Merlín contempló con ternura su expresión desolada. Su voz sonó más suave que nunca.
—¿Crees que nuestra hechicería puede conseguir algo que no sea voluntad divina, hija mía?
Ella se aferró a algún resto de aplomo, sin el cual se habría echado a llorar como una criatura ante todos aquellos hombres.
—Iré a vestirme, padre, y a ponerme presentable.
—Tienes que recibir este día como corresponde a una reina, hija mía.
Reina. La palabra le causó escalofríos. No obstante, a eso le conducía todo lo que había hecho, para eso había nacido. Subió lentamente la escalera. Tenía que despertar a Morgana y decirle que su padre había muerto; por suerte, la niña era demasiado pequeña para recordarlo o llorar su pérdida.
Mientras llamaba a sus mujeres para que la peinaran y le pusieran los mejores vestidos y joyas, se apoyó una mano inquisitiva en el vientre. De algún modo supo, con el último resto de la magia a la que acababa de renunciar, que de esa única noche en que habían sido sólo amantes, no todavía rey y consorte, nacería el hijo de Uther. Y se preguntó si Merlín lo sabía.
HABLA MORGANA…
Creo que mi primer recuerdo claro es la boda de mi madre con Uther Pendragón. Apenas recuerdo a mi padre. De pequeña, cuando era desdichada, creo recordarlo corpulento, de barba y pelo oscuros; me acuerdo de haber jugado con una cadena que llevaba en torno al cuello. Cuando mi madre o mis maestros me regañaban, o en las raras ocasiones en que Uther reparaba en mí con reprobación, solía consolarme imaginando que mi padre vivía y me sentaba en sus rodillas. Ahora, ya mayor y sabiendo cómo era, sé que probablemente me habría metido en un convento en cuanto hubiera nacido un hermano varón, para no volver a pensar en mí.
No puedo decir que Uther me tratara mal; simplemente, las niñas no le interesaban mucho. Era mi madre quien ocupaba el centro de su corazón, como él el corazón de ella. Eso me molestaba: haber perdido a mi madre por aquel torpe oso rubio. Cuando Uther estaba lejos, haciendo la guerra (y había mucha guerra en mis tiempos de doncella), mi madre se dedicaba a mí; me enseñaba personalmente a hilar y a tejer con colores. Pero en cuanto los hombres de Uther estaban a la vista, yo volvía a mis habitaciones, olvidada hasta su próxima ausencia. No es extraño que le odiara, que detestara con toda el alma la llegada a Tintagel de un jinete con el estandarte del dragón.
Cuando nació mi hermano aún fue peor. Allí estaba aquel niño llorón, rosado y blanco, cogido al pecho de mi madre. Y para colmo de males, ella pretendía que lo amara. «Es tu hermano —decía—; cuídalo bien, Morgana, y ámalo.» ¿Amarlo? Le odiaba con todo mi corazón, pues ahora, si me acercaba a mi madre, ella se apartaba diciendo que ya era demasiado mayor para sentarme en su regazo, demasiado mayor para pedirle que me atara las trenzas, demasiado mayor para apoyar la cabeza en sus rodillas. Me habría gustado pellizcarlo, a no ser porque eso me hubiera ganado el odio de mi madre. De cualquier modo, a veces parecía odiarme. Y Uther se desvivía por mi hermano, aunque creo que siempre quiso tener otro hijo varón. Nunca me lo dijeron, pero yo lo sabía; tal vez oí comentarios entre las mujeres o quizá tenía el don de la videncia más desarrollado de lo que imaginaba. Sabía que había poseído a mi madre cuando aún era la esposa de Gorlois y algunos pensaban que ese hijo no era suyo, sino del duque de Cornualles.
Nunca comprendí cómo podían pensar tal cosa, pues dicen que Gorlois era moreno y aquilino, mientras que mi hermano era como Uther, rubio y de ojos grises.
Aun en vida de mi hermano, que fue coronado con el nombre de Arturo, oí todo tipo de leyendas sobre cómo recibió ese nombre. Se dice que provenía de Arth-Uther, «el oso de Uther», Pero no es cierto. Cuando era niño lo llamaban Gwydion, el brillante, por su pelo refulgente. El mismo nombre llevaría su hijo más tarde… pero ésa es otra historia. Los hechos son simples: cuando Gwydion tenía seis años lo enviaron al país del norte para que lo educara Héctor, uno de los vasallos de mi padrastro, y Uther quiso que recibiera el bautismo cristiano. Y en el bautismo le dieron el nombre de Arturo.
Pero desde que nació hasta los seis años vivió pegado a mis talones; en cuanto lo destetó, mi madre lo puso en mis manos, diciendo: «Éste es tu hermano; tienes que amarlo y cuidar de él.» Yo habría querido matara aquel pequeño llorón y arrojarlo desde los acantilados, para correr luego tras mi madre implorándole que volviera a ser mía. Pero a ella le importaba mucho la suerte del niño.
Cierta vez, cuando llegó Uther, ella se acicaló como siempre y nos dio a ambos un rápido beso, lista para correr a reunirse con su esposo, radiantes las mejillas. Yo quedé en lo alto de la escalera, llorando, odiando tanto a Uther como a mi hermano. Mientras esperábamos al aya, él echó a andar tras Igraine, diciendo: «¡Madre, madre!», aunque por entonces apenas sabía hablar, pero cayó y se hizo un corte en la barbilla. Llamé a gritos a mi madre, pero ella iba a reunirse con el rey y me regañó con irritación, sin detenerse: «Te dije que cuidaras del pequeño, Morgana.»
Alcé al niño que aullaba y le limpié la barbilla con mi velo. Se había herido el labio con los dientes (creo que sólo tenía ocho o diez, por entonces) y seguía llamando a mi madre. Como ella no vendría, me senté en el peldaño, con él en la falda; el pequeño me echó los bracitos al cuello y escondió la cara en mi pecho. Después de sollozar un rato, se quedó dormido. Me pesaba en el regazo. Tenía el pelo suave y mojado; también tenía mojada otra parte, pero eso no me molestó mucho. Y por su modo de aferrarse a mí comprendí que, en su sueño, había olvidado que no estaba en brazos de su madre. «Igraine nos ha olvidado a los dos —pensé—. Ahora tendré que servirle de madre.»
Lo sacudí un poco. Al despertar se abrazó a mi cuello para que lo llevara en brazos y yo lo apoyé en la cadera, como hacía el aya.
—No llores —le dije—. Te llevaré con el aya.
—Madre —gimoteó.
—Madre se ha ido; está con el rey —dije—. Pero yo cuidaré de ti, hermano.
Y con su manita regordeta en la mía comprendí lo que Igraine había querido decir: yo era demasiado mayor para llorar y llamar a mi madre, pues ahora tenía a un pequeño que cuidar.
Cuando Morgause, la hermana de mi madre, se casó con el rey Lot de Orkney, sólo recuerdo que estrenaba mi primer vestido de mujer y un collar de ámbar y plata. Quería mucho a Morgause, que a menudo tenía tiempo para dedicarme cuando mi madre no lo tenía. Además, me contaba cosas de mi padre (creo que después de su muerte, Igraine no volvió a pronunciar su nombre). Pero también temía a Morgause, pues a veces me pellizcaba y me llamaba «mocosa malcriada». Fue la primera que me hizo llorar con una frase de la que ahora me enorgullezco: «Naciste del pueblo de las hadas. ¿Por qué no te pintas la cara de azul y vistes pieles de ciervo, Morgana de las Hadas?»
Yo sabía poco de los motivos de esa boda tan temprana: sólo que mi madre se alegraba de verla casada y lejos, pues imaginaba que Morgause miraba con lascivia a Uther; probablemente ignoraba que Morgause miraba con lujuria a cuantos hombres se le cruzaban. Durante la boda oí comentar que era gran suerte que Uther se hubiera apresurado a resolver sus diferencias con Lot de Orkney, hasta el punto de entregarle la mano de su cuñada. Lot me parecía encantador; creo que sólo Uther era inmune a ese encanto. Morgause parecía amarlo… o tal vez sólo le parecía conveniente actuar como si lo amara.
Creo que fue allí donde conocí a la Dama de Avalón. También era hermana de mi madre, y descendiente del pueblo antiguo: menuda, morena y radiante, con cintas carmesíes trenzadas en el pelo oscuro. Ya no era joven, pero siempre la vi bella; su voz era grave y sonora. Lo que más me gustaba de ella era que me hablaba como si yo fuera una persona de su edad, sin el tono fingido que usa la mayoría de los adultos para dirigirse a un niño.
Entré en el salón un poco tarde, pues mi aya no pudo trenzarme el pelo con cintas y al final tuve que hacerlo yo misma. Estaba muy ufana con mi vestido color azafrán y mi collar de ámbar; la edad de los corales había quedado atrás. Pero en la mesa principal no había asientos libres; la rodeé, desilusionada, sabiendo que, si en Cornualles era toda una princesa, en la corte real de Caerleon sólo era la hija de la reina y de un hombre que había traicionado a su rey.
De pronto, sentada en un taburete bordado, vi a una mujer morena y menuda (tanto que al principio la tomé por una niña algo mayor que yo). Me alargó los brazos, diciendo:
—Ven aquí, Morgana. ¿Te acuerdas de mí?
No la recordaba, pero observé su cara morena y radiante con la sensación de que la conocía desde el principio de los tiempos. Se sentó sonriendo en un extremo del taburete para hacerme sitio. Entonces me di cuenta de que no era una niña, sino una señora.
—Ninguna de las dos es muy grande —dijo—. Creo que aquí cabemos las dos.
Desde aquel momento la amé, tanto que a veces me sentía culpable, pues el padre Columba me había dicho que había que honrar a padre y madre por encima de todos los demás. Durante todo el banquete de bodas estuve sentada junto a Viviana; descubrí que había criado a Morgause: la madre de ambas había muerto en ese parto y Viviana la amamantó como a su hija. Eso me fascinó, pues me había enfurecido que Igraine alimentara a mi hermano de su pecho en vez de entregarlo a una nodriza. Uther decía que era indigno de una reina y yo estaba de acuerdo. Supongo que estaba celosa, aunque me habría avergonzado reconocerlo.
—Tu madre, mi abuela, ¿era reina? —le pregunté, pues vestía tan lujosamente como Igraine y las demás reinas del norte.
—No, Morgana, no era reina sino una gran sacerdotisa, la Dama del Lago. Ahora yo soy la Dama de Avalón en su lugar. Puede que algún día tú también seas sacerdotisa. Llevas la sangre antigua y es posible que tengas también el don de la videncia.
—¿Qué es la videncia?
Ella arrugó el entrecejo.
—¿Igraine no te lo ha explicado? Dime, Morgana, ¿sueles ver cosas que los demás no ven?
—Constantemente —dije, comprendiendo que aquella mujer me conocía muy bien—. Pero el padre Columba dice que es obra del diablo. Y madre me ha dicho que tengo que guardar silencio, pues esas cosas no son correctas en una corte cristiana, y que si Uther se entera me enviará a un convento. No quiero entrar en un convento, vestirme de negro y no reír nunca más.
Viviana dijo una palabra que de ser pronunciada por mí, mi aya me habría lavado la boca con el cepillo de los suelos.
—Escucha, Morgana: tu madre tiene razón en cuanto a que no tienes que mencionar estas cosas al padre Columba. Pero cree siempre en lo que te revele la videncia, pues viene a ti directamente desde la Diosa.
—¿La Diosa es lo mismo que la Virgen María, madre de Dios?
Ella frunció el entrecejo.
—Todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas una misma Diosa. La Gran Diosa no se ofenderá si le das el nombre de María, que era buena y amaba a la humanidad Escucha, querida mía: ésta no es conversación para una fiesta. Pero te juro que, mientras haya un soplo de vida en mi cuerpo, no ingresarás en un convento, diga Uther lo que diga. Ahora que sé de tu videncia moveré cielo y tierra, si es necesario, para llevarte a Avalón. ¿Guardaremos este secreto entre las dos, Morgana? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dije.
Ella se inclinó para besarme en la mejilla
—Escucha: los arpistas comienzan a tocar para que se baile. ¿Verdad que Morgause está hermosa con su vestido azul?
U
n día de primavera, durante el séptimo año del reinado de Uther Pendragón en Caerleon, Viviana, sacerdotisa de Avalón y Dama del Lago, salió al atardecer para mirar en su espejo mágico.
Aunque la tradición, de la cual la Dama era sacerdotisa, era más antigua que la de los druidas, compartía con éstos uno de sus dogmas de fe: las grandes fuerzas creadoras del Universo no podían ser dignamente veneradas en una casa construida por manos humanas, ni el Infinito contenido en nada fabricado por el hombre. Por lo tanto, el espejo de la Dama no era de bronce, ni siquiera de plata.
Detrás de ella se elevaban los muros de piedra gris del antiquísimo templo del Sol, construido por los Refulgentes que llegaron de la Atlántida siglos atrás. Ante ella se extendía el gran lago, rodeado de altos y ondulantes cañaverales y envuelto en la bruma que, aun en los días de sol, cubría ahora la tierra de Avalón. Sin embargo, más allá del lago había islas y más lagos, y el conjunto que formaban era llamado el país del Estío, porque en verano los pantanos y marismas se secaban y las tierras emergían. Pero la isla de Avalón permanecía eternamente rodeada de nieblas, oculta a la vista de todos, salvo de los fieles, y para los peregrinos del monasterio al que los monjes cristianos llamaban Pueblo de Cristal, el templo del Sol era invisible, como si estuviera en otro extraño mundo. Si Viviana usaba su videncia, llegaba a ver la iglesia que habían construido.
Existía allí desde hacía mucho tiempo. Merlín le había contado que un pequeño grupo de sacerdotes había llegado a aquel lugar desde el sur, llevando a su profeta nazareno para que fuera educado en la morada de los druidas; y la historia dice que el mismo Jesús fue educado allí, donde una vez estuvo el templo del Sol, y que aprendió toda la sabiduría de aquéllos. Años después, cuando Cristo fue sacrificado, uno de sus discípulos regresó allí y clavó su cayado en el suelo de la colina santa, donde se convirtió en el espino que florece, no sólo a principios de verano, como todos los espinos, sino entre la nieve invernal. Y los druidas, en memoria del gran profeta que también conocieron y amaron, permitieron que José de Arimatea construyera, en la misma isla Sagrada, una capilla y un monasterio en honor de su Dios, pues todos los dioses son uno solo.
Durante un tiempo, cristianos y druidas convivieron adorando al Único, pero después llegaron los romanos; aunque tenían fama de tolerar las deidades locales, fueron implacables con los druidas: talaron y quemaron sus bosques sagrados y divulgaron falsamente que hacían sacrificios humanos. El verdadero crimen de los druidas había sido, desde luego, alentar a la gente a no aceptar las leyes y la paz de los romanos. Fue entonces cuando, en un gran acto de magia, a fin de proteger el último refugio de su preciada escuela, los druidas efectuaron el último cambio importante, el que retiró la isla de Avalón del mundo humano. Ahora estaba escondida entre las brumas, salvo para los iniciados o para aquellos a quienes se revelaban los caminos secretos del lago. Las Tribus sabían que estaba allí y allí practicaban su culto. Los romanos, cristianos desde los tiempos de Constantino, creían que los druidas habían sido eliminados por su Cristo, sin saber que los pocos que quedaban vivían y transmitían su antigua sabiduría en la tierra escondida.