de las procesiones ascendiendo en espiral en torno de la inmensa colina. A su pie se veían las viviendas de los sacerdotes; en la ladera, el pozo sagrado y el destello plateado del estanque. La costa estaba bordeada de manzanares; más allá se elevaban grandes robles, con ramas doradas de muérdago aferradas a sus ramas.
—Es muy hermoso —susurró Morgana, sobrecogida—. ¿Esto es real, señora?
—Más real que ningún otro lugar en que hayas estado —aseguró Viviana—. Pronto lo conocerás.
La barcaza llegó a la costa y rozó con fuerza el fondo arenoso; los callados remeros la amarraron y ayudaron a la Dama a desembarcar. Luego guiaron a los caballos; Morgana tuvo que hacerlo por sí sola.
Jamás olvidaría aquella primera imagen de Avalón en el crepúsculo. Prados verdes que descendían hasta los juncales del lago, donde los cisnes se deslizaban tan silenciosos como la barca. Debajo de los bosquecillos de robles y manzanos, una construcción de piedra gris, a lo largo de cuya columnata paseaban siluetas vestidas de blanco. Desde algún lugar le llegó el suave sonido de una lira. «Llego al hogar», pensó sin saber por qué, aunque nunca había visto aquel hermoso territorio.
Viviana dio las últimas indicaciones con respecto a los caballos y se volvió hacia ella. Viendo su expresión admirada prefirió no decir nada hasta que la niña aspiró hondo, estremecida, como si despertara de un sueño. Por el camino llegaban varias mujeres con vestido oscuro y pieles de ciervo; algunas tenían una media luna azul tatuada entre las cejas. Las había del tipo picto, menudas y morenas, como Viviana y Morgana, pero otras eran altas y esbeltas, de pelo rubio o castaño rojizo; dos o tres llevaban el sello inconfundible de la estirpe romana. Todas se inclinaron ante Viviana en callada muestra de respeto. Ésta levantó la mano en un gesto de bendición.
—Os presento a mi sobrina —dijo—. Se llama Morgana. Será una de vosotras. Llevadla…
En aquel momento miró a la niña y la vio fatigada y asustada. La esperaban demasiadas pruebas difíciles; no tenía por qué afrontarlas desde ese mismo instante.
—Mañana irás a la Casa de las doncellas —le dijo—. El hecho de que seas princesa y sobrina mía no señalará ninguna diferencia. Allí no tendrás nombre y no gozarás de más favores que aquellos que sepas ganarte. Pero sólo por esta noche puedes venir conmigo; durante el viaje hemos tenido poco tiempo para charlar.
Morgana notó que se le doblaban las rodillas del alivio Aquellas mujeres desconocidas, con ropa extraña y marcas azules en la frente, la asustaban más que toda la corte de Uther. Su tía las despidió con un pequeño ademán y le ofreció la mano. Ella se aferró a aquellos dedos serenos y firmes.
Una vez más Viviana era la tía que conocía, aunque al mismo tiempo fuera la sobrecogedora figura que había hecho descender la bruma. Sintió nuevamente el impulso de persignarse y se preguntó si todo aquello desaparecería, puesto que, según el padre Columba, aquel gesto borraba todas las obras demoníacas y los encantamientos.
Pero no se persignó; de pronto supo que ya no volvería a hacerlo. Aquel mundo había quedado definitivamente atrás.
Al borde del manzanar, entre dos árboles que empezaban a florecer, se levantaba una casita de madera en cuyo interior ardía un fuego. Una joven les dio la bienvenida con una silenciosa reverencia; como las otras, llevaba un vestido oscuro y pieles de ciervo.
—No le hables —advirtió Viviana—. Ha hecho voto de silencio durante un tiempo. Es su cuarto año de sacerdotisa. Su nombre es Cuervo.
Siempre muda, Cuervo la liberó de las prendas exteriores y del calzado lleno de barro; a una señal de Viviana, hizo lo mismo con Morgana. Luego les llevó agua para lavarse y más tarde, pan de cebada y carne seca. Para beber sólo había agua fría, deliciosa y diferente al paladar.
—Es el agua del pozo sagrado —explicó Viviana—. Aquí no bebemos otra cosa; nos proporciona visiones claras. Y la miel es de nuestras colmenas. Come esta carne y disfrútala, pues no volverás a probarla en varios años; las sacerdotisas no comen carne hasta completar su aprendizaje.
—¿Por qué, señora? ¿Es malo comer carne?
—No, y llegará el día en que puedas comer lo que gustes. Pero una dieta libre de carne produce un alto nivel de conciencia, lo que tienes que tener para aprender a utilizar la videncia. Como los druidas en los primeros años de adiestramiento, las sacerdotisas sólo comemos pan y fruta; ocasionalmente, un poco de pescado del lago. Y sólo bebemos agua del Pozo.
—En Caerleon bebiste vino, señora —observó Morgana tímidamente.
—Cierto. Y tú también podrás cuando sepas en qué momentos tienes que comer y beber y en cuáles abstenerte —apuntó Viviana secamente.
El comentario silenció a la niña, que siguió mordisqueando pan con miel. Aunque estaba hambrienta, parecía pegársele a la garganta.
—¿Ya has comido suficiente? —preguntó su tía—. Bien, deja que Cuervo retire los platos. Tienes que dormir, criatura. Pero siéntate a mi lado, junto al fuego, y charlemos un rato. Mañana Cuervo te llevará a la Casa de las doncellas y no volverás a verme, salvo durante los ritos. Pero esta noche eres sólo mi sobrina y puedes preguntarme lo que gustes.
Alargó una mano y Morgana fue a sentarse en el banco, junto a ella.
—¿Quieres quitarme la horquilla del pelo, Morgana? Cuervo ya se ha acostado y no quiero volver a molestarla.
Morgana le retiró del pelo la aguja de hueso tallado y su pelo cayó en un torrente, largo y oscuro, con una veta blanca a un lado. Con un suspiro, Viviana acercó los pies descalzos al fuego.
—Me alegra estar otra vez en casa. En los últimos años he tenido que viajar mucho —dijo—, y ya no soy tan fuerte para que me resulte placentero.
—Dijiste que te podía hacer preguntas —le recordó la niña tímidamente—. ¿Por qué algunas de las mujeres tienen signos azules en la frente y otras no?
—La media luna azul es señal de que se han consagrado al servicio de la Diosa para vivir y morir según su voluntad. Las que vienen sólo para adiestrarse en la videncia no hacen esos votos.
—¿Yo tengo que hacer esos votos?
—Eso lo decidirás tú —dijo Viviana—. La Diosa te dirá si desea poner la mano sobre ti. Solamente los cristianos usan el claustro como depósito de viudas e hijas no deseadas.
—Pero ¿cómo sabré si la Diosa me quiere?
La tía sonrió en la oscuridad.
—Te llamará con una voz que no puedes dejar de oír. Si oyes esa llamada no habrá sitio en el mundo en que puedas esconderte de su voz.
Aunque demasiado tímida para expresarlo en alta voz, Morgana se preguntó si Viviana habría hecho los votos. «¡Por supuesto! Es la suma sacerdotisa, la Dama de Avalón…»