Así que cuando Tigranes hizo avanzar sus fuerzas para atacar al mosquito, no comprendía qué diferencia podía suponer el estado de humor del mosquito. Cada uno de los romanos de aquel ejército estaba harto de una dieta monótona, de estar sin mujeres, de los
cataphracti,
que avanzaban produciendo un ruido sordo sobre sus enormes caballos de Nesea para acosar a las patrullas de búsqueda de Armenia en general y de Tigranocerta en particular. Desde Lúculo hasta los fimbrianos, pasando por los soldados de caballería galacianos, todos ansiaban entrar en combate, y se animaron a sí mismos con gritos roncos cuando los exploradores informaron de que el rey Tigranes se encontraba por fin a la vista.
Lúculo le prometió a Marte Invicto un sacrificio especial y se aprestó para la pelea al alba del sexto día del octubre romano. Abandonadas las líneas de asedio, el general ocupó una colina que se interponía entre el gigante armenio que avanzaba y la ciudad, e hizo sus disposiciones. Aunque no podía saber que Mitrídates había enviado a Taxiles para advertirle al rey de reyes que no entablara combate con los romanos, Lúculo sabía exactamente cómo tentar a Tigranes para hacerle entrar en batalla: había que poner muy juntas todas sus tropas y aparentar que estaban aterrorizados por el tamaño del gigante armenio. Puesto que todos los reyes orientales estaban convencidos de que la fuerza de un ejército se basaba en el número, seguro que Tigranes atacaría.
Y Tigranes atacó. Lo que se desarrolló a continuación fue una debacle. Nadie en el bando armenio, ni siquiera Taxiles, parecía comprender la utilidad del terreno elevado, y tampoco, por lo que vio claramente Lúculo a medida que la enfurecida hueste corría colina arriba, nadie en la cadena de mando armenia había pensado en desarrollar alguna táctica o estrategia. El monstruo estaba desbocado; no era necesario nada más.
Tomándose su tiempo para ello, Lúculo ideó un castigo temible desde la cima de su colina, preocupado sólo porque las montañas de muertos no fueran a acabar por acorralarlo y frustraran así una victoria segura. Pero cuando puso a la caballería galaciana a despejar las líneas entre los armenios caídos, los fimbrianos se desplegaron hacia fuera y hacia abajo como guadañas en un campo de trigo. El frente armenio se desintegró, empujando a miles de sirios y caucásicos, soldados de a pie, hacia las filas de los enmallados
cataphracti
hasta que caballos y jinetes cayeron, aplastándose unos a otros. Más huestes armenias murieron de ese modo que los que los enloquecidos fimbrianos hubieran podido matar en relación a su número.
Lúculo, en el informe que envió al Senado de Roma, dijo: «Más de cien mil armenios muertos, y los romanos sólo hemos tenido cinco bajas.»
El rey Tigranes huyó por segunda vez; y estaba tan seguto de que sería capturado que le entregó la tiara y la diadema a uno de sus hijos para que las guardase, exhortando al principito para que galopase más rápido que él, pues era más joven y más ligero. Pero el joven le confió la tiara y la diadema a un esclavo de aspecto oscuro, con el resultado de que los símbolos de soberanía armenios pasaron a propiedad de Lúculo dos días después.
Los griegos, obligados por la fuerza a vivir en Tigranocerta, les abrieron las puertas de la ciudad; estaban tan llenos de júbilo que incluso llevaron a Lúculo a hombros. Las privaciones eran cosa del pasado; los fimbrianos se zambulleron con igual júbilo en suaves brazos y blandas camas, comieron y bebieron, frecuentaron putas y saquearon la ciudad. El botín fue pasmoso. Ochocientos talentos de oro y plata, treinta millones de
medimni
de trigo, indecibles tesoros y obras de arte.
