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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (8 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¿Entonces los grandes canales que los científicos del siglo pasado ya habían advertido, son obra de los marcianos? —dijo Toby.

—Sí —respondió el astrónomo—. Trabajos imponentes, colosales, teniendo cada uno una longitud de cien kilómetros y más.

—Y nosotros que estábamos orgullosos de las obras de los antiguos egipcios.

—Señor Hibert —dijo Holker—, llévenos a la torre. Debo mandar un saludo a mi amigo Onix.

—¿Onix es tu marciano? —preguntó Toby.

—¿Qué hace ese hombre, o mejor, ese anfibio? —preguntó Brandok.

—Es un comerciante de pescado que siempre se queja de no poder hacerme probar las gigantescas anguilas que sus pescadores atrapan en el canal de Eg.

—¿Entonces allá arriba hay patrones y trabajadores?

—Como en nuestro globo.

—¿Y también reyes?

—Hay jefes que gobiernan las distintas tribus dispersas por los continentes.

—Todo el mundo es un país.

—Parece que sí —dijo Holker, riendo.

Vengan, señores —agregó el astrónomo—. La máquina está lista para llevarnos arriba, a la plataforma.

Dieron vuelta a la colosal torre mirándola con profunda admiración. ¡Qué papel mezquino hubiese hecho al lado de ella la torre Eiffel, construida hacía veinticinco lustros en París, que en aquella época lejana había maravillado al mundo entero por su altura!

Era un tubo descomunal, de cuatrocientos metros de altura y con un diámetro de ciento cincuenta en la base, construido parte en acero y parte en vidrio, dotado en el exterior de una cornisa que subía en espiral, tan ancha que permitía el paso de un vagón capaz de contener a ocho personas.

Su forma era redonda, como la de los faros, y poseía una resistencia capaz de desafiar a los más poderosos ciclones del Atlántico.

Toby, Brandok, el astrónomo y Holker entraron al vagón, y éste comenzó a subir a una velocidad vertiginosa, girando alrededor de la torre, mientras que los vidrios, que parecía que se agitaban mecánicamente, daban a los viajeros la ilusión de estar subiendo en torno a un colosal tubo de cristal.

Dos minutos después el vagón se detenía automáticamente en la plataforma de la torre ante una inmensa antena de acero que sostenía los aparatos eléctricos de telegrafía aérea.

—Esta estación, mucho más grande, se parece a esa otra que el señor Marconi, hace cien años, había instalado en el cabo Bretón —murmuró Toby al oído de Brandok—. ¿Te acuerdas que la habíamos visitado juntos?

—Sí, ¡pero qué potencia han conseguido darle ahora a las ondas eléctricas! —respondió el joven—. ¡Ah, cuántas maravillas! ¡Cuántas!... ¡Toby, me vuelve el temblor de los músculos!

—Sí, es la electricidad.

—¿Estos hombres no sufren esta agitación?

—Ellos nacieron y crecieron en medio de esta gran tensión eléctrica, mientras que nosotros somos personas de otra época. Esto me preocupa, James, no te lo oculto.

—¿Por qué?

—No sé si podremos acostumbrarnos.

—¿Qué es lo que temes?

—Nada por ahora, sin embargo... ¿sientes el spleen?

—Hasta ahora, no —respondió Brandok—. Cómo podría aburrirme con tantas maravillas para ver? Esta es una segunda vida para nosotros.

—Mejor así.

Mientras intercambiaban estas palabras, el director ya había lanzado varias ondas eléctricas a los habitantes de Marte.

Hicieron falta quince minutos para que el timbre eléctrico anunciara la respuesta, que era un saludo del amigo de Holker.

—Se ve que ese buen hombre se encontraba en la estación telegráfica —dijo el sobrino de Toby—. Seguramente estaba esperando noticias mías.

—Señor Hibert, ¿conseguirán un día llegar hasta Marte?

—Yo creo que ya nada es imposible —respondió con gran seriedad el astrónomo—. Desde hace dos años los científicos de los dos mundos se ocupan de esta gran cuestión para dar un desahogo a la creciente población de la Tierra. Hoy tenemos explosivos mil veces más formidables que la pólvora y la dinamita que se usaban antiguamente.

—¡Antiguamente! —exclamó Brandok, casi escandalizado.

—Es un modo de decir —dijo el astrónomo—. Puede afirmarse que algún día podremos lanzar a los marcianos un cohete de gran potencia llena de habitantes terrestres. No se sabe qué nos tiene reservado el porvenir. Bajemos y vengan a ver mi telescopio, que es el más grande que se ha construido hasta ahora.

Volvieron a subir al vagón y en medio minuto se encontraron en la base de la torre. Allí cerca se erguía el gigantesco largavista.

Consistía en un enorme tubo construido con chapas de acero, de ciento cincuenta metros de largo, un diámetro de cinco y un peso de ochenta mil kilogramos, instalado sobre dos enormes pilares de piedra.

