—Llevadlo a la capilla donde fue armado caballero. Mañana será sepultado como corresponde a mi hijo y heredero.
Al volverse se tambaleó un poco. Gwydion se apresuró a ponerle una mano bajo el brazo para darle apoyo. Ginebra, que ahora casi nunca lloraba, sintió deseos de sollozar al ver a Lanzarote tan demacrado y dolido. ¿Qué le habría sucedido durante aquel año? ¿Una larga enfermedad, demasiado ayuno, cansancio, heridas? Nunca lo había visto tan pesaroso, ni siquiera cuando vino a hablarle de su boda con Elaine. Suspiró al ver que Arturo se apoyaba pesadamente en el brazo de Gwydion. Lanzarote le estrechó la mano, diciendo con suavidad:
—Ahora me alegro de que Arturo haya podido conocer y apreciar a su hijo. Eso aliviará su pena.
Ginebra negó con la cabeza. ¡El hijo de Morgana, heredero de Arturo! Pero ya no había remedio.
Gareth se acercó y le hizo una reverencia, diciendo:
—Señora, ha venido mi madre…
Y Ginebra recordó que no podía quedarse entre los hombres, que su lugar estaba con las damas, que no podía dedicar una palabra de consuelo a Arturo, ni siquiera a Lanzarote.
—Es un placer darte la bienvenida, reina Morgause —saludó fríamente. «Pero en verdad no es un placer; por lo que a mí concierne, ojalá te hubieras quedado en Lothian o en el infierno.» Entonces vio que Arturo caminaba entre Niniana y Gwydion—. Señora Niniana —dijo, cejijunta—, creo que las mujeres ya tenemos que retirarnos. Busca un cuarto de huéspedes para la reina de Lothian y ocúpate de que lo preparen.
Gwydion pareció enfadarse, pero no había nada que decir. Mientras las damas abandonaban el patio, Ginebra se dijo que ser reina tenía sus ventajas.
Durante todo aquel día fueron llegando a la corte de Arturo guerreros y los caballeros de la mesa redonda. Ginebra estuvo atareada con los preparativos para el festín del día siguiente, en que se celebraría el funeral. El día de Pentecostés se reunirían todos los hombres que hubieran vuelto de la búsqueda. Reconoció muchas caras, pero había otras que jamás regresarían: Perceval, Bors, Lamorak… Dirigió una mirada más tierna a Morgause, sabiendo que lamentaba sinceramente la muerte de su joven amante; aunque hubiera hecho el ridículo con él, el dolor siempre es dolor. Durante la misa de funeral por Galahad, cuando el sacerdote mencionó a todos los que habían caído en la búsqueda, vio que Morgause escondía tras el velo la cara roja e hinchada por el llanto.
La noche anterior Lanzarote había velado junto al cuerpo de su hijo en la capilla, sin que Ginebra tuviera ocasión de cambiar con él algunas palabras en privado. Después de la misa, durante la comida, hizo que se sentara junto a ella y Arturo; le llenó la copa con la esperanza de que bebiera hasta la ebriedad, olvidando el duelo. Le apenaba ver su rostro arrugado, tan demacrado por el dolor y las privaciones, y los rizos blancos en tomo a la cara. Ella, que tanto lo amaba, no podía siquiera abrazarlo para llorar con él; eso parecía ahora más horrible que nunca, pero él no la miraba siquiera a los ojos.
Arturo se puso de pie para brindar por los caballeros que ya no volverían.
—Aquí, ante todos vosotros, juro que sus esposas y sus hijos no sufrirán privaciones mientras yo viva y en Camelot haya una piedra sobre otra —dijo—. Comparto vuestro pesar. El heredero de mi trono murió en la búsqueda del Grial.
