Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
De pronto se detuvo ante una pared rocosa detrás de la cual se oía rugir al océano furiosamente.
—Hemos llegado —dijo el doctor, saltando del coche—. Éste es el escollo de Retz.
—¿Y allá arriba has preparado nuestra tumba? —preguntó Brandok.
—Es una ubicación bellísima —respondió el doctor—. El rugido de las olas nos cantará el arrorró sin descanso, hasta el día de nuestra resurrección.
—Si volvemos a la vida.
—¿Todavía dudas, James?
—Si aún tuviera alguna duda, no te preocupes. Ya te he dicho que para mí la vida se ha vuelto demasiado pesada, así que poco me importaría si no volviera a despertarme nunca más. Muéstrame entonces nuestra última morada.
—No será la última.
—Como quieras.
—Ven, James.
Ató al poney al tronco de un abedul y después se encaminó por un pequeño sendero excavado en la roca viva que ascendía en zigzag. El peñasco, mal llamado escollo de Retz, era una mole enorme, de unos cien metros de alto; el punto más alto de la isla, hacia el este.
Su frente macizo, cortado a pico, oponía un formidable obstáculo al avance de las olas del Atlántico, por lo cual no había peligro de que desapareciera, al menos en cien años. Llegados a la cima, que era plana en vez de terminar en punta, Brandok vio una muralla circular, de cuatro o cinco metros de circunferencia, sobre la que estaba emplazada
una cúpula de cristal provista de un pararrayos altísimo.
—Dime algo: ¿ésa es nuestra última morada? —preguntó.
—Sí —respondió el doctor.
—¿Cuándo la hiciste construir?
—El año pasado.
—¿Los habitantes del pueblo conocen su existencia?
—No, porque traje a los obreros y los vidrios de Nueva York.
—¿Crees que la respetarán?
—El escollo es mío: se lo compré a la municipalidad con un contrato normal, y el notario tiene la orden de hacer destruir el sendero que conduce aquí arriba y cerrar el acantilado con una altísima verja de hierro.
—Ya lo he ordenado —dijo el señor Max—. Nadie vendrá a perturbarlos.
—Entremos —propuso el doctor.
Con una llave abrió una puertita de hierro, tan baja que la única manera de entrar era agachándose, y los tres hombres se introdujeron en el pequeño edificio.
El interior estaba cubierto de vidrios de grueso espesor, encastrados en robustas armaduras de cobre, y no tenía más que una cama muy ancha y baja, con frazadas más bien pesadas y un pequeño estante sobre el que descansaban botellas y jeringas.
—Ésta es mi residencia, o mejor dicho, la nuestra —agregó Toby dirigiéndose a su amigo—. ¿Te disgusta?
—En absoluto —respondió el joven, que miraba el océano a través de la cúpula de vidrio—. Espero que nadie venga a perturbarnos antes del día fijado en nuestro testamento. ¡Qué placer oír el fragor de las olas! Ésa sí que es una bella compañía.
—Considero inútil que tú te proveas de una cama. Ésta es más que suficiente para ambos.
—¿Y el subterráneo donde has depositado tus valores?
El doctor se inclinó, levantó una plancha de hierro que se encontraba a los pies de la cama y mostró una estrecha escalerilla excavada en la roca que debía conectarse con alguna celda subterránea.
—Se encuentra allí dentro, en la caja fuerte —dijo.
—Pondré allí también los míos. Mañana iré a Nueva York a cambiar mis billetes y mis acciones ferroviarias por oro. Tendremos bastante cuando nos despertemos. ¿Para cuándo está programado nuestro sueño?
—Para dentro de ocho días; apenas hayan cerrado la base del escollo con la cerca.
—Una pregunta más, mi querido doctor. ¿Ysi se olvidaran de despertarnos? Sabes que yo no tengo ningún pariente.
—Yo tengo una hermana que tiene siete hijos —respondió Toby—. Espero que dentro de cien años exista todavía algún sobrino segundo que pueda despertarnos, o quedarse con nuestro tesoro, en el caso de que estuviésemos muertos, y después está el notario y he labrado un acta en la municipalidad. No temas, James, alguien vendrá a recoger nuestra importante herencia.
—Mis sucesores no se olvidarán de ustedes, estén seguros —dijo el señor Max.
—¿Tienes alguna otra objeción, James? —preguntó Toby.
—No —respondió el joven.
—¿Estás decidido a intentar el experimento? —Tienes mi palabra.
—Entonces volvamos a casa y hagamos los últimos preparativos.
Salieron, cerraron la puertecita, bajaron el escollo y subieron al coche sin agregar palabra.
Pero debemos confesar que los tres estaban visiblemente conmovidos.
Ocho días después, antes de la puesta del sol, Brandok, el doctor y el notario dejaban la aldea sin ser vistos y se ponían en camino al escollo de Retz.