¡Y el general se convirtió en humano! Fascinado, Publio Clodio vio emerger al Lúculo que había conocido en Roma del hombre de carácter duro y fríamente despiadado de los últimos meses. Los manuscritos se apilaron para su deleite junto con niñas exquisitas que él retuvo para su propio placer, ya que nunca se sentía más feliz que cuando podía iniciar sexualmente a las niñas que justo estaban floreciendo a la pubertad. ¡Niñas medas, no griegas! El botín se repartió, en una ceremonia que tuvo lugar en el mercado, con ecuanimidad luculana: cada uno de los quince mil hombres recibió por lo menos treinta mil sestercios en dinero, aunque naturalmente no se les pagaría hasta que el botín se hubiera convertido en dinero romano contante y sonante. El trigo reportó doce mil talentos; el astuto Lúculo se lo vendió en bruto al rey Fraates, de los partos.
Publio Clodio no estaba dispuesto ni mucho menos a perdonarle a Lúculo aquellos meses de caminatas y vida dura, ni siquiera cuando su propia participación en el botín ascendió a cien mil sestercios. En algún lugar entre Eusebia Mazaca y la travesía ante Tomisa, añadió el nombre de su cuñado a la lista que tenía de aquellos que habían de pagar por ofenderle: Catilina, Cicerón, el pequeño pez, Fabia, y ahora Lúculo. Después de haber visto el oro y la plata amontonados en las cámaras —en realidad después de haber ayudado a contarlos—, Clodio se concentró al principio en averiguar cómo Lúculo se las había arreglado para engañar a todos cuando se dividió el botín. ¿Sólo treinta mil para cada legionario, para cada soldado de caballería? ¡Ridículo! Hasta que su ábaco le dijo que ochocientos talentos divididos entre quince mil hombres daban solamente trece mil sestercios para cada uno; entonces, ¿de dónde habían salido los restantes diecisiete mil? De la venta del trigo, repuso el general lacónicamente cuando Clodio acudió ante él para que se lo aclarase.
Aquel desperdiciado ejercicio de aritmética sirvió, no obstante, para darle una idea a Clodio. Si había imaginado que Lúculo estaba engañando a sus hombres, ¿qué pensarían éstos si alguien sembrase la semilla del descontento? Hasta que Tigranocerta fue ocupada, Clodio no había tenido ocasión de cultivar la amistad de nadie excepto del pequeño y reservado grupo de legados y tribunos que rodeaban al general. Lúculo era muy estricto en cuanto al protocolo, no aprobaba la confraternización entre los soldados rasos y su personal. Pero ahora que llegaba el invierno, aquel nuevo Lúculo estaba dispuesto a conceder a aquellos que le servían que lo pasaran mejor que nunca, pues la rigidez había cesado. Oh, quedaba trabajo que hacer; por ejemplo, Lúculo ordenó que reunieran a todos los actores y bailarinas y los obligó a actuar para su ejército. Una fiesta circense lejos de la patria para unos hombres que nunca volverían a sus casas. Entretenimientos había de sobra. Y también vino.
El jefe de los fimbrianos era un centurión
primus pilus
que encabezaba la más veterana de las dos legiones fimbrianas. Se llamaba Marco Silio, y, como el resto, había marchado con Flaco y Fimbria hacia el Este a través de Macedonia diecisiete años antes, cuando no era más que un legionario del montón demasiado joven aún para afeitarse. Cuando Fimbria ganó la lucha por la supremacía, Marco Silio había aplaudido el asesinato de Flaco en Bizancio. Había cruzado hasta Asia, había luchado contra el rey Mitrídates, se había puesto a las órdenes de Sila cuando Fimbria cayó del poder y se suicidó, y luego había luchado para Sila, para Murena y para Lúculo. Había ido con los demás a sitiar Mitilene, época en la cual su rango ya era de
pilus prior
, muy arriba en la tortuosa gradación de los centuriones. Un año había venido después de otro; las luchas se habían sucedido unas a otras. Todos ellos no eran más que jóvenes imberbes cuando salieron de la península Itálica, porque Italia en aquel entonces se había quedado sin soldados veteranos; habían pasado bajo las águilas la mitad de los años de su vida, y se les había denegado una petición tras otra para licenciarse honorablemente. Marco Silio, su líder, era un hombre amargado de cuarenta y cuatro años que lo único que quería era volver a casa.