Extendió una mano hacia Gwydion, que se le acercó lentamente. Parecía más joven con su sencilla túnica blanca y el pelo oscuro sujeto por una cinta dorada. Arturo dijo:
—A diferencia de otros hombres, un rey no puede permitirse largos duelos, caballeros. Os pido que lloréis conmigo por mi perdido sobrino e hijo adoptivo, que ya no podrá reinar a mi lado. Pero aunque el dolor es aún reciente, os pido que aceptéis como heredero mío a Gwydion, el señor Mordret, el hijo de mi única hermana, Morgana de Avalón. Gwydion es joven, pero ha llegado a ser uno de mis sapientes consejeros. —Alzó la copa para beber—. A tu salud, hijo, y por tu reinado, cuando el mío acabe.
El joven se arrodilló ante él.
—Que vuestro reinado sea largo, padre.
Ginebra creyó ver que parpadeaba para contener las lágrimas; entonces le tuvo más aprecio. Después de beber, los caballeros rompieron en vítores, con Gareth a la cabeza.
Pero la reina guardaba silencio. Por fin se volvió hacia Lanzarote, susurrando:
—¡Podría haber esperado! ¡Podría haber consultado a sus consejeros!
—¿No sabías de sus intenciones? —preguntó. Le cogió la mano y se la retuvo delicadamente, acariciándole los dedos, que se habían vuelto delgados y huesudos. Ginebra se sintió avergonzada y quiso retirarlos, pero Lanzarote no se lo permitió—. Arturo no tendría que haberlo hecho sin avisarte.
Y Ginebra pensó vagamente que nunca, ni por un momento, lo había oído criticar a Arturo. Él iba a besarle la mano, pero se la soltó al ver que Arturo se aproximaba con Gwydion. Los criados llevaban ya bandejas humeantes de carne, fruta fresca y pan caliente. La reina se dejó llenar el plato, pero apenas lo tocó. Sonrió al ver que, según estaba dispuesto, tenía que compartirlo con Lanzarote, tal como solían hacerlo en Pentecostés, y que Niniana estaba comiendo del plato de Arturo. La alivió un poco oír que él la llamaba «hija mía»; tal vez ya la aceptaba como posible esposa de su hijo. Para sorpresa suya, Lanzarote pareció adivinarle el pensamiento.
—¿Nuestra próxima fiesta ha de ser una boda? Yo habría pensado que el parentesco entre ellos es demasiado cercano.
—¿Importaría eso en Avalón? —preguntó Ginebra, con voz más dura de lo que pensaba.
Lanzarote se encogió de hombros.
—No lo sé. Cuando era niño me hablaron de un país lejano donde los de la casa real se casaban siempre entre hermanos, para que la sangre de los reyes no se diluyera, y esa dinastía perduró mil años.
—Paganos que no sabían de su pecado —dijo Ginebra.
Pero Gwydion no parecía haber padecido por el pecado de sus padres. No tenía motivos para dudar en casarse con la hija de Taliesin, siendo bisnieto del gran druida.
«Dios castigará a Camelot por ese pecado —pensó súbitamente—. Por el de Arturo, por el mío… y el de Lanzarote.» A sus espaldas, Arturo dijo a Gwydion:
—Una vez dijiste que Galahad no viviría para ser coronado.
—También recordaréis, padre y señor mío, que dije que moriría honorablemente por la cruz que adoraba, y así fue —replicó el joven, delicadamente.
—¿Qué más prevés, hijo?
—No me lo preguntéis, señor Arturo. Los dioses son buenos al impedir que el hombre conozca su fin. Aunque lo supiera, no os lo diría.
Y Ginebra, con un súbito escalofrío, pensó: «Tal vez Dios nos ha castigado ya por nuestros pecados al enviarnos a Mordret.» Pero luego quedó consternada. «¿Cómo puedo pensar eso de quien ha sido un verdadero hijo para Arturo? ¡Él no tiene la culpa!»
Observó a Lanzarote, que estaba a mil leguas de allí, perdido dentro de sí mismo, donde ella jamás podría seguirlo. Con torpeza, buscándolo del mejor modo posible, preguntó:
—¿Y no pudiste hallar el Grial?
Vio que Lanzarote atravesaba lentamente aquella larga distancia.
