Las memorias de Sherlock Holmes (4 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Entonces es que el caballo lo tiene él, ¿verdad?

—Me vino con fanfarronadas queriendo hurtar el cuerpo, pero yo le hice una descripción tan exacta de todos los pasos que había dado aquella mañana, que ha acabado convenciéndose de que le estuve mirando. Usted, como es natural, se fijaría en que la puntera de las huellas tenía una forma cuadrada muy especial, y también se fijaría en que las de sus botas correspondían exactamente a la de las huellas. Además, como es natural, ningún subalterno se habría atrevido a semejante cosa. Le fui relatando cómo él, al levantarse el primero, según tenía por costumbre, vio que por el páramo vagaba un caballo solitario; que se dirigió hasta el lugar en que estaba el animal, y que reconoció con asombro, por la mancha blanca de la frente que dio al caballo favorito su nombre, que la casualidad ponía en sus manos el único caballo capaz de vencer al otro, por el que él había apostado su dinero. Acto continuo, le conté que su primer impulso había sido devolverlo a King’s Pyland, pero que el demonio le había hecho ver cómo podía ocultar el caballo hasta después de la carrera, y que entonces había vuelto sobre sus pasos y lo había escondido en Capleton. Al oír cómo yo le contaba todos los detalles, se dio por vencido, y solo pensó ya en salvar la piel.

—Pero se había realizado un registro en sus establos.

—Bueno, un viejo disfrazacaballos, como él, tiene muchas artimañas.

—Pero ¿no le da a usted miedo dejar el caballo en poder suyo, teniendo como tiene toda clase de intereses en hacerle daño?

—Mi querido compañero, ese hombre lo conservará con el mismo cuidado que a las niñas de sus ojos. Sabe que su única esperanza de que le perdonen es el presentarlo en las mejores condiciones.

—A mí no me dio el coronel Ross la impresión de hombre capaz de mostrarse generoso, haga él lo que haga.

—La decisión no está en manos del coronel Ross. Yo sigo mis propios métodos, y cuento mucho o cuento poco, según me parece. Es la ventaja de no actuar como detective oficial. No sé si usted habrá reparado en ello, Watson; pero la manera de tratarme el coronel fue un poquitín altanera. Estoy tentado en divertirme un poco a costa suya. No le hable usted nada acerca del caballo.

—Desde luego que no lo haré sin permiso de usted.

—Además, esto resulta un hecho subalterno si se compara con el problema de quién mató a John Straker.

—¿A ese problema al que usted se va a dedicar?

—Todo lo contrario, ambos regresamos a Londres con el tren de la noche.

Las palabras de mi amigo me dejaron como fulminado. Llevábamos sólo algunas horas en Devonshire, y me resultaba totalmente incomprensible que suspendiese una investigación que tan brillante principio había tenido. Ni una sola palabra más conseguí sacarle hasta que estuvimos de regreso en casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en la sala.

—Mi amigo y yo regresamos a la capital con el expreso de medianoche —dijo Holmes—. Hemos podido respirar durante un rato el encanto de sus magníficos aires de Dartmoor.

El inspector puso tamaño ojos, el coronel torció desdeñosamente el labio.

—Veo que usted desespera de poder detener al asesino del pobre Straker —dijo el coronel.

Holmes se encogió de hombros, y dijo:

—Desde luego, existen graves dificultades para conseguirlo. Sin embargo, tengo toda clase de esperanzas de que su caballo tomará el martes la partida en la carrera, y yo le suplico tenga para ello listo a su jokey. ¿Podría pedir una fotografía del señor John Straker?

El inspector sacó una de un sobre que tenía en el bolsillo, y se la entregó a Holmes.

—Querido Gregory, usted se adelanta a todo lo que yo necesito. Si ustedes tienen la amabilidad de esperar aquí unos momentos, yo quisiera hacer una pregunta a la mujer de servicio.

—No tengo más remedio que decir que me ha defraudado bastante su asesor londinense —dijo el coronel Ross, ásperamente, cuando mi amigo salió de la habitación—. No veo que hayamos adelantado nada desde que él vino.

—Tiene usted por lo menos la seguridad que le ha dado de que su caballo tomará parte en la carrera.

—Sí, tengo la seguridad que él me ha dado —dijo el coronel, encogiéndose de hombros—. Preferiría tener mi caballo.

Iba yo a contestar algo en defensa de mi amigo, cuando éste volvió a entrar en la habitación.

—Y ahora, caballeros, estoy listo para ir a Tavistock —les dijo.

Al subir al coche, uno de los mozos de cuadra mantuvo abierta la portezuela. De pronto pareció ocurrírsele a Holmes una idea, porque se echó hacia adelante y dio un golpecito al mozo en el brazo, diciéndole:

—Veo ahí, en el prado, algunas ovejas. ¿Quién las cuida?

—Yo las cuido, señor.

—¿No les ha pasado nada malo a estos animales durante los últimos tiempos?