A Clodio no le había sido necesario verificar esta información; hasta los legados tan agrios como Sextilio hablaban de vez en cuando, y solían hacerlo acerca de Silio o del centurión
primus pilus
de la otra legión fimbriana, llamado Lucio Cornificio, que no pertenecía a la prometedora familia que llevaba ese nombre.
Ni tampoco fue difícil encontrar la guarida de Silio dentro de Tigranocerta; Cornificio y él habían requisado un palacio secundario que había pertenecido a uno de los hijos de Tigranes, y se habían trasladado allí con algunas mujeres muy deleitables y esclavos suficientes para servir a una cohorte.
Publio Clodio, miembro patricio de un clan augusto, fue de visita, e igual que los griegos ante Troya, llevó presentes. ¡Oh, no del tamaño de caballos de madera! Clodio llevó una bolsita de setas que Lúculo —a quien le gustaba experimentar con tales sustancias— le había dado y una tinaja del mejor vino tan grande que fueron necesarios tres sirvientes para manejarla.
Lo recibieron con recelo. Ambos centuriones sabían bien quién era, qué relación tenía con Liculo y cómo se había portado durante la marcha, en el sitio de la ciudad y en el transcurso de la batalla. Todo lo cual no les impresionaba en absoluto, como tampoco les impresionaba la persona de Clodio, porque era un hombre de talla corriente y con un físico demasiado mediocre para sobresalir en medio de la multitud. Lo que sí admiraban en él era el descaro: entró caminando como si fuera el dueño del lugar, se arrellanó en un gran cojín cubierto con un tapiz entre los divanes donde los dos hombres se encontraban abrazados a las mujeres de turno, sacó la bolsa de setas y se puso a contarles, parlanchín, lo que iba a ocurrir cuando comieran de aquel raro alimento.
—¡Es una sustancia asombrosa! —les dijo mientras alzaba y bajaba rápidamente las cejas en un gesto cómico—. Tomad un poco, pero masticad muy despacio y no esperéis que ocurra nada hasta al cabo de un buen rato.
Silio no hizo ademán de aceptar aquella invitación y advirtió que Clodio tampoco se puso a mascar una de aquellas setas de sombrerito, ni despacio ni de ninguna otra manera.
—¿Qué quieres? —le preguntó bruscamente Silio.
—Hablar —repuso Clodio; y sonrió por primera vez.
Aquello siempre resultaba una buena impresión para aquellos que no habían visto nunca sonreír a Clodio; transformaba lo que de lo contrario no era más que un rostro tenso y ansioso en algo súbitamente tan agradable, tan atractivo, que hacía que las sonrisas brotaran a su alrededor. Y así ocurrió en el momento que Clodio esbozó su sonrisa: que la sonrisa apareció en los labios de Silio, en los de Cornificio y en los de ambas mujeres.
Pero a un fimbriano no se le ganaba tan rápidamente. Clodio era el enemigo, un enemigo incluso más importante que cualquier armenio, cualquier sirio o cualquier caucásico. Así que cuando su sonrisa se apagó, Silio mantuvo la mente clara, permaneció con actitud escéptica acerca de los motivos que Clodio tenía para ir a visitarlos.