—Me acerqué más de lo que puede acercarse un pecador sin perecer. Pero se me salvó la vida para que dijera a la corte de Arturo que el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo. —Volvió a guardar silencio. Luego dijo, siempre remoto—: Habría ido tras él hasta el fin del mundo, pero no se me dio oportunidad.
«¿Acaso no querías regresar por mí?», pensó Ginebra. Entonces comprendió que Lanzarote y Arturo se parecían más de lo imaginado. Ella nunca había sido para ellos más que una distracción entre guerra y búsqueda; la vida real del hombre se desarrollaba en un mundo donde el amor no tenía significado. Lanzarote había dedicado su existencia a combatir junto a Arturo; ahora, a falta de guerras, se entregaba a un gran Misterio. El Grial se interponía entre ellos, como antes Arturo y el honor de caballero.
El dolor era insoportable. Durante toda su vida Ginebra no había tenido más que eso. No resistió el impulso de estrecharle la mano, susurrando:
—Te he echado de menos.
Y se horrorizó ante el deseo que percibía en su voz. «Pensará que soy como Morgause…» Lanzarote dijo delicadamente:
—Como yo a ti, Ginebra. —Y luego, como si pudiera leer dentro de su corazón hambriento, añadió en voz baja—: Con Grial o sin él, amada mía, nada podría haberme traído, salvo tu recuerdo. Podría haber permanecido allí durante el resto de mi vida, rezando por ver nuevamente ese Misterio. Pero soy sólo un hombre.
Entonces Ginebra, comprendiendo lo que insinuaba, le estrechó la mano.
—¿Quieres que aleje a mis mujeres?
Lanzarote vaciló un instante. Ginebra sintió aquel viejo temor: ¿cómo osaba ser tan atrevida, tan falta de pudor femenino? Esos momentos eran siempre como la muerte. Luego Lanzarote le apretó los dedos, diciendo:
—Sí, amor mío.
Pero mientras lo esperaba, sola en la oscuridad, se preguntó amargamente si ese «sí» había sido como los de Arturo: un ofrecimiento hecho por pura piedad o por halagar su amor propio. Su esposo podría haber dejado de invitarla, ya que no había la menor esperanza de que ella le diera un hijo tardío, pero era demasiado bondadoso para dar pie a que las damas sonrieran a espaldas de su reina. Aun así, era como una puñalada notar que siempre parecía aliviado si ella no aceptaba. A veces le hacía entrar para que pasaran un rato charlando; le reconfortaba estar entre sus brazos, pero no le exigía más. Ahora se preguntaba si acaso no la deseaba, si la había deseado alguna vez o sólo había acudido a ella porque era la esposa que tenía que darle hijos.
«Todos elogiaban mi hermosura y me deseaban, salvo el esposo que me dieron. Y ahora, quizás, incluso Lanzarote viene a mí sólo porque la bondad le impide abandonarme.» Se sintió febril y sudorosa. Mientras se lavaba con el agua fría de la jofaina se tocó los pechos caídos. «Ah, soy anciana… Sin duda le repugnará que esta carne vieja y fea le desee todavía como cuando era joven y bella.»
Entonces oyó tras ella una pisada y Lanzarote la cogió en sus brazos, haciéndole olvidar los temores. Pero cuando se hubo ido, Ginebra no pudo dormir.
«No tendría que arriesgarme a esto. Pero no tengo otra cosa… Y Lanzarote tampoco.» Había perdido a su hijo y a su esposa; su antigua intimidad con Arturo había desaparecido para siempre. La necesitaba; sin ella estaría completamente solo Había regresado a la corte porque la necesitaba.
Y por eso, aunque fuera pecado, parecía un pecado mayor dejarlo sin consuelo.
«Aunque los dos nos condenemos —pensó—, jamás lo rechazaré. Dios es un Dios de amor.» ¿Cómo podía, pues, condenar lo único de su vida que había nacido del amor? Y si lo hacía (pensó, aterrorizada por su blasfemia) no era el Dios que ella había adorado siempre y poco importaba lo que pudiera pensar.