Ya habían tomado todos los recaudos para ese sueño que duraría cien años, y todas las medidas para que durante ese prolongado tiempo nadie se acercara a perturbarlos.
El señor Brandok ya había hecho transportar por la noche sus millones y los había guardado en la caja fuerte escondida en el pequeño subterráneo, y había vendido todas sus posesiones, dejando una parte de lo obtenido a la municipalidad de la isla para que vigilase su tumba; el doctor había regalado su casa a la cocinera y había hecho levantar alrededor de la pequeña construcción la cerca de hierro en la que se habían dispuesto varias placas de metal con la inscripción: "Propiedad privada del doctor Toby Holker".
Cuando llegaron a la cima del peñasco, el sol estaba por ocultarse en un océano de fuego.
Los tres se habían detenido, mirando el océano que flameaba bajo los reflejos del atardecer y se encrespaba ligeramente al soplo de la brisa de la tarde.
En la lejanía un gran piróscafo echaba humo, dirigiéndose hacia la costa norteamericana; a lo largo de los acantilados
de la isla algunos barcos pesqueros avanzaban lentamente volviendo al puerto del pequeño pueblo; en la base del peñasco las olas se estrellaban rompiendo el silencio que reinaba en el inmenso océano. Los tres hombres estaban callados: el notario parecía profundamente conmovido; Brandok y Toby, un poco preocupados. Permanecieron así algunos minutos, mirando los barcos y el sol que parecía zambullirse en el agua; de pronto el doctor se volvió, diciendo:
—¿No te arrepientes de la palabra dada, James?
—No —respondió Brandok, con voz calma.
—¿Aunque no volviéramos a despertar nunca más?
—Ni aun en ese caso.
—Señor Max, saludémonos y abracémonos, ya que no volveremos a vernos nunca más, a menos que suceda un milagro.
—Sería necesario que viviera ciento cuarenta años, una edad imposible —dijo el notario, suspirando—. Yo moriré, mientras que ustedes resucitarán.
—Un abrazo, amigo, y váyase.
El señor Max, vivamente conmovido, con los ojos húmedos, estrechó entre sus brazos al doctor, apretándolo contra su pecho.
—Adiós, señor Brandok —dijo después, con la voz quebrada, extendiéndole la mano—. Les deseo que vuelvan a la vida y que se acuerden de mí.
—Se lo prometemos —respondió el joven—. Adiós, señor Max; nosotros nos vamos a dormir.
El notario se alejó, volviéndose varias veces para decirles adiós; después desapareció por el sendero que llevaba a la base del peñasco, donde había colocado un gran cartucho de dinamita para destruir el acceso.
—Ven, James —dijo Toby cuando estuvieron solos—. Mira por última vez el océano.
—Ya lo he mirado lo suficiente, y además no creo que lo encontremos muy cambiado si resucitamos.
Abrieron la puertita y entraron en la tumba, que los últimos rayos del sol iluminaban suficientemente bien, haciendo que destellara la cúpula de vidrio.
Toby tomó del estante dos vasos y una botella, que destapó.
—Un buen vaso de champán —dijo, vertiendo el espumante néctar—. ¡Por nuestra resurrección, James!
—O por nuestra muerte, que para mí será lo mismo —respondió el joven, haciendo esfuerzos por sonreír—. Al menos el spleen no volverá a atormentarme.
Vaciaron de un trago los vasos; después el doctor puso en un sobre algunos documentos que luego colocó dentro de una cajita de metal.
—¿Qué haces, Toby? —preguntó Brandok.
—Aquí dentro están las ampollas que contienen el misterioso líquido que volverá a darnos la vida, y también la receta que les enseñará a servirse de él a quienes vengan a despertarnos.
—¿Has terminado?
—Sí, tomemos otro vaso.
—Sí —respondió Brandok.
Vaciaron la botella; después el doctor abrió una ampolla y llenó dos pequeñas tazas. Era un licor rojizo, un poco denso, que tenía un perfume especial.
—Bebe —dijo, ofreciéndole una de las tazas de Brandok.
—¿Qué es?
—El narcótico que nos dormirá, o mejor, que suspenderá nuestra vida e impedirá que nuestras carnes se corrompan.
El joven tomó la taza con mano firme, miró el líquido y después lo tragó sin que se moviera un solo músculo de su rostro.
—Nada mal, aunque es un poco amargo —dijo—. ¡Ah!, qué frío, Toby. Siento como si tuviera un bloque de hielo en lugar del corazón.
—No es nada y durará poco. Échate en la cama y cúbrete.
Mientras Brandok obedecía, el doctor también bebió el contenido de su taza; después se acercó bamboleándose a un recipiente de barro que se encontraba en un rincón y, aferrando un martillo, con un golpe vigoroso rompió la tapa y alcanzó apresuradamente a su compañero.
Una temperatura siberiana había invadido la habitación. De ese recipiente misterioso salía una corriente de aire helado, como el que se respira en las regiones polares.