—¡Un cañón colosal! —exclamó Brandok—. ¿Cómo hacen para mover este monstruo?

—No es necesario —respondió el astrónomo—. Como pueden ver, está fijo.

—Entonces sólo pueden observar una sola porción del cielo —observó Toby.

—Se equivoca, querido señor. Mire atentamente hacia arriba y delante del objetivo verá, en la prolongación del eje, un espejo móvil destinado a enviar las imágenes de los astros al eje del telescopio. Ese espejo es impulsado por un movimiento de relojería dispuesto de manera tal que avanza en sentido contrario a la rotación de la Tierra, de manera que el astro que se quiere observar queda constantemente en el campo visual del telescopio, como si nuestro planeta estuviese completamente inmóvil.

—¡Qué maravillosos inventos! —murmuró el doctor.

—¿Qué es en comparación con esto aquello de lo que se vanagloriaban tanto los científicos franceses del siglo pasado? —dijo Brandok.

—¿Usted se refiere al gran telescopio de París? Sí, durante muchos años fue considerado una maravilla —declaró el astrónomo—, pero no nos acercaba a la Luna más que a sólo ciento veintiocho kilómetros, y ya era mucho para aquellos tiempos. No podía acercarnos más, dado que la Luna está a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros. Ahora nosotros nos acercamos a un metro.

—Amigos —dijo Holker—, vámonos o almorzaremos demasiado tarde. Las cataratas están un poco lejos.

—¿Van a visitar las cataratas del Niágara? —preguntó el astrónomo.

—Sí —respondió Holker.

Estrecharon la mano del científico, subieron al Condor y pocos instantes después volaban sobre Brooklyn, dirigiéndose hacia el noroeste.

VI
LAS CATARATAS DEL NIÁGARA

Los edificios enormes como los de Nueva York, con centenares de familias, se sucedían sin interrupción, y en las calles del antiguo suburbio de la capital del Estado reinaba una animación extraordinaria y febril.

Los brooklynenses también parecían estar locos y corrían en vez de caminar, como si tuviesen al diablo encima y plata fundida en las venas.

La tensión eléctrica producía los mismos efectos en los habitantes del suburbio.

Lo que más asombraba a los resucitados era la falta absoluta de caballos y coches; incluso los automóviles casi habían desaparecido, y sólo se veían unos cuantos.

El Condor estaba atravesando una vasta plaza cuando la atención de Brandok fue atraída por el paso de cuatro monstruosos animales, cada uno montado por un hombre.

—¡Oh, mira eso! —exclamó—. ¡Elefantes!

—¿Dónde? —preguntó Holker.

—Allá abajo, mírenlos.

—¿Serán elefantes de carne y hueso? —preguntó el sobrino político del doctor, mirándolos un poco irónicamente—. Sospecho que usted se engaña, señor Brandok.

—No soy ciego, señor Holker.

—Y yo tampoco —dijo Toby—. Son elefantes de verdad.

—Son barrenderos de acero, señores míos —declaró Holker riendo.

—¡Algún nuevo invento! —exclamaron Toby y Brandok.

—Y no menos útiles que los otros —dijo Holker—, y también muy económicos, dado que así la municipalidad puede evitarse el uso de un ejército de barrenderos. Por otra parte, ese oficio era indigno de hombres.

—¿Esos animales son barrenderos? —exclamó Brandok, que se resistía a creer en las palabras de Holker.

—¡Y qué bien funcionan! Limpian las calles y las plazas por medio de su trompa, que está compuesta de un centenar de tubos de acero, metidos unos dentro de otros de tal manera que dan a ese órgano una movilidad extraordinaria. En la cabeza, en cambio, hay un potente aparato aspirador, mientras que el motor, que es eléctrico, está oculto en los flancos del animal. Cuando el conductor que, como ven, cabalga en el cuello, como los cornacs hindúes, descubre basura en la calle, mueve una palanca colocada al alcance de su mano que dirige los movimientos de la trompa y del aparato de aspiración. La trompa entonces se alarga hacia el objeto que hay que recoger y el aparato se pone en acción. Sigue una aspiración violenta a la que nada se resiste, de modo tal que piedras, trapos, pedazos de papel, ramas, todo tipo de inmundicias pasan al cuerpo del elefante barrendero. Después no queda más que ir a descargar lo recogido. Como ven, la cosa es simplísima.

—¡Yo diría estupenda! —dijo Brandok—. ¡Qué progreso mecánico!

—Harry, aumenta la velocidad —ordenó Holker.

Brooklyn desaparecía rápidamente entre las nieblas del horizonte y el Condor volaba sobre hermosísimos campos cultivados con gran esmero, en medio de los cuales se veían correr extrañas máquinas agrícolas de proporciones gigantescas.

Los árboles eran raros; las plantas, en cambio, infinitas. Efectivamente, ¿para qué habría servido la madera desde el momento que los habitantes del globo tenían el radium para calentarse durante el invierno y no construían más que con hierro y acero? Se veía que lo habían sacrificado todo para no morirse de hambre, dado el inmenso y rápido aumento de la población.

