Cuervo se llevó la taza de madera a los labios, pero apenas pudo tragar un sorbo. Una de las mujeres preguntó:
—¿Tu hermana está enferma?
—Está asustada —explicó Morgana—. Es la primera vez que viene a la corte.
—¿Verdad que los señores y sus damas son elegantes? ¡Qué espectáculo! Y pronto nos servirán una buena comida —dijo a Cuervo—. Eh, ¿no me oyes?
—No es sorda, sino muda. Creo que entiende algo de lo que le digo, pero sólo a mí.
—Ahora que lo mencionas, sí, parece lela. —La mujer dio a Cuervo unas palmaditas en la cabeza, como si fuera un perro—. ¿Siempre fue así? Qué pena, y tú tienes que cuidarla. Eres buena mujer. A veces, la gente que tiene un hijo así lo ata a un árbol, como si fuera un animal. En cambio tú la traes a la corte. ¡Mira a ese sacerdote, con sus vestiduras de oro! Es el obispo Patricio; dicen que en su país expulsó a todas las serpientes. ¡Qué te parece! ¿Las combatiría a palos?
—Es una manera de decir que expulsó a todos los druidas —dijo Morgana—; se les llama serpientes de sabiduría.
—¿Qué sabes tú de eso? —se burló la otra—. A mí me dijeron que eran serpientes. Y de cualquier modo, la gente sabia como los druidas y los curas nunca pelea: se pone de acuerdo.
—Es muy probable —concordó Morgana, para no llamar la atención.
Detrás de Patricio había alguien con hábito de monje: una figura gibosa, encorvada, que se movía con dificultad… ¿Qué hacía Kevin en el cortejo del obispo? Su necesidad de saber se impuso al miedo de hacerse notar.
—¿Qué van a hacer? Yo pensaba que oían misa en la capilla, por la mañana.
Una de las mujeres respondió:
—Dicen que, como en la capilla entran muy pocos, hoy habrá una misa especial para todos, antes de comer. Mirad: los hombres del obispo traen un altar, con mantel blanco y todo. ¡Chist! ¡Escuchad!
Morgana creyó volverse loca de ira y desesperación. ¿Irían a profanar la Regalía Sagrada sin remedio, utilizándola en una Misa cristiana?
—Acercaos todos —dijo el prelado—, pues hoy el orden antiguo cede paso al nuevo. Cristo ha triunfado sobre los supuestos dioses, que ahora se someterán a su nombre. Pues Cristo dijo a la humanidad: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.» Y también: «Nadie puede llegar al Padre, salvo los que vengan en mi nombre, pues no hay otro nombre bajo el Cielo con el que podáis ser salvos.» Y en prueba de ello, todas las cosas que antes estaban dedicadas a los falsos dioses serán ahora consagradas a Cristo y al servicio del Dios verdadero.
Pero Morgana no oyó más: de pronto supo lo que tenía que hacer. Tocó a Cuervo en el brazo, aún allí, en medio del salón atestado, estaban abiertas la una a la otra. «Quieren usar la Regalía Sagrada de la Diosa para convocar su Presencia que es Una…, pero lo harán en el intransigente nombre de ese Cristo que llama demonios a los demás dioses. Han profanado el cáliz con vino, en vez de llenarlo con agua pura del manantial.
«El cáliz de la Madre es el caldero de Ceridwen, del que todos los hombres se nutren. Habéis convocado a la Diosa, ¡oh, curas caprichosos!, pero ¿os enfrentaríais a ella si se presentará?»
Morgana unió las manos en la invocación más ferviente de su vida: «Soy tu sacerdotisa, ¡oh, Madre! ¡Úsame según tu voluntad, te lo imploro!»