El doctor miró a Brandok: el joven ya no daba signo alguno de vida. Parecía como si la muerte lo hubiese tomado por sorpresa.
—Hasta... dentro... de... cien... años... —tuvo apenas tiempo de balbucear el doctor, antes de desplomarse al lado de su amigo.
En ese mismo momento el último rayo de sol se apagaba y las primeras sombras de la noche descendían sobre el curioso sepulcro.
Una mañana de los últimos días de septiembre del 2003, tres hombres subían lentamente el escollo de Retz ayudándose unos a otros para superar las rocas, no habiendo allí ni un solo rastro de sendero.
El primero era un hombre más bien entrado en años, entre los cincuenta y los sesenta años, aún bastante vigoroso, sin barba ni bigote, con los brazos y las piernas larguísimas, demasiado en relación con el tronco, y los ojos muy dilatados y casi blancos.
Los otros dos eran más jóvenes, como una docena de años menores, también ellos bastante bien desarrollados, con poderosa musculatura y ojos igualmente blancos e inertes.
En los tres podía observarse un desarrollo absolutamente extraordinario de la cabeza y especialmente de la frente.
Sus vestimentas eran de tela color café claro, que parecía seda, y consistían en sacos larguísimos y en unos pantalones cortos y amplios cerrados bajo las rodillas.
Cerca de la parte superior del escollo se habían detenido ante una alta verja de hierro oxidado y corroído por las sales marinas, que rodeaba una pequeña edificación de forma circular cubierta por una cúpula de vidrio.
Una placa de metal colocada en lo alto de un palo tenía la siguiente inscripción, todavía bastante visible: "Propiedad privada del doctor Toby Holker".
—Ya llegamos —dijo el hombre entrado en años, sacando del bolsillo una llave viejísima, de una forma especial, y un papel amarillento—. ¡Qué lindas llaves usaban hace cien años!
—¿Y espera hacer resucitar a su antepasado, señor Holker? —preguntó uno de los dos que lo acompañaban.
—Por lo menos encontraremos sus huesos, y también los de su amigo —respondió el señor Holker.
—Y los millones, ya que usted es el único heredero.
—Es verdad, señor notario.
—¿Podrá abrir?
—Probemos —respondió el señor Holker.
Introdujo la llave en la cerradura y, después de algunos esfuerzos, hizo correr el cerrojo.
—Los cerrajeros no trabajaban mal en aquel tiempo —dijo, empujando el portón—. No creía que después de cien años las cerraduras todavía funcionasen.
El pequeño recinto estaba cubierto de retamas, arbustos y montones de hierba seca. Se notaba que nadie había entrado allí desde hacía muchísimo tiempo.
—Veamos —dijo Holker, abriéndose paso entre la maleza.
Se acercó, no sin experimentar una cierta emoción, a la pequeña construcción y, aproximándose cuanto pudo, apoyó la cara en la superficie del vidrio.
De pronto lanzó un grito.
—¡Ah, es increíble! ¡Están los dos y parecen intactos! ¿Mi antepasado habrá conseguido descubrir un filtro tan maravilloso que permite suspender la vida durante cien años?
Sus dos compañeros miraron a través de los vidrios, y tampoco ellos pudieron reprimir una exclamación de estupor.
—¡Allí están! ¡Allí están!
—Y parece que duermen —dijo Holker, presa de una viva emoción.
—Señor Holker, ¿no se habrá equivocado? —preguntó el notario.
—No sé qué decir; ahora tengo una lejana esperanza de ver vivo a mi antepasado.
—Entremos, señores. ¿Tiene la llave del sepulcro?
—Sí, pero no entremos enseguida.
—¿Por qué?...
—Mi antepasado dejó escrito que antes se dejase la puerta abierta durante algunos minutos.
—No consigo entender la razón —declaró el compañero del notario.
—Para no exponernos a un enorme resfrío, señor intendente —dijo Holker—. Una pulmonía se pesca enseguida.
—¿Hace mucho frío allí dentro?
—Parece que el doctor Toby, además del filtro, había descubierto también un líquido que desprendía un frío polar.
—Debe encontrarse en ese recipiente que está allá, en el rincón.
—Abra, señor Holker —dijo el notario—. Estoy impaciente por asistir a la resurrección de esos dos hombres.
Dieron vuelta a la edificación hasta que descubrieron la puertita de hierro.
Holker introdujo la llave en la cerradura y ésta abrió fácilmente. De pronto una corriente extremadamente fría envolvió a los tres hombres, obligándolos a retroceder rápidamente.
—¡Hay un banco de hielo allí dentro! —exclamó el intendente—. ¿Qué contiene ese recipiente para producir tanto frío? ¿Los científicos de hace cien años valían más que los de hoy?
—Mi antepasado era un gran hombre —dijo Holker—. ¡Yo no haré un buen papel al lado suyo!...