A las nueve de la mañana el Condor, después de pasar por Patterson, ciudad también inmensa, entraba en el Estado de Pennsylvania, avanzando a una velocidad de ciento doce kilómetros por hora.

—Señor Holker —dijo de pronto Brandok, que miraba hacia todos lados—, hay algo que no logro explicarme.

—¿Qué es?

—En nuestra época estos territorios estaban cubiertos de líneas ferroviarias, mientras que ahora no veo ninguna.

—Y, sin embargo, en estos momentos estamos pasando sobre una de las líneas más importantes. Es la que une Patterson con Quebec.

—Yo no la veo.

—Es porque hoy los ferrocarriles no andan sobre la superficie, sino debajo. De otro modo, el aire se escaparía. Mire allá; ¿no ve una casa que tiene una especie de árbol encima que no es otra cosa que un señalizador y transmisor eléctrico de telegrafía aérea?

—Lo veo.

—Esa es la estación.

—;Y el ferrocarril?

—Pasa por debajo.

carriles?

—Ya lo sabrá cuando tomemos el tren que nos llevará a Quebec. ¡Ah! Ahí está el ómnibus que va a Scranton.

Una enorme máquina aérea, dotada de seis pares de alas inmensas y de hélices desmesuradas, con una plataforma de veinte metros de largo, cargada de personas, avanzaba a una velocidad vertiginosa, manteniéndose a cien metros del suelo.

—¡Magnífico! —exclamó el doctor—. ¿Quiénes son?

—Campesinos que llevan sus productos a Scranton.

—¡Qué morenos son! Se diría que son hindúes —dijo Brandok—. A propósito, ¿qué sucedió con los pieles rojas que eran bastante numerosos hace cien años?

—Fueron completamente asimilados por nuestra raza y se fusionaron con nosotros. Ya no existen más que unos pocos centenares de familias, confinadas en el alto Yukon y en el círculo polar.

—Era el destino que les esperaba... —agregó el doctor—. ¿Y qué fue de los negros, que también eran tan numerosos aquí?

—Su número aumentó espantosamente —respondió Holker—. Tienen una buena sangre los africanos y no se dejan asimilar, así como los hombres de raza amarilla.

—¿Existe China todavía?

—China, sí, pero no el imperio —respondió Holker riendo—. Fue desmembrado por las grandes potencias europeas, y a tiempo para impedir una invasión de proporciones. La raza china, en estos cien años, se ha duplicado, y sin la pronta intervención de los blancos, no habrían tardado en invadir Europa y la India impulsados por el hambre. Sin embargo, han invadido buena parte del globo, no como conquistadores, sino como tranquilos emigrantes, y hoy día se encuentran colonias chinas hasta en el centro de África y Australia.

—¿Y los malayos?

—Es otra raza que ya no existe más. Hoy en el mundo no existen más que blancos, amarillos y negros, que tratan de dominar a los otros, y hasta ahora son los segundos los que tienen más posibilidades de lograrlo, siendo increíblemente prolíficos, y nosotros corremos el grave peligro de ser dominados por las otras dos razas.

—Entonces el mundo corre el peligro de volverse todo amarillo —dijo Toby.

—Lamentablemente, sí, tío —respondió Holker—. ¿A cuánto ascendía la población del globo hace cien años?

—A cerca de mil quinientos millones, y el elemento mongol figuraba con más o menos seiscientos millones.

—La población actual, en cambio, es de dos mil doscientos millones, y los amarillos, de seiscientos millones, han pasado a mil cien millones.

—¡Qué aumento! —exclamó el doctor—. ¿Y los blancos cuántos son entonces?

—Apenas llegan a los seiscientos millones.

—Un crecimiento poco importante.

—Y se lo debemos a las razas nórdicas.

—¿Y las razas latinas?

—Italia es la única que creció rápidamente, porque tiene sus cincuenta millones de habitantes, mientras que España, y sobre todo Francia, han permanecido casi estacionarias. Si no fuera por Italia, a esta hora la raza latina habría sido asimilada por los anglosajones y los eslavos. Allí está Ulmina; estamos entrando otra vez al Estado de Nueva York y dentro de dos horas estaremos en las cataratas.

El Condor, que seguía avanzando a ciento diez kilómetros por hora, entraba otra vez al Estado de Nueva York pasando por Ulmina, de modestas proporciones cien años antes, y ahora enorme.

Modificó un poco la dirección y se dirigió hacia Buffalo, pasando sobre campos siempre cultivados con gran esmero.

A las once el Condor sobrevolaba el Niágara, ese amplio río, aunque corto, que comunica dos de los más grandes lagos de América del Norte, el Ontario y el Erie.

La inmensa catarata no se veía todavía, pero se oía el estruendo de la enorme masa de agua.

Desde hacía algunos minutos una viva excitación se había adueñado de Toby y Brandok.

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