A
quel verano hubo guerra otra vez; los nórdicos invadieron las costas occidentales y las legiones de Arturo salieron a presentar batalla; los seguían los reyes sajones del país del sur: Ceardig y sus hombres. La reina Morgause permaneció en Camelot: era peligroso que fuera sola a Lothian y no se podía prescindir de nadie para que la escoltara.
Regresaron ya avanzado el verano. Cuando se oyeron las trompetas, Morgause estaba en el salón de las mujeres, con Ginebra y sus damas.
—¡Es Arturo, que regresa! —exclamó la reina levantándose del asiento.
Inmediatamente todas las mujeres dejaron caer el huso para agolparse a su alrededor.
—¿Cómo lo sabéis?
Ginebra se echó a reír.
—Un mensajero me trajo anoche la noticia —dijo—. ¿Creéis que me dedico a las hechicerías, a mi edad?
Paseó la vista entre las muchachas entusiasmadas; a menudo Morgause tenía la sensación de que todas sus damas eran niñas de catorce o quince años, que aprovechaban la menor excusa para abandonar las labores.
La reina preguntó, indulgente:
—¿Subimos a verlos desde lo alto?
Entre parloteos y risitas, en pequeños grupos, partieron corriendo. Ginebra, de buen talante, llamó a una de las criadas para que ordenara el cuarto y las siguió a un paso más digno, acompañada por Morgause. Desde la cumbre de la colina se veía el ancho camino que conducía a Camelot.
—Mirad, allí está el rey…
—Y el señor Mordret, a su lado…
—Y allí va el señor Lanzarote… Oh, tiene la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo.
—Dejadme ver —ordenó Ginebra, apartándolas a un lado. Morgause reconoció a Gwydion, que cabalgaba junto a Arturo; no parecía herido, según vio con un suspiro de alivio. También vio a Cormac, igualmente indemne. Gareth era fácil de reconocer, pues era el más alto de cuantos acompañaban a Arturo, y su pelo rubio refulgía como un halo. Gawaine, siempre detrás de Arturo, se mantenía muy erguido en la silla, pero cuando estuvieron más cerca vio que tenía la cara amoratada y la boca tumefacta, como si hubiera perdido uno o dos dientes.
—¡Qué apuesto es el señor Mordret! —comentó una de las niñas—. La reina dice que es igual que el señor Lanzarote en su juventud.
Dio un codazo a su vecina y ambas rieron infantilmente. Morgause suspiró, celosa de verlas tan jóvenes y hermosas, susurrando sobre este caballero o aquel otro.
—Todos los caballeros sajones llevan barba. ¿Por qué les gusta ser tan peludos, como los perros?
—Es una moda —dijo Morgause—. Cuando yo era joven, cristianos y paganos se afeitaban por igual. Ahora la moda ha cambiado. Gwydion también se dejará la barba, un día de éstos. ¿Te gustaría menos así, Niniana?
La joven sonrió.
—No, prima. Con barba o afeitado, me da igual. Ah, mirad, allí viene el rey Ceardig con los suyos. ¿Habrá que hospedarlos a todos en Camelot? ¿Tengo que dar aviso a los mayordomos, señora?
—Ve, querida, por favor —dijo Ginebra. Y Niniana se alejo hacia el salón. Las niñas se empujaban unas a otras para vez mejor—. Bueno, bueno… Volved a la rueca. No es decoroso mirar así a los hombres. Entrad ya, que los veréis esta noche, en el salón grande. Tendremos un festín, y eso significa que hay trabajo para todas.
Aunque mohínas, volvieron al salón. Ginebra las siguió con Morgause, suspirando.
—Cielo santo, ¿cuándo hubo semejante tropel de niñas díscolas? Y tengo que arreglármelas para guiarlas y conservarlas castas. Me avergüenza ver mi corte tan llena de locuelas insolentes.