Experimentó el ímpetu descendiente del poder; sintió que se hacía más y más alta, como si esa potencia corriera por su cuerpo y su alma, colmándola. Ya no percibía las manos de Cuervo, que la sostenían en alto, llenándola como al cáliz con el vino sagrado de la Santa Presencia. Avanzó. Patricio, atónito, retrocedió ante ella. No sentía ningún temor, aun sabiendo que tocar sin preparación la Regalía Sagrada significaba la muerte. En un remoto rincón de la conciencia, se preguntó cómo habría hecho Kevin para preparar al obispo. ¿Acaso había revelado también ese secreto? Entonces tuvo la certeza de que toda su vida había sido una preparación para ese momento en que, como si fuera la misma Diosa, levantaría el cáliz entre las manos. Después algunos dirían que vieron a una doncella vestida de refulgente blancura llevando el cáliz por todo el salón; otros, que un gran viento invadió el ambiente, y el son de muchas arpas. Morgana sólo supo que, al levantar la copa entre las manos, la vio brillar como una piedra preciosa, un rubí, un corazón vivo que palpitara entre sus manos… Avanzó hacia el obispo, que cayo de rodillas ante ella, y le susurró: —Bebe. Ésta es la Santa Presencia. Patricio bebió. Morgana se preguntó por un momento que era lo que él veía. Pero lo dejó atrás para continuar caminando, o el cáliz se movió arrastrándola consigo. Oyó el ruido de muchas alas que se agitaban ante ella y percibió un aroma dulce que no era de incienso ni de perfume… El cáliz, dirían algunos después, era invisible; según otros, refulgía como una gran estrella, cegando a cuantos lo miraran… Cada uno de los presentes en el salón encontró su plato lleno de la comida que más le gustaba; más adelante Morgana oiría ese comentario una y otra vez,; de ese modo supo que había tenido en las manos el caldero de Ceridwen. Pero otros de los relatos no tenían explicación; ella tampoco la necesitaba: «Es la Diosa, que obra según su voluntad.»
Cuando llegó frente a Lanzarote lo oyó susurrar, sobrecogido:
—¿Sois vos, madre, o estoy soñando? —Y le acercó la copa a los labios, desbordante de ternura; en ese momento era la madre de todos.
Hasta Arturo se arrodilló ante ella, en tanto el cáliz pasaba brevemente por sus labios.
«Soy todas las cosas: virgen y madre, la que da vida y muerte. Ignoradme y pagad las consecuencias, vosotros, los que convocáis otros nombres. Sabed que soy Una.»
De todos los presentes en el gran salón sólo Nimue la reconoció, atónita; ella también había aprendido a identificar a la Diosa, cualquiera que fuese la forma que adoptara.
—Tú también, hija mía —le susurró con infinita compasión. Y Nimue se arrodilló para beber, y Morgana sintió en ella una oleada de lascivia y venganza, y pensó: «Sí, esto también forma parte de mí.»
Morgana vaciló, pero la fuerza de Cuervo volvió a levantarla. Y continuó su ronda por el gran salón; hombres y mujeres se arrodillaban para beber, y por ella corrían dulzura y bienaventuranza en tanto caminaba como llevada por grandes alas… Y entonces apareció ante ella el rostro de Mordret.
«No soy tu madre, soy la Madre de Todos…»
Galahad estaba pálido, sobrecogido. Gareth, Gawaine, Lucano, Bedivere, Palomides, Cay… Los viejos caballeros, todos ellos, y muchos a los que no conocía. E incluso los que habían abandonado este mundo llegaban a comulgar con ellos ante la mesa redonda: Héctor, Lot, el joven Tristán, al que mató Marco en un ataque de celos; Lionel, Bors, Balín y Balan de la mano, otra vez hermanos más allá de las puertas de la muerte. Todos los que se habían reunido en torno de la mesa redonda, en el pasado y en el presente, estaban reunidos en aquel momento, ante los sabios ojos de Taliesin. Y allí estaba Kevin, arrodillado ante ella, con el cáliz en los labios…
«Incluso a ti. Hoy os perdono a todos. Lo que ha de venir aún no es visible…»
Por fin se llevó el cáliz a los labios para beber ella también El agua del Pozo Sagrado le supo dulce. Y entonces vio que los demás estaban comiendo y bebiendo, y cuando mordió un trozo de pan fue como la delicada torta de avena y miel que le amasaba Igraine en su infancia.