—Verá usted, señor no ha sido cosa muy grave, pero el hecho es que tres de los animales han quedado mancos.

Me fijé en que la contestación complacía muchísimo a Holmes, porque se rió por lo bajo y se frotó las manos.

—¡Ahí tiene, Watson, un tiro de largo alcance, de alcance muy largo! —me dijo, pellizcándome el brazo—. Gregory, permítame llamarle la atención sobre esta extraña epidemia de las ovejas. ¡Adelante, cochero!

El coronel Ross seguía mostrando en la expresión de su cara la pobre opinión que se había formado de las habilidades de mi compañero; pero en la del inspector pude ver que su interés se había despertado vivamente.

—¿Da usted importancia a ese asunto? —preguntó.

—Extraordinaria.

—¿Existe algún otro detalle acerca del cual desearía usted llamar mi atención?

—Sí, acerca del incidente curioso del perro aquella noche.

—El perro no intervino para nada.

—Ese es precisamente el incidente curioso —dijo como comentario Sherlock Holmes.

Cuatro días después estábamos de nuevo, Holmes y yo, en el tren, camino de Winchester, para presenciar la carrera de la Copa de Wessex. El coronel Ross salió a nuestro encuentro, de acuerdo con la cita que le habíamos dado, fuera de la estación, y marchamos en su coche de sport de cuatro caballos hasta el campo de carreras, situado al otro lado de la ciudad. La expresión de su rostro era de seriedad, y, sus maneras, en extremo frías.

—No he visto por parte alguna a mi caballo —nos dijo.

—Será usted capaz de conocerlo si lo ve, ¿no es así? —le preguntó Holmes.

Esto irritó mucho al coronel, que le contestó:

—Llevo veinte años dedicado a las carreras de caballos, y nadie me había hecho hasta ahora pregunta semejante. Cualquier niño sería capaz de reconocer a
Silver Blaze
por la mancha blanca de la frente y su pata delantera jaspeada.

—¿Y cómo van las apuestas?

—Ahí tiene usted lo curioso del caso. Ayer podía usted tomar apuestas a quince por uno, pero esta diferencia se ha ido reduciendo cada vez más y actualmente apenas se ofrece el dinero tres a uno.

—¡Ejem! —exclamó Holmes—. Es evidente que hay alguien que sabe algo.

Cuando nuestro coche se detuvo en el espacio cerrado, cerca de la tribuna grande, miré el programa para ver las inscripciones. Decía así:

Copa Wessex.

52 soberanos c. u., con 1.000 soberanos más, para caballos de cuatro y de cinco años. Segundo, 300 libras. Tercero, 200 libras.

Pista nueva (una milla y mil cien yardas).

1.
The Negro
, del señor Heath Newton (gorra encamada, chaquetilla canela).

2.
Pugilist
, del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaquetilla azul y negra).

3.
Desborough
de lord Backwater (gorra amarilla y mangas ídem).

4.
Silver Blaze
, del coronel Ross (gorra negra y chaquetilla roja).

5.
Iris
, del duque de Balmoral (franjas amarillas y negras).

6.
Rasper
, de lord Singleford (gorra púrpura y mangas negras).

—Borramos al otro caballo nuestro y hemos puesto todas nuestras esperanzas en la palabra de usted —dijo el coronel—. ¿Cómo? ¿Qué ocurre? ¿
Silver Blaze
favorito?

—Cinco a cuatro contra
Silver Blaz
e —bramaba el ring—. ¡Cinco a cuatro contra
Silver Blaze
! ¡Quince a cinco contra
Desborough!
¡Cinco a cuatro por cualquiera de los demás!

—Ya han levantado los números —exclamé—. Figuran allí los seis.

—¡Los seis! Entonces es que mi caballo corre —exclamó el coronel, presa de gran excitación—. Pero yo no lo veo. Mis colores no han pasado.

—Sólo han pasado hasta ahora cinco caballos. Será ese que viene ahí.

Mientras yo hablaba salió del pesaje un fuerte caballo bayo y cruzó por delante de nosotros al trotecito, llevando a sus espaldas los bien conocidos colores negro y rojo del coronel.

—Ese no es mi caballo —gritó el propietario—. Ese animal no tiene en el cuerpo un solo cabello blanco. ¿Qué es lo que usted ha hecho, señor Holmes?

—Bueno, bueno; vamos a ver cómo se porta —contestó mi amigo, imperturbable. Estuvo mirando al animal durante algunos minutos con mis gemelos de campo. De pronto gritó—: ¡Estupendo! ¡Magnífico arranque! Ahí los tenemos, doblando la curva.

Desde nuestro coche de sport los divisamos de manera magnífica cuando avanzaban por la recta. Los seis caballos marchaban tan juntos y apareados que habría bastado una alfombra para cubrirlos a todos; pero a mitad de la recta la saeta de
Desborough
perdió su fuerza, y el caballo del coronel, surgiendo al frente a galope, cruzó el poste de llegada, a unos seis cuerpos delante de su rival, mientras que
Iris
, del duque de Balmoral, llegaba tercero, muy rezagado.