Todo lo cual Clodio ya medio se lo esperaba, de modo que entraba dentro de sus planes. Ya había observado durante aquellos cuatro humillantes años en que había estado perdiendo el tiempo en Roma que a cualquier persona de alta cuna se le consideraba con extrema suspicacia por aquellos que se encontraban por debajo de él, y que, en conjunto, todos aquellos que estaban por debajo de él no eran capaces de hallar ningún motivo razonable por el cual una persona de alta cuna hubiera de querer vivir como los pobres. Sin timón, condenado al ostracismo por sus iguales y desesperado por hacer algo, Clodio se empeñó en alejar la desconfianza de sus inferiores. La sensación de victoria cuando tenía éxito resultaba acogedora, pero además había encontrado auténtico placer en la compañía de inferiores; le gustaba estar mejor educado y ser más inteligente que cualquiera de los que se encontraban en una habitación, pues ello le proporcionaba una ventaja que nunca había tenido entre sus iguales. Se sentía como un gigante. Y transmitía el mensaje a sus inferiores de que él era un tipo de alta cuna al que realmente le importaban y le atraían la gente y las circunstancias más simples. Aprendió a colarse entre ellos y a sentirse como en casa. Estaba encantado con aquella nueva clase de adulación.
La técnica que utilizaba consistía en hablar. Sin usar nunca palabras solemnes, sin hacer nunca alusiones accidentales a oscuros poetas o dramaturgos griegos, sin ninguna indicación de que la compañía, la bebida o el lugar donde se encontrara no le complacieran plenamente. Y mientras hablaba emborrachaba a la audiencia con vino y hacia ver que él también lo consumía en grandes cantidades, aunque se cercioraba de que al final él fuera el hombre más sobrio de la habitación. Pero no lo aparentaba; era experto en derrumbarse debajo de la mesa, en caerse del taburete, en salir precipitadamente de la habitación para vomitar. La primera vez que se trabajaba a una víctima, las personas que había alrededor conservaban cierto escepticismo, pero volvía a la carga una vez, y otra, y otra, hasta que al final incluso el más receloso de los presentes tenía que admitir que Publio Clodio era un tipo realmente maravilloso, alguien corriente que había tenido la desgracia de nacer en el ambiente equivocado. Después de haber entablado confianza, Clodio descubrió que podía manipular a todos a su gusto con tal de que nunca dejase entrever sus verdaderas ideas y sentimientos. Los humildes a los que camelaba, eso pronto lo tuvo claro, no eran más que paletos urbanos, incultos, ignorantes, iletrados… que ansiaban desesperadamente que aquellos que eran mejores que ellos los estimasen, que ansiaban encontrar su aprobación. Estaban esperando a que les dieran forma.
Marco Silio y Lucio Cornificio no eran en nada diferentes de cualquier elemento de taberna de humildes romanos urbanos, aunque se hubieran marchado de Italia a los diecisiete años. Eran duros, crueles y despiadados. Pero a Publio Clodio los dos centuriones le parecían tan maleables como la arcilla en manos de un maestro escultor. Juego fácil. Fácil…
Una vez que Silio y Cornificio se confesaron a sí mismos que les gustaba, que les divertía, entonces Clodio empezó a enterarse de la opinión de ellos, a preguntarles su parecer acerca de esto y aquello… eligiendo siempre temas que ellos conocieran, materias en las que pudieran sentirse autoridades. Y después les hizo ver que los admiraba; que admiraba su rudeza, su resistencia para el trabajo, que consistía en hacer de soldados y, por lo tanto, de importancia primordial para Roma. Finalmente se convirtió en su igual además de en su amigo, otro más de los muchachos, una luz en la oscuridad; era uno de ellos; pero como uno de nosotros, él estaba en posición de, ante cualquier situación apremiante, llamar la atención de ellos, los que estaban en el Senado y en los Comicios, en el Palatino y en las Carinae. ¡Oh, él era joven, sí, no era más que un muchacho! Pero los muchachos crecían, y cuando cumpliera los treinta, Publio Clodio entraría por las sagradas puertas del Senado; ascendería en el
cursus honorum
con tanta naturalidad como el agua que fluye sobre mármol pulido. Al fin y al cabo él era un Claudio, miembro de un clan que nunca había eludido el consulado a través de muchas generaciones. Uno de ellos, pero también uno de nosotros.