Dejó la copa en el altar, donde refulgió como una estrella.
«¡Ahora! Ahora, Cuervo, la gran magia. La copa, el plato y la lanza tienen que desaparecer de este mundo para siempre, volver sanos y salvos a Avalón, donde no vuelvan a ser tocados ni profanados por ningún mortal. Que nunca más sean utilizados para nuestra magia entre las piedras del círculo, pues han sido profanados en un altar cristiano. Pero tampoco los usarán los sacerdotes de un Dios que niega cualquier otra verdad.»
Sintió el contacto de Cuervo, manos que aferraban las suyas, las de Cuervo y otras… Y en el salón las grandes alas parecieron agitarse por última vez. Un gran viento atravesó la habitación y desapareció. La sala se llenó de blanca luz diurna. El altar estaba desnudo; el mantel blanco, arrugado y vacío. Morgana vio la palidez aterrorizada del obispo Patricio.
—Dios nos ha visitado —susurró—. Hoy hemos bebido el vino de la vida en el Santo Grial.
Gawaine se levantó de un salto.
—Pero ¿quién ha robado el cáliz sagrado? —gritó—. ¡Lo hemos visto velado! ¡Juro que iré en su busca para devolverlo a esta corte! Y a esa búsqueda dedicaré doce meses y un día, hasta que vea con más claridad que aquí…
«Tenia que ser Gawaine —pensó Morgana—, siempre el primero en enfrentarse a lo desconocido.» Galahad se levantó, pálido y radiante de entusiasmo.
—¿Doce meses, señor Gawaine? Juro que dedicaré el resto de mi vida, si es necesario, hasta que vea el Grial ante mí.
Arturo alzó una mano, tratando de hablar, pero la fiebre se había apoderado de los caballeros. Todos se comprometían a gritos, hablando al mismo tiempo. «Ahora no hay causa más cara a sus corazones —pensó Morgana—. Las guerras terminaron y creen que esto los unirá en el antiguo fervor. Pero en cambio los esparcirá a los cuatro vientos. La Diosa obra según su voluntad.»
Mordret se había levantado para hablar, pero Morgana sólo vio a Cuervo, caída en el suelo. A su alrededor las ancianas campesinas seguían hablando sobre los delicados alimentos y bebidas que habían saboreado bajo el hechizo del caldero, pero Cuervo yacía silenciosa, pálida como la muerte.
Y Morgana, al inclinarse junto a ella, supo que el peso de la gran magia había sido demasiado para aquella mujer aterrorizada. Había resistido con firmeza, volcando todas sus energías para fortalecer generosamente a Morgana, hasta que la copa desapareció rumbo a Avalón: entonces, perdida la fuerza, la vida se le fue con la copa. La estrechó contra sí, enloquecida de pena y desesperación.
«La he matado también a ella. En verdad acabo de matar al último ser que amaba. Madre, Diosa, ¿por qué no fui yo? Ya no tengo nada por que vivir, nadie a quien amar. Y Cuervo nunca hizo daño a nadie…»
Nimue bajó del estrado, donde estaba junto a la reina, para hablar dulcemente con Merlín. Arturo dialogaba con Lanzarote; con la cara bañada en lágrimas, ambos se abrazaron como no lo hacían desde la juventud. Luego el rey bajó para avanzar entre sus súbditos.
—¿Va todo bien, pueblo mío?
No le hablaban más que del mágico festín, pero cuando estuvo cerca alguien gritó:
—Aquí ha muerto una anciana sordomuda, mi señor Arturo. La impresión fue demasiado fuerte para ella.
Arturo se aproximó. Cuervo yacía sin vida en brazos de Morgana, que no levantó la cabeza. ¿La reconocería con un grito, con una acusación de brujería?
Su voz sonó suave y familiar, pero lejana.