—Sea como sea, la carrera es mía —jadeó el coronel, pasándose la mano por los ojos—. Confieso que no le veo al asunto ni pies ni cabeza. ¿No le parece, señor Holmes, que es hora ya de que usted desvele el misterio?

—Desde luego, coronel. Lo sabrá usted todo. Vamos juntos a echar un vistazo al caballo. Aquí lo tenemos —agregó cuando penetrábamos en el pesaje, recinto al que sólo tienen acceso los propietarios y sus amigos—. No tiene usted sino lavarle la cara y la pata con alcohol vínico, y verá cómo se trata del mismo querido
Silver Blaze
de siempre.

—¡Me deja usted sin aliento!

—Me lo encontré en poder de un simulador, y me tomé la libertad de hacerle correr tal y como me fue enviado.

—Mi querido señor, ha hecho usted prodigios. El aspecto del caballo es muy bueno. En su vida corrió mejor. Le debo a usted mil excusas por haber puesto en duda su habilidad. Me ha hecho un gran favor recuperando mi caballo. Me lo haría usted todavía mayor si pudiera echarle el guante al asesino de John Straker.

—Lo hice ya —contestó con tranquilidad Holmes.

El coronel y yo le miramos atónitos:

—¡Que le ha echado usted el guante! ¿Y dónde está?

—Está aquí.

—¡Aquí! ¿Dónde?

—En este instante está en mi compañía.

El coronel se puso colorado e irritado, y dijo:

—Señor Holmes, confieso cumplidamente que he contraído obligaciones con usted; pero eso que ha dicho tengo que mirarlo o como un mal chiste o como un insulto.

Sherlock Holmes se echó a reír, y contestó:

—Coronel, le aseguro que en modo alguno he asociado el nombre de usted con el crimen. ¡El verdadero asesino está detrás mismo de usted!

Holmes avanzó y puso su mano sobre el reluciente cuello del pura sangre.

—¡El caballo! —exclamamos a una el coronel y yo.

—Sí, el caballo. Quizá aminore su culpabilidad si les digo que lo hizo en defensa propia, y que John Straker era un hombre totalmente indigno de la confianza de usted. Pero ahí suena la campana, y como yo me propongo ganar algún dinerillo en la próxima carrera, diferiré una explicación más extensa para otro momento más adecuado.

Aquella noche, al regresar en tren a Londres, dispusimos del rincón de un
pullman
para nosotros solos; creo que el viaje fue tan breve para el coronel Ross como para mí, porque lo pasamos escuchando el relato que nuestro compañero nos hizo de lo ocurrido en las cuadras de entrenamiento de Dartmoor, el lunes por la noche, y de los medios de que se valió para aclararlo.

—Confieso —nos dijo— que todas las hipótesis que yo había formado a base de las noticias de los periódicos resultaron completamente equivocadas. Sin embargo, había en esos relatos determinadas indicaciones, de no haber estado sobrecargadas con otros detalles que ocultaron su verdadero significado. Marché a Devonshire convencido de que Fitzroy Simpson era el verdadero culpable, aunque, como es natural, me daba cuenta de que las pruebas contra él no eran, ni mucho menos, completas.

Mientras íbamos en coche, y cuando ya estábamos a punto de llegar a la casa del entrenador, se me ocurrió de pronto lo inmensamente significativo del cordero en salsa fuerte. Quizá ustedes recuerden que yo estaba distraído, y que me quedé sentado cuando ya ustedes se apeaban. En ese instante me asombraba, en mi mente, de que hubiera yo podido pasar por alto una pista tan clara.

—Pues yo —dijo el coronel— confieso que ni aun ahora comprendo en qué puede servirnos.

—Fue el primer eslabón de mi cadena de razonamientos. El opio en polvo no es, en modo alguno. sustancia insípida. Su sabor no es desagradable, pero sí perceptible. De haberlo mezclado con cualquier otro plato, la persona que lo hubiese comido lo habría descubierto sin la menor duda, y es probable que no hubiese seguido comiendo. La salsa fuerte era exactamente el medio de disimular ese sabor. Este hombre desconocido, Fitzroy Simpson, no podía en modo alguno haber influido con la familia del entrenador para que se sirviese aquella noche esa clase de salsa, y llegaría a coincidencia monstruosa el suponer que ese hombre había ido, provisto de opio en polvo, la noche misma en que comían un plato capaz de disimular su sabor. Semejante caso no cabe en el pensamiento. Por consiguiente, Simpson queda eliminado del caso, y nuestra atención se centra sobre Straker y su esposa, que son las dos personas de cuya voluntad ha podido depender el que esa noche se haya cenado en aquella casa cordero con salsa fuerte. El opio fue echado después que se apartó la porción destinada al mozo de cuadra que hacía la guarda, porque los demás de la casa comieron el mismo plato sin que sufrieran las malas consecuencias. ¿Quién, pues, de los dos tuvo acceso al plato sin que la criada le viera?

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