—¿Era tu hermana, buena mujer? Lamento que haya sucedido en plena fiesta, pero Dios se la ha llevado en un momento de bienaventuranza, en brazos de su ángel. ¿Quieres que sea sepultada aquí? Si lo deseas, descansará en el patio de la iglesia.
Las mujeres del grupo ahogaron una exclamación; Morgana comprendió que, en verdad, era lo más caritativo que podía ofrecer, pero respondió que no, sin descubrirse la cabeza. Y luego, sin poder resistirse, le miró a los ojos.
Ambos habían cambiado mucho. Morgana estaba vieja y abrumada. Pero tampoco Arturo era ya el joven Macho rey.
Jamás sabría si Arturo la reconoció. Sus miradas se cruzaron un momento. Luego él dijo con suavidad:
—¿Prefieres llevarla a tu casa? Como desees, madre. Di a mis mozos de cuadra que te den un caballo. Muéstrales esto.
Y le puso un anillo en la mano. Morgana inclinó la cabeza, cerrando con fuerza los ojos para contener las lágrimas. Cuando volvió a abrirlos Arturo ya no estaba.
—Oye, te ayudaré a cargarla —dijo una de las mujeres.
Luego se ofreció otra, y entre todas sacaron del salón el liviano cuerpo de Cuervo. Morgana se volvió a contemplar el salón de la mesa redonda, sabiendo que jamás volvería a pisar Camelot.
Había cumplido su misión y tenía que regresar a Avalón Pero regresaría sola. En adelante estaría siempre sola.
G
inebra, que vigilaba los preparativos en el salón, contempló el cáliz con emociones confusas. Una parte de ella decía: «Este objeto tan bello tendría que estar dedicado al servicio de Cristo, como dice Patricio; hasta Merlín ha venido finalmente a la cruz.» Pero la otra insistía, casi contra su voluntad: «No. Sería mejor destruirlo, fundir el oro para hacer otro cáliz consagrado, desde el primer momento, al servicio del Dios verdadero. Éste es de la Diosa, la gran meretriz. Tienen razón los sacerdotes al decir que con la mujer llegó el mal a este mundo.» Y de inmediato se sintió confusa, pues no todo lo femenino podía ser malo, si incluso Dios había escogido a una mujer para que gestara a Su hijo.
Su expresión se ablandó al mirar a Nimue, la hija de Elaine, tan parecida a su madre, pero aún más bella, pues tenía algo de la alegría y la gracia del joven Lanzarote. Bella y dulce como era, parecía increíble que hubiera en ella algo malo; sin embargo, la joven había servido a la Diosa desde la niñez. Y ahora, arrepentida, había llegado a Camelot suplicando que nadie supiera de su estancia en Avalón, ni siquiera el obispo Patricio, ni el mismo Arturo. Y como era difícil negarle nada, Ginebra se había comprometido a guardarle el secreto.
Miró a Patricio, que estaba a punto de coger el cáliz en las manos. Y entonces…
… Y entonces Ginebra creyó ver que un gran ángel, cuyas alas caían en sombras detrás de la silueta reluciente, alzaba entre sus manos una copa que refulgía como una gran estrella. Era carmesí, como un corazón palpitante, como un rubí… No, brillaba con un azul tan intenso como el del cielo despejado, y despedía un aroma como el de todas las rosas de todos los jardines que había conocido en su vida. Y de pronto pareció atravesar el salón un viento fuerte y limpio, y aunque estaban en Misa. Ginebra tuvo la sensación de que podía abandonar su asiento y correr a las colinas, a los grandes espacios que pertenecían a Dios, bajo su ancho cielo purificador. En el fondo de su corazón supo que jamás volvería a tener miedo de abandonar la prisión de su alcoba y su sala: podría caminar sin temor bajo el firmamento, por las colinas, pues dondequiera que fuera Dios estaría con ella. Sonrió; incrédula, se oyó reír en voz alta. «Si no puedo hallar gozo en Dios, ¿qué es Dios